domingo, 27 de noviembre de 2022

LAS MUJERES MIGRANTES EN EL MERCADO LABORAL ESPAÑOL

 

LAS MUJERES MIGRANTES EN EL MERCADO 

LABORAL ESPAÑOL

POR ARTURO BORRA

El presente trabajo ha sido presentado en el marco de las “II Jornadas de Inmigración y Empleo: mujeres inmigrantes. Violencias, resistencias, derechos, participación, inclusión”, realizado el 10 y el 11 de noviembre de 2022 en la ciudad de Valencia y organizado por el Consejo Local de Inmigración e Interculturalidad.

Para aproximarnos al mercado laboral desde la perspectiva de las personas migrantes, en tanto sujeto económico, disponemos de algunas conclusiones elaboradas de forma colectiva en las I Jornadas de Inmigración y Empleo de la ciudad de Valencia organizadas en 2018 por el Consejo Local de Inmigración e Interculturalidad.[1] En líneas generales, en dichas jornadas se hizo un abordaje de algunos sectores específicos partiendo de experiencias laborales concretas de las personas migrantes en el contexto del mercado laboral nacional. Sin ánimo de clausura, a modo de trazas generales, en dichas jornadas se remarcó lo siguiente:

 

la precariedad y temporalidad normalizadas en los mercados de trabajo en los que participan de forma mayoritaria las personas migrantes, solicitantes de asilo y refugiadas, incluyendo bajas remuneraciones, empleos de baja calidad y brechas salariales con respecto a la población activa local (tal como ocurre en el sector de la hostelería, del trabajo doméstico y de cuidados o en agricultura);

las prácticas de explotación extendidas en diferentes sectores laborales (empresas de servicios, trabajadoras del hogar, limpiadoras, cuidadoras, jornaleros, etc.) que afectan con especial virulencia a los colectivos de migrantes, refugiados y solicitantes de asilo;

la especialización por género (trabajos feminizados y masculinizados) que dificulta una integración sociolaboral igualitaria en los mercados de trabajo;

la presencia creciente de empresas de servicios que no respetan los derechos fundamentales de las personas trabajadoras (especialmente cuando aumenta su vulnerabilidad);

la falta de regulaciones y controles a las empresas de servicios y ETT que contratan personal laboral inmigrante en condiciones insatisfactorias y sin cumplir sus obligaciones en la seguridad social;

el incumplimiento recurrente de la ley de prevención de riesgos de accidentes laborales y, en general, de las condiciones laborales estipuladas legalmente;

la escasez de inspecciones de trabajo que limitan la salud integral, la seguridad laboral y la prevención de accidentes laborales, así como los abusos y vulnerabilidades derivadas del vacío legislativo;

las situaciones de violencia y abuso laboral (p.e. incumplimiento de las horas de descanso, acoso sexual, etc.) que afectan a la población migrante más vulnerable;

la existencia de una economía sumergida en la que participan personas migrantes, refugiadas y solicitantes de asilo por falta de oportunidades y por encontrarse en situación de riesgo de exclusión social, perpetuando la desigualdad e impidiendo el acceso al sistema de la seguridad social (prestaciones, jubilaciones, formación, etc.) y,

el paro elevado entre los colectivos de inmigrantes, solicitantes de asilo y refugiados.

Si bien dichas problemáticas no agotan el conjunto de dificultades e irresoluciones que afectan, en términos laborales, a los colectivos migrantes, solicitantes de asilo y refugiados, constituyen una aproximación ajustada a lo que años después siguen padeciendo muchísimas personas migrantes en el contexto de la economía española (por no hablar de los procesos de acreditación y homologación de titulaciones y la falta de reconocimiento de las cualificaciones profesionales de los países de procedencia, de los laberintos de la regularización administrativa o de las serias dificultades de acceso al mercado de trabajo por no reunir los requisitos habituales, difíciles de cumplir, que fijan empresas y personas empleadoras). Años después, todas esas problemáticas mantienen su actualidad y confirman la persistencia de prácticas y situaciones de discriminación institucional y social (incluyendo situaciones entrelazadas de racismo, xenofobia, clasismo y sexismo) que afectan a la población migrante con especial intensidad en la actual fase del capitalismo mundial.

 

Partiendo de esos saberes colectivos, resulta plausible reconstruir de forma tentativa e inicial las posiciones laborales específicas que suelen ocupar las mujeres trabajadoras migrantes, sobre todo, porque de forma regular son quienes más padecen los efectos de un sistema económico desigual que discrimina no solo por género sino también por clase, etnia/raza, nacionalidad y otras variables como la religión, la capacidad, la edad o la orientación e identidad sexual.[2] A esa situación estructural que afecta a una amplia mayoría de mujeres migrantes hay que agregar la coyuntura de la pandemia que ha agravado los problemas de muchas trabajadoras especialmente expuestas (como ocurrió, por ejemplo, con las trabajadoras del hogar y trabajadoras de los cuidados en régimen interno) y, seguramente, de muchísimas mujeres en diferentes dimensiones vitales.

 

En cualquier caso, puesto que estas formas discriminatorias se entrecruzan, resulta pertinente pensar en sus consecuencias entre las personas que la sufren de forma más directa. Por lo dicho, a continuación, no me voy a referir a la situación laboral de la mujer en general (aunque podrían plantearse algunas regularidades, como las brechas salariales o retributivas, el subempleo indeseado, las dificultades de conciliación, la falta de promoción interna, la disparidad en los órganos directivos y ejecutivos, la tasa mayor de paro[3], etc.) sino a aquellas mujeres que, por diferentes factores, ocupan las posiciones laborales más precarias en el mercado laboral nacional, con todos los perjuicios vitales que ello acarrea y la clara vulneración de derechos que padecen. En última instancia, de lo que se trata no es solo de condiciones laborales paupérrimas sino de una auténtica brecha de derechos que persiste en el corazón de nuestras sociedades.[4] Así, partiendo de una perspectiva interseccional, podemos afirmar que según específicas coordenadas de género, raza y clase –como diría Ángela Davis- distintos grupos de mujeres viven de forma manifiestamente desigual su participación en el mundo laboral. En vez de un discurso binario sobre el género, se trata de comprender cómo se conjuga esta categoría con diferentes marcadores como la clase, la raza, la nacionalidad, la religión e incluso las capacidades psicofísicas, dando un paso adelante para pensar cómo operan las desigualdades de género en su articulación histórica con otras formas de desigualdad.

 

Incluso si nos centramos en el eje analítico del «género», como construcción social históricamente cambiante, hay que remarcar que cuanto mayor es el patrón de diferenciación de las trabajadoras migrantes más expuestas están a las dinámicas de desigualdad del mercado laboral actual.[5] Para decirlo con una pregunta: ¿qué ocurre con las trabajadoras extra-europeas, en situación o riesgo de pobreza y en particular, con las trabajadoras procedentes del Sur Global? En términos generales la respuesta resulta inequívoca: con estas trabajadoras todos los fenómenos discriminatorios se agravan, no sólo por su condición de “mujer” sino también por motivos de origen, raza, etnia, religión, clase, orientación e identidad sexual y características piscofísicas, entre otros factores. Si por una parte las mujeres migrantes hacen aquellos trabajos peor cotizados y valorados socialmente, por otra parte, dentro de ese grupo quienes parecen estar en peor situación son las mujeres migrantes no europeas y “racializadas”, esto es, aquellas que por su color de piel, sus características físicas e incluso su procedencia cultural son «inferiorizadas» o situadas en el segmento más precario del mercado de trabajo.

 

En síntesis, en vez de presuponer una desigualdad que afectaría de forma uniforme a todas las mujeres, quizás de lo que se trate es de apostar por un examen minucioso de las posiciones reales que ocupan diferentes mujeres según circunstancias específicas, cuestionando ciertos formulismos que localizan la opresión en un solo aspecto. La desigualdad no afecta por igual a las mujeres nativas y a las extranjeras ni afecta a todas las mujeres extranjeras por igual, siendo una variable significativa ser o no comunitaria. Tal como insisten los feminismos decoloniales y mestizos, la pobreza no solo se “feminiza”: también se “racializa” o “etnifica”. Por tanto, no es difícil advertir que si las mujeres trabajadoras padecen una desigualdad significativa con respecto a los varones, en el caso de las trabajadoras migrantes extracomunitarias esta situación se agrava más aún, a medida que se diferencia del patrón social dominante (ligado al sujeto masculino, heterosexual, blanco, burgués, cristiano, occidental…). Además de sufrir explotación laboral, las trabajadoras migrantes se exponen de forma regular a múltiples discriminaciones, a la violencia y al abuso sexual, a brechas salariales y contractuales, a condiciones de trabajo precarias y a situaciones de desempleo y subempleo recurrentes, siendo empujadas a situaciones de pobreza y exclusión social y más todavía si se trata de familias monoparentales.

 

Así, mientras algunas mujeres que están en posiciones económicamente privilegiadas abogan por romper el “techo de cristal” en sus carreras profesionales, otras solo están en condiciones de recoger los cristales rotos. Sin embargo, como señalan Cinzia Arruzza, Tithi Bhattacharya y Nancy Fraser en Manifiesto de un feminismo para el 99%: “No tenemos ningún interés en romper techos de cristal y dejar que la gran mayoría limpie los vidrios rotos”. Por lo dicho, al menos desde que autoras como Kimberlé Crenshaw o Patrice Hill Collins cuestionaron el presupuesto de un «sujeto universal abstracto» que hablara en nombre de la Mujer, lo que necesitamos es dar cuenta de una pluralidad de situaciones reales que afectan a las mujeres trabajadoras en condiciones específicas.

 

A partir de estas consideraciones, resulta importante identificar otras regularidades complementarias a las planteadas en las I Jornadas de Inmigración y Empleo, ligadas a diferentes grupos de mujeres migrantes en el contexto de unsistema neoliberal que degrada la naturaleza, instrumentaliza los poderes públicos, incauta el trabajo no remunerado de los cuidados y asistencia y desestabiliza de forma periódica las condiciones necesarias para que una mayoría no solo sobreviva sino que se aproxime a eso que llamamos «buena vida». Dicho lo cual, podemos identificar situaciones diferenciadas de las trabajadoras migrantes dentro de un orden social que podemos nombrar como una «sociedad de privilegios».

 

Los datos aportados al respecto por el “Informe del Mercado de Trabajo de los Extranjeros. Estatal. Datos 2021” del SEPE (2022) son inequívocos.[6] De un total de 976.358 mujeres extranjeras (comunitarias y no comunitarias) afiliadas a la seguridad social en 2021,[7] las ocupaciones con mayor contratación de mujeres extranjeras están vinculadas al sector de “agricultura” (en el que están empleadas 263.536 trabajadoras migrantes), “personal de limpieza” y “empleadas domésticas” (en donde trabajan 290.032 mujeres migrantes) y personal de restauración, incluyendo camareras, ayudantes de cocina y cocineras (en total, unas 221.952 mujeres migrantes). Muy por detrás, las ocupaciones que le siguen remiten a peonada de industrias manufactureras (donde participan unas 123.138 mujeres migrantes) y vendedoras (unas 76.715 mujeres). Si introducimos la variable “comunitaria” y “no comunitaria”, el sesgo se incrementa, siendo la participación de mujeres no comunitarias en estos sectores mucho más pronunciada.

 

Aunque más del 97 % de las mujeres migrantes tiene alguna clase de estudios (primarios, secundarios o terciarios)[8], lo cierto es que desde hace varias décadas una proporción relevante trabaja en el sector de los cuidados y en servicio doméstico, con salarios que a menudo ni siquiera cumplen con el SMI y en condiciones laborales que suelen incumplir la normativa laboral más básica (p.e. descansos, pago de horas extra, derecho a vacaciones, etc.). Además de la evidente «sobrecualificación» que afecta a muchas trabajadoras migrantes, la concentración en estos sectores está vinculada a la segregación ocupacional correlacionada al género, la posición económica y a marcadores raciales que operan en el mercado laboral español produciendo una jerarquía entre personas según su procedencia etno-cultural. Semejante segregación, tal como se ha señalado, además de perjuicios salariales, se traduce en perjuicios profesionales claros, comenzando por la falta de movilidad laboral, condiciones especialmente precarias e insalubres y, en ciertos casos, situaciones de “neo-servidumbre”[9]. Teniendo en cuenta datos del INE, si por una parte en el último trimestre de 2019 ya había en España 580.500 personas ocupadas en “Actividades de los hogares como empleadores domésticos”, por otra parte, solamente 404.890 se encontraban afiliadas al Sistema Especial de empleadas de Hogar. Eso significa que, además de las 165.087 personas migrantes que trabajaban afiliadas a la SS en este sector, por otra parte, unas 175.610, (el 30,7% del total) podría corresponder a trabajadoras que se encuentran en situación de irregularidad administrativa y/o trabajando sin contrato. La cifra, según otras estimaciones, podría alcanzar hasta las 200000 mujeres migrantes trabajando sin contrato[10]. Si a esa situación se suma que, en términos estimativos, 38 mil mujeres migrantes siguen trabajando de “internas”[11], la magnitud del problema se hace patente. En total, aproximadamente, una de cada cuatro mujeres migrantes trabaja en este sector.

 

Si de forma histórica se ha planteado una división sexual y racial del trabajo, no hay dudas que en la España actual dicha división sigue operando de forma manifiesta en el lugar prevaleciente que se le asigna a las mujeres migrantes: el desarrollo del trabajo reproductivo, con remuneraciones bajas y condiciones precarias, ligado a los cuidados y al hogar. Puesto que una parte relevante de mujeres nativas desempeña trabajos externos a su unidad familiar, resulta habitual que se descargue dicha reproducción social en mujeres migrantes a bajo coste, muchas veces sin contrato laboral, con derechos mermados y en condiciones paupérrimas (jornadas interminables, incumplimiento de días de descanso, falta de herramientas preventivas, insalubridad, etc.). Aunque de forma gradual se plantean otras posibilidades laborales para las trabajadoras migrantes, como aquellas relacionadas a hostelería y restauración, a la agricultura (especialmente almacenes) y al comercio minorista, entre otros sectores económicos, es dudoso que esa ampliación haya mejorado sustantivamente las condiciones de contratación y trabajo[12]. Podríamos incluso detenernos en aquellas trabajadoras migrantes que, finalmente, se embarcan en el desarrollo de trabajos autónomos o cooperativos o en el desarrollo de iniciativas propias tan valiosas como imprescindibles.

 

Sin embargo, sin negar esta relativa heterogeneidad y las estrategias de resistencia de estos grupos de mujeres, tendencialmente, hasta donde puede constatarse, la mayoría de las trabajadoras migrantes siguen topándose con empleos en condiciones particularmente precarias, con nulo o escaso acceso laboral a las instituciones públicas, incluida la administración pública o el sistema educativo en todos los niveles. Dicho de otro modo: las “oportunidades” a las que tiene acceso la mayoría de trabajadoras migrantes son manifiestamente precarias y las más desvalorizadas en términos sociales. Aunque ello no niega, como suele decirse, la capacidad de agencia de estos grupos, sí la condiciona fuertemente, planteándole dificultades estructurales de todo tipo, dificultades que otros grupos ni siquiera tienen que enfrentar, consolidando un mapa de desigualdades sociales que pone en juego, además de la salud psicofísica, tanto los derechos colectivos como el sufrimiento de cientos de miles de mujeres migrantes.

 

De ahí que, de forma complementaria, resulta fundamental referirnos a aquellas mujeres migrantes que ni siquiera tienen acceso al mercado formal de trabajo, sea por no disponer de sus permisos de trabajo, por la discriminación directa e indirecta que padecen, por la dificultad para reconvertir sus perfiles profesionales o laborales o por la inhabilitación de sus perfiles de origen (agravado, a menudo, por las dificultades idiomáticas que atraviesan). La falta de oportunidades laborales que contemplen sus trayectorias y sus competencias a menudo termina condenándolas a situaciones de pobreza, aun si desarrollan estrategias para insertarse en la economía sumergida, mediante el desarrollo de pluriempleos intermitentes (en agricultura, servicio doméstico, limpieza, restauración y cuidado de personas).

 

En esas circunstancias, también hay que mencionar otro grupo significativo de mujeres –probablemente el más vulnerable y el más vulnerado- que es lanzado al campo de la prostitución, a menudo víctima del tráfico y trata de personas y del proxenetismo. Sin entrar en los enconados debates al respecto, incluso sobre la propia legitimidad o no de referirse a este colectivo como «trabajadoras sexuales», lo cierto es que según diferentes estimaciones, entre 80000 y 120000 mujeres migrantes ejercen la prostitución en España[13]. A mi entender, sería un grave error omitir a este colectivo al momento de reflexionar sobre el «mercado laboral». Porque incluso si rechazamos en términos éticos y políticos esa actividad, muchas mujeres migrantes obtienen sus exiguos medios de vida ejerciendo la prostitución en la economía sumergida. Si de lo que se trata es de luchar contra las vulneraciones –más que contra las vulnerabilidades-, habría que comenzar por este grupo, pensando estrategias concretas para generar alternativas reales y satisfactorias que les permitan salirse de un circuito forzado de explotación y violencia sexual.

 

Sin ánimo de concluir, todavía estamos muy lejos de haber identificado todas las consecuencias de las múltiples desigualdades que sufren las personas migrantes en el mundo del trabajo en general y de las mujeres racializadas en particular, incluyendo la imposibilidad de obtener la regularización administrativa, de tener que sobrevivir en la economía sumergida, con la vulneración de derechos que implica, sin posibilidades mínimas de conciliación y sin la seguridad más básica en materia de riesgos laborales, agravada por la insuficiencia de controles públicos. Y por si eso fuera poco, la situación no cesa de agravarse por la carencia generalizada de una perspectiva intercultural y de una perspectiva interseccional no solo en los procesos de selección de personal de las empresas y las administraciones públicas sino también en la propia gestión de las políticas de personas y, en general, en la configuración de las plantillas profesionales. Si a eso se suman las dificultades en el acceso a la formación profesional, la dispar eficacia de los servicios públicos de empleo en cuanto a tasas de inserción de población extranjera y las recurrentes dificultades para el reconocimiento de las titulaciones extranjeras o la acreditación de las experiencias en terceros países, el diagnóstico se complica de forma notable.

 

En conjunto, una de las consecuencias más graves de estas desigualdades es la construcción de una “ciudadanía de segunda mano” y, en ciertos casos, la exclusión de la propia ciudadanía, perpetuando una injusticia histórica que puede evitarse construyendo igualdad en la diversidad o, dicho de otro modo, reconociendo a estos grupos como sujetos de derecho y no como mera mano de obra barata y servicial, como diría Eduardo Romero[14]. En suma, no hay democratización efectiva de la sociedad si las mejores oportunidades quedan reservadas a las personas nativas.

 

En este sentido, resulta pertinente preguntarse sobre las acciones que están elaborando las Administraciones Públicas, las ONG y asociaciones, las empresas y sindicatos para articular una política de género a una política intercultural en sus prácticas de dirección y gestión, en los procesos de contratación y en general, en la conformación de sus plantillas laborales. En particular: ¿cómo abordan las situaciones manifiestamente desiguales entre mujeres y hombres y entre mujeres locales y mujeres migrantes, teniendo en cuenta otros marcadores de desigualdad? ¿Qué nuevas iniciativas legislativas se están poniendo en marcha para transformar estas realidades excluyentes? ¿Qué estrategias se están desplegando para favorecer una inclusión más satisfactoria en el campo laboral, capaz de romper con el confinamiento sectorial que las afecta y la precariedad que se agrava en estos grupos? Y dada la dificultad para acceder tanto a estudios reglados como a formación profesional y ocupacional, ¿qué están haciendo las agencias de colocación públicas para mejorar la inclusión de estos grupos de mujeres migrantes? ¿Qué políticas de empleo específicas se están desplegando para combatir estas formas de empleo precario y en ocasiones degradante por las pésimas condiciones de trabajo? Más en general, ¿qué políticas públicas de inclusión laboral se están desarrollando para dar más oportunidades laborales a estos grupos, incluyendo el sector público y el campo asociativo y sindical? Además de constatar la realidad drástica que afecta a estos grupos, ¿qué estamos haciendo para abrir los espacios en una dirección inclusiva, especialmente en las instituciones públicas, en tanto sujetos de derecho? En gran medida, de la respuesta que se de en la práctica a estas preguntas depende el porvenir más o menos próximo de las mujeres que vienen.

 

Notas:

 

[1] Dichas conclusiones han sido reunidas en VVAA (2018): Informe final de las jornadas de inmigración y empleo, mimeo.

 

[2] Al respecto, remito a un estudio relativamente reciente realizado desde Alianza por la Solidaridad (2018): “Mujeres migrantes como sujetos políticos en el País Valencià: Creando estrategias frente a las Violencias”, Alianza por la Solidaridad, Valencia.

 

[3] Recordemos que según el INE, la tasa de paro femenina es actualmente del 14,84%, mientras que la masculina se sitúa en 10, 74%, siendo la diferencia porcentual superior a 4 % (EPA, Segundo trimestre de 2022, Instituto Nacional de Estadística, p. 5, versión electrónica en https://www.ine.es/daco/daco42/daco4211/epa0322.pdf). Por su parte, la diferencia entre tasa de paro de la población española (11,76% %) y población extranjera (18,40%) es mayor: más de 7 % de variación.

 

[4] Para ahondar sobre esta brecha de derechos remito al reciente trabajo de CIDALIA (2022): “ESTUDIO SOBRE LAS PRINCIPALES BRECHAS DE DERECHOS QUE CONFRONTAN LAS MUJERES MIGRANTES RESIDENTES EN LA COMUNITAT VALENCIANA”, Asociación Por ti Mujer, Valencia.

 

[5] Estas dinámicas desiguales también afectan a los trabajadores migrantes. De hecho, el total de los afiliados extranjeros del Régimen General y de Autónomos por sector económico permite sostener que “(…) la mayor parte del colectivo se encuadra en el sector servicios, que en diciembre de 2021 alcanzaba el 72,27 % del total. El resto de porcentajes se distribuye entre el 7,32 % de industria, el 8,97 % de construcción y el 11,44 % de agricultura” (VVAA (2022): Informe del Mercado de Trabajo de los Extranjeros. Estatal. Datos 2021, versión electrónica en

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