EL FÚTBOL, UNA MERCANCÍA GLOBAL
Si hay algo
que prueba que el fútbol se convirtió en una enorme mercancía global es la
elección de Qatar como sede de la Copa del Mundo. Pero el deporte puede —y
debe— promover otros valores.
PABLO ALABARCES
El domingo 20 de noviembre comenzará una nueva Copa Mundial de Fútbol masculino, el espectáculo más importante y más consumido del deporte en buena parte del globo. A la clásica exacerbación de nacionalismo, chovinismo y machismo a la que este tipo de competencias invita, este año también se agrega la polémica suscitada alrededor del país que oficiará como sede: el emirato de Qatar.
Con esta excusa,
desde Revista Jacobin conversamos con Pablo Alabarces, investigador argentino
especialista en estudios sobre el fútbol latinoamericano y la cultura popular.
Hablamos de fútbol, deporte y política, de la FIFA, Joseph Blatter y Gianni
Infantino, de Maradona y las contrafiguras de la cultura hegemónica del fútbol
internacional, pero también sobre cuánto de cierto hay en la creencia de que
este deporte ha devenido en una herramienta de dominación capitalista a nivel
mundial y de qué experiencias existentes podemos servirnos para pelear por
revertir esa situación.
Estamos a pocos
días de que comience un mundial de fútbol atípico: cinco meses más tarde de lo
habitual, en un país que carece de absolutamente cualquier tradición
futbolística, gobernado por una dictadura absolutista, mediado por un escándalo
de corrupción, además de estar impugnado por los principales colectivos de derechos
humanos del mundo.
Creo que no me
equivoco si digo que estamos frente a uno de los eventos deportivos de carácter
internacional más criticados de las últimas décadas. ¿Cómo llegamos hasta acá y
qué nos dice esto del estado del fútbol en tanto mercancía cultural global?
Con respecto a esa
definición, sí. Es muy factible que la Copa Mundial de Qatar sea el hecho más
escandaloso, más grotesco, desde que el fútbol se constituyó en una mercancía
global. Antes de eso, tenemos al mundial de 1978 organizado en Argentina. Y eso
ya lo dice todo. Los mundiales de fútbol masculino, dentro de todo, se habían
mantenido relativamente indemnes a los vaivenes políticos hasta el mundial
organizado en Argentina, que establece una complicidad grosera entre João
Havelange —presidente de la FIFA desde 1974 hasta 1988— y la dictadura
militar.Con hechos macabros como la cercanía entre el estadio de River Plate
(donde se jugó la apertura y la final de la copa) con el principal centro
clandestino de detención del país, la ESMA, y también con el escándalo que
envuelve el partido de fase de grupos entre la Argentina y el Perú.
De ahí en adelante
ya todos supimos que la FIFA es una institución corrupta y que el fútbol se
estaba transformando en una gigantesca mercancía global que se podía vender en
todo el mundo. En ese contexto, sí, que la copa del mundo se organice en Qatar
es consecuente con la historia reciente del fútbol global. Cabe hacer una
aclaración: el mundial anterior fue organizado en Rusia, que no era en ese
momento —ni es ahora— una democracia occidental progresista respetuosa de los
derechos de las minorías… la aprobación de la sede de Rusia estaba enlazada con
la aprobación de la sede de Qatar, lo que colocó bajo sospecha a ambos
mundiales.
Lo que ocurre es
que la sede qatarí sí destapa a una serie de cosas. Por un lado, las
incompatibilidades que describís en tu pregunta: una monarquía dictatorial
completamente irrespetuosa de todos los derechos humanos básicos y
especialmente de las nuevas generaciones de derechos, como los de género, a lo
que debemos sumar la explotación según parece desvergonzada, salvaje y animal
de una mano de obra casi esclava y la ausencia radical de una tradición
futbolística mínima. El mundial organizado en Sudáfrica en el 2010, por ejemplo,
significó el reconocimiento institucional de la existencia de una tradición
futbolística continental en África, algo similar a la Copa del Mundo organizada
en Corea del Sur y Japón en el 2002. Lo que ocurre en Medio Oriente, y en
particular en la península arábica, es diferente, ya que es muy discutible de
que allí exista algo similar a lo que podamos llamar una tradición
futbolística.
Ahora, fijémonos
que además la elección de Qatar como sede dispara todo el «recambio cosmético»
de la FIFA. A partir de Qatar cae toda la cúpula directiva latinoamericana de
la FIFA, algo que para mí no es un hecho de tristeza, más bien todo lo
contrario. Lo único que sí lamento es que [Julio] Grondona se haya salvado,
solamente gracias a que murió antes de poder ser encarcelado. Como señaló
Ezequiel Fernández Moores —en mi opinión, el mejor periodista deportivo de
Argentina— es bueno recordar que la cúpula latinoamericana de la FIFA se
derrumba producto de una conspiración contra la conspiración, en la que la
dirigencia latinoamericana cayó por una contraconspiración generada por el FBI
sencillamente para conseguir otra candidatura mundialista.
Por otro lado, que
se haya desplazado a Joseph Blatter para entronizar a Gianni Infantino y que, a
su vez, Infantino haya entronizado a Mauricio Macri como presidente de la
Fundación FIFA, no habla precisamente muy bien de la transparencia de la actual
administración del fútbol mundial. Pero este, más bien, es un fenómeno extenso.
Hoy el fútbol no es solo dirigencias corruptas; más bien el fútbol —Havelange
mediante— se transformó de una mercancía trasnacional exitosísima para
convertirse en una mercancía global. Ahí, toda la literatura coincide en que
fue con la Copa Mundial de 1990 organizada en Italia cuando el futbol adquirió
una dimensión verdaderamente global. En esa Copa del Mundo aparecen de forma
más directa los grandes capitales televisivos, con tres figuras clave: Silvio
Berlusconi, Rupert Murdoch y Bernard Tapie, y es cuando se presenta la
metodología de televisación de los partidos mediante el sistema Pay Per View
(PPV).
La novedad de este
siglo es una catarata de capitales que vienen de todos lados. Primero fueron
los rusos y ahora son principalmente los capitales árabes —entre los que se
cuentan los qataríes— los que están fluyendo hacia el fútbol europeo y que, con
metodologías de circulación non santas y por lo general ilegales, transforman
el mapa del fútbol global. Creo que todo esto es lo que se está poniendo en
escena en esta Copa del Mundo: corrupción, transformación en los flujos de
capital y el peso creciente de la televisión. Al menos desde inicios del siglo
veintiuno, este proceso ocurre a una velocidad muy aguda y en aceleración
constante. Dentro de todo este escenario, que la Copa del Mundo sea en Qatar,
es lo de menos. Qatar agrava un panorama que ya es grave de por sí.
Afiche de la
izquierda francesa llamando a boicotear la Copa del Mundo de 1978 en Argentina.
En tus textos sobre
fútbol sueles señalar que la clase política en América Latina está
absolutamente convencida de que existe una relación causal entre el éxito
deportivo y las victorias políticas, a pesar de que no hay ninguna evidencia
que nos permita llegar a esa conclusión. Si esto es tan evidente, ¿por qué
crees que esa idea persiste tanto entre las clases dominantes como entre la
opinión pública?
No solo no hay
evidencias a favor, sino que hay evidencias contrarias a esa tesis. Las clases
dominantes son siempre más inteligentes que las clases dominadas, y en base a
eso y a su poder basado en la acumulación de capital es que consolidan su
dominio, pero eso no las convierte en las clases más inteligentes. Vamos a
poner un ejemplo local que además persevera en el error, por decirlo de alguna
manera, que es el caso de Mauricio Macri. En su último libro Macri insiste en
plantear la asociación entre éxito deportivo y victoria deportiva en tanto
relación de causa-efecto, sin ningún tipo de matiz: «Soy lo que soy porque fui
presidente de Boca Juniors». Eso no ha sido fehacientemente demostrado en
ningún momento. No hay flujos electorales que puedan ser distribuidos en base a
los éxitos deportivos.
Hay, por el
contrario, una cosa que sí sucede: Macri transforma sus «éxitos deportivos»
(remarco las comillas) en éxitos de gestión, a pesar de que cualquier análisis
más o menos desapasionado encuentra la coincidencia de que Boca Juniors no fue
una empresa exitosa durante la presidencia de Macri, lo que lo convierte en un
gestor de capacidades al menos dudosas. Por no hablar de algo que nadie
recuerda —salvo yo, y me jacto de eso— y es que Macri presidió Boca Juniors y
durante sus doce años de gestión al frente del club negó sistemáticamente la
existencia de una «barra brava». A Macri le podemos reconocer un enorme éxito
argumental, considerando que la ciudadanía argentina decidió confiar en ese
enunciado y lo coronó presidente de la Argentina porque había dejado a Boca sin
«barra brava», un milagro increíble.
Quiero decir, Macri
cree en esa asociación entre éxito deportivo y victoria política. Y se erige,
se presenta a sí mismo, como prueba de esa asociación. Frente a esto, la
respuesta lógica de la clase política debería ser contestar ese argumento
explicando que no es así, que esa asociación no puede ser demostrada y que, por
lo tanto, es falsa. Y cuando digo que no puede ser demostrada digo que, veamos,
por ejemplo, las últimas copas mundiales en relación a la política argentina.
En 1986, la selección nacional ganó la Copa del Mundo, pero Raúl Alfonsín,
presidente en aquel momento, perdió las elecciones de medio término menos de un
años después. En 1990 la selección argentina perdió la final de la copa del
mundo, Carlos Menemse asoció a esa selección derrotada y eso no produjo
absolutamente nada en términos políticos. Nadie podría explicar el Plan de
Convertibilidad en base al desempeño deportivo de la selección argentina en
Italia.
En 1994 la
selección argentina quedó eliminada en el primer partido de la segunda ronda,
pero lo que genera eso es un fenómeno absolutamente autónomo cuando aparece la
figura de Diego Maradona politizándose. La figura de Maradona aparece como una
contrafigura, una figura de resistencia, en el contexto de la Marcha Federal de
1995 contra el menemismo. En el año 2002, que es el caso más gracioso, se dice
que el entonces gobernador de la Provincia de Santa Fe Carlos Reutemann le dijo
al entonces presidente Eduardo Duhalde que había que solucionar la cuestión del
«corralito» antes de la Copa del Mundo, ya que si además la selección quedaba
eliminada en primera ronda el país explotaba por los aires. Había, además, una
«contra-hipótesis», según la cual si Argentina ganaba el mundial de Corea-Japón
se solucionaban todos los problemas. La derrota impidió comprobarla, aunque sí
permitió comprobar la falsedad de la hipótesis original: no hubo ninguna
alteración del clima social y político con respecto a la situación previa a la
eliminación de la selección argentina.
Creo que ese
ejemplo, el de la Copa del Mundo del 2002, es el mejor para pensar en la
situación actual: el mundial ocurre muy lejos, con horarios insólitos y el país
sumergido en una enorme crisis (a pesar de que la situación en 2001 y 2002 era
en mi opinión incomparablemente peor que la situación actual). Pero postular
que hay algún tipo de relación entre lo que ocurra con la selección argentina y
la situación social y política significa desconocer la propia historia
argentina en relación al fútbol. Esa relación sencillamente no es posible.
Yo agregaría a esa
«ignorancia sociológica», por llamarla de alguna manera, otra tensión: la del
mito de la cortina de humo, una teoría en la que la clase dirigente también
cree, que dice básicamente que la copa mundial de fútbol genera un efecto de
distracción en la gente, gracias al que se puede hacer políticamente casi
cualquier cosa porque nadie se va a dar cuenta. Esa tesis no es compartida solo
por las clases dirigentes, sino que también es compartida por una enorme
cantidad de individuos de a pie que sostienen que a un montón de otra gente
(pero nunca a ellos mismos, ya que nunca nadie va a sentenciar la eficacia de
la cortina de humo desde su propia experiencia) es embaucada durante el mundial
por la dirigencia política, gracias al modo en que el evento opaca la
conciencia de la población. Esta tesis, por supuesto, también es insostenible.
Y quiero ser claro:
no es insostenible en términos argumentales. Es insostenible en términos
empíricos, y ese es el punto: es empíricamente insostenible. El caso más claro
es, de nuevo, el de la Copa del Mundo de 1978, donde no cabe absolutamente
ninguna duda de que la dictadura intentó usar al mundial de fútbol para generar
consenso social, eso sí está probado. Ahora bien, lo que no está probado es que
lo haya obtenido. Es más, muy poco después de la victoria argentina en el
mundial, en 1979, ocurre el primer paro general contra la dictadura. Entonces,
¿cuál es la idea de un consenso social cívico, militar y ciudadano que termina
produciendo un paro nacional y que supone un nuevo impulso de la resistencia
contra la dictadura? Por eso, digo, todo lo que estoy argumentando no es una
opinión, no es una hipótesis, es una cuestión empírica.
En Fútbol y patria
queda claro que las selecciones nacionales no representan a un país ni a todos
sus habitantes. Podríamos pensar que las selecciones nacionales representan, al
menos, al fútbol de esos países, pero esa propuesta choca con la paradoja de
que no hay ninguna gran figura del fútbol latinoamericano que, producto de la
globalización del fútbol, no haya migrado hacia Europa desde muy joven.
Recuerdo el ejemplo que pones de un relator argentino en el Mundial de 2002
describiendo a la selección argentina como «un seleccionado del Primer Mundo
representante de un país del Tercer Mundo». Pero si las selecciones nacionales
no representan ni a los países ni ya tampoco al fútbol de los países, ¿a quién
representan?
Las selecciones
nacionales representan a las asociaciones de fútbol de esos países. Está muy
bien el planteo, porque como nunca me había sucedido antes —y ahora opino como
futbolero y como espectador de mundiales desde 1970, no como sociólogo— debo
decir que esta es la primera vez que no puedo decir de qué club viene cada
jugador argentino, porque no lo sé. Sé con seguridad, en cambio, que Lionel
Messi no viene de ninguno. Ese es el caso más claro en el que no solo no se
produce el debut del jugador en la primera división argentina, sino que ni
siquiera hizo las divisiones inferiores en el país. En caso del arquero
argentino —Emiliano «Dibu» Martínez— es también llamativo: es la primera vez en
la que el arquero de la selección no jugó ni un solo partido en la primera
división del país. Esta tendencia viene de más atrás, pero antes, al menos,
podíamos trazar las trayectorias futbolísticas de los jugadores de la selección
dentro del fútbol local. Ahora, yo por lo menos, no puedo hacer eso.
Hay aquí un
fenómeno doble. Por un lado, un fenómeno de representación. ¿Qué representan
estos jugadores? Una asociación. Esto es muy habitual en el fútbol global. La
relación entre nacionalidad y selección nacional es cada vez más compleja,
porque toda Europa está reorganizada por lasentencia Bosman. El caso inglés es
muy notorio. En 1999 yo estaba haciendo mi doctorado en Inglaterra y recuerdo
una nota de tapa de The Guardian que señalaba en la previa del clásico
londinense entre el Arsenal y el Chelsea que solo tres de los veintidós
jugadores titulares eran jugadores ingleses, y de esto hace veinticinco años.
Quiero decir que estas transformaciones son muy viejas y no atañen solo a la
Argentina ni al fútbol de selecciones. El caso de Brasil, por ejemplo, es
bastante similar.
Entonces, ¿qué
representan? Sin duda, a sus asociaciones nacionales. Ahora bien, en tanto
mercancía, sí se sigue vendiendo que lo que se pone en juego, lo que
representan, son otros juegos de tradiciones, sentires y pesares. Eso se ve de
forma muy clara ahora, en la época de la publicidad mundialista —que para mí es
directamente una pesadilla— donde se ve un desborde patriotero más duro y agudo
que nos muestra cómo se nos intenta vender como mercancía una ficción según la
cual se naturaliza la relación entre la nación y la selección de fútbol: son
«los nuestros», somos «nosotros»… y digo nosotros acentuando la letra «o»,
porque se sigue tratando exclusivamente de varones; a pesar del crecimiento del
fútbol femenino, todavía cuesta la declinación inclusiva, por decirlo de alguna
manera. Porque, claro, este fútbol es de varones: son once varones y se recurre
a tradiciones masculinas, a relatos masculinos y a momentos masculinos, lo que
objetivamente pone todavía más en crisis a esa representación. No solo son
jugadores que no juegan en nuestro fútbol; son, además, varones que no
representan a una sociedad mucho más compleja y plural.
Y déjame hacer un
comentario adicional. Anoche miré la miniserie de Netflix sobre la victoria de
la selección argentina en la Copa América del año pasado, y la verdad es que es
de una mediocridad pavorosa, pero lo interesante es observar el hecho de que
estos jugadores ya no pertenecen a las clases populares argentinas. Ya no son
ni lúmpenes, ni desclasados, ni siquiera hijos de familias obreras; claramente
son todos hijos de las clases medias, que hablan con todas las limitaciones
intelectuales, culturales y enciclopédicas de las clases medias. Son hablados
por el lenguaje del periodismo deportivo y no salen de ahí.
En un momento del
documental se lo ve a Messi diciendo algo así como que a pesar de que la gente
dice que ellos tienen mucha plata y que viven en otro mundo, a ellos les pasa
lo mismo que a todo el mundo. Vos mirás eso y decís «yo lo mato». Messi tiene
el dinero para que vivan sin trabajar ni un día hasta sus tataranietos, y nos
dice que le pasan las mismas cosas que a nosotros… y, sin embargo, ahí está la
ficción de la representación, que es una ficción trabajada y pensada en los
términos mismos de la ficción, porque en eso se deposita el éxito de la
mercancía. Porque si la mercancía no vende adecuadamente esa ficción, ese
producto, fracasa, no existe más. Entonces hace falta que estos jugadores sean
presentados como gente común, es decir, como nosotros si supiéramos jugar al
fútbol. Fuera de eso, de que Dios no nos bendijo con ese talento futbolístico,
ellos son exactamente iguales a nosotros. Inclusive porque dicen las mismas
tonterías que decimos nosotros cuando hablamos de fútbol. Eso es parte de esa
ficción representacional.
El exfutbolista de
la selección francesa Liliam Thuram escribió que la victoria de la selección
francesa en el Mundial de 1998 ayudó de alguna manera a consolidar el
imaginario de una Francia inexorablemente multirracial (a pesar de que sigue
habiendo mucha gente, inclusive periodistas deportivos, que se esfuerzan por
remarcar el origen migrante de varios jugadores de la selección francesa).
¿Piensas que puede ser cierto? ¿O es más una expresión de deseo?
Es mentira, una
gran mentira. Inclusive, una mentira que explotó por los aires apenas seis años
más tarde en toda Francia con la sublevación de les banlieues. Ahí quedó
cabalmente demostrado que la supuesta integración multirracial francesa
rápidamente podía transformarse en un espiral de violencia racial y represión
estatal.
Hace algunos años
tuve el gusto de conocer a Christian Karembeu, jugador de la selección francesa
campeona de la Copa del Mundo de 1998. Le pregunté como trabajaron en el
vestuario esta contradicción entre la expectativa nacional y su propia posición
política, ya que Karembeu era, además de un gran futbolista, un militante por
la independencia de las colonias francesas en la Polinesia y contra las pruebas
atómicas (recordemos que Francia usaba a sus colonias en la Polinesia para
implosionar bombas atómicas y ver qué pasaba), y él me respondió de forma muy
clara. Me dijo que todos los jugadores de esa selección sabían que ganar la
Copa del Mundo inmediatamente multiplicaba el valor de cada uno de ellos en el
mercado, y que los llevaba directamente a ser contratados por los mejores
equipos del mundo, como el Real Madrid o el Manchester United. Esto quiere
decir que no jugaban por la patria, sino por ellos mismos. Este presunto valor
unificador de la sociedad francesa a través del fútbol fue, nuevamente,
falseado por la evidencia empírica.
A comienzos de 1999
yo estaba en Inglaterra, y estuve en la presentación de un libro en el que
colegas sociólogos vendían exactamente el mismo argumento sobre la nueva
Francia multicultural y multirracial evidenciada en el éxito futbolístico de la
Copa del Mundo de 1998. Seis años después, Francia se encontró frente a una
insurrección racial y con un Nicolas Sarkozy que como Ministro del Interior que
decretó el estado de urgencia y llamó a «limpiar las calles de la inmundicia».
¿De qué Francia multicultural y multirracial estamos hablando? Era falso. Una
ilusión.
Hagamos un
ejercicio de ficción. Supongamos que la selección argentina gana la Copa del
Mundo. Todo el mundo sale a la calle —cosa que yo también haría— y vamos todos
al Obelisco. Algunos irán a la Plaza de Mayo, y si algunos van a la Plaza de
Mayo no tengas dudas de que Alberto y Cristina van a estar a los codazos para
ver quién sale primero al balcón de la Casa Rosada. Ahora bien, los que vayan a
la Plaza de Mayo van a ser los menos, ya que saben que se van a encontrar,
justamente, con Alberto y Cristina, así que nosotros vamos para el Obelisco.
Ahí encontramos a dos millones de personas festejando. De forma inmediata todas
las tapas de los diarios, de los portales de noticias, todos los sitios web van
a decir que esa es la «unidad nacional».
Pero seamos claros:
un mundial de fútbol masculino no va a reconciliar a una sociedad que está
partida por múltiples líneas de fuerza económicas, políticas, sociales y
raciales que son muy duras. Estas fracturas son cada vez más radicales, diría
hasta más fascistas inclusive. ¿Alguien puede creer que un título mundial de
fútbol puede reconciliar a las terribles fracturas que permitieron, entre otras
cosas, el reverdecer de un racismo decimonónico en Argentina? ¿El fútbol va a
hacer eso? No lo creo.
Cuando analizas la
figura de Messi, notas que los héroes futbolísticos actuales pueden ser héroes,
pero que no pueden ser nacionales. En un sentido antitético alo que
representaba Diego Maradona, parecen ser ídolos o bien despolitizados o bien
que impiden la politización de sus figuras. En ese sentido, ¿te sorprendió el
apoyo de buena parte de la selección de Brasil a Jair Bolsonaro?
No, la verdad es
que no me sorprendió. Creo que hay un dato previo que tenemos que tomar en
cuenta, y es el evangelismo. El peso del evangelismo en el fútbol brasileño es
descomunal, y creo que es lo que acá funciona como mediador entre los
futbolistas y sus posiciones políticas. No les digo esto a mis amigos
brasileños porque son progresistas, pero creo que les hace mal el fantasma de
la Democracia Corinthiana. Siguen pensando que Sócrates, lector de Gramsci, que
organizó al equipo en 1982 en una lucha contra la dictadura, sigue siendo el
faro de referencia. Ahora en Brasil el faro de referencia de los futbolistas es
la organización neopentecostal Atletas de Cristo, que tiene más de treinta años
y que hizo una tarea descomunal de evangelización en el fútbol brasileño. Creo
que este es un mediador mucho más eficaz que explica el apoyo de los
futbolistas de la selección de Brasil a Jair Bolsonaro.
En Argentina, en
cambio, me animaba a decir hasta hace un tiempo que lo que primaba dentro del
fútbol era la frase de «nunca me metí en política, siempre fui peronista».
Últimamente eso ha cambiado, justamente porque el peso de Mauricio Macri y de
mucha gente que lo rodea en el mundo del fútbol provocó bastante fisuras al
respecto. Recordemos que Carlos McAllister, exfutbolista de la selección
argentina, fue funcionario del gobierno de Macri, lo que me hace dudar mucho de
que su hijo Alexis, actual jugador de la selección argentina, se proclame
kirchnerista. Messi, por otro lado, ha evitado minuciosamente cualquier tipo de
afirmación política local, regional, latinoamericana o mundial. No sabemos, por
ejemplo, si apoya o no la invasión rusa a Ucrania, mirá lo que te digo.
En referencia a
esto último, los deportistas de élite que tuvieron manifestaciones políticas de
izquierda enfrentaron importantes consecuencias. Fuera del fútbol, el caso de
Colin Kaepernick, jugador de la NFL que en 2016 se arrodilló para protestar
contra la violencia racial y luego fue vetado y obligado a terminar su carrera como
deportista, parece ser significativo. ¿Puede un deportista de élite
posicionarse abiertamente como simpatizante de la izquierda?
Existe esa
posibilidad. Y creo que se puede ver mejor del lado de las mujeres, con figuras
como Megan Rapinoe, una feminista radical, progresista y antirracista que
lidera la selección de fútbol femenino multicampeona de los Estados Unidos. No
conozco el tema con tanta minucia, pero el fútbol femenino se declaró feminista
y militante, lo que le valió mucho éxito, pero también muchas críticas. Pienso
en la figura de Macarena Sánchez en Argentina, que se desempeñó como Secretaria
Nacional de Juventudes y ahora funge como Subsecretaria Nacional de
Fortalecimiento Deportivo.
Es verdad que a los
deportistas varones les cuesta más, pero también es justo decir que se
enfrentan a una represión mucho más dura. Un deportista de élite politizado no
es necesariamente una buena mercancía; es más bien, en principio, una mala
mercancía, ya que las mercancías globales necesitan buscar a la mayor cantidad
de consumidores posibles, y las posiciones políticas recortan esos
consumidores, por decirlo de alguna manera.
Esto lo dije varias
veces en relación al caso de Diego Maradona. El apoyo a su figura no siempre
fue unánime. Siempre cortó a la sociedad en términos políticos y, más
recientemente, lo hizo en términos de género. Los posicionamientos políticos no
son buenos para un régimen mercantil, y menos para el régimen mercantil que
organiza la sociedad espectacular del deporte. Ahora bien, excepciones siempre
hay, y son excepciones quizás porque se vuelven ruidosas por ese carácter
excepcional. Pienso en los casos de Rapinoe y Kaepernick, pero también en los
de Eric Cantona o del mismo Karembeu. Esas excepciones existen, pero también
hay que señalar que tanto la FIFA como las demás asociaciones de fútbol
prohíben y penalizan ese tipo de manifestaciones. Hay varios casos en los que
la policía o algún comisario deportivo impiden a los hinchas de un club exhibir
banderas que se solidaricen con alguna causa social o política, lo que habla
del carácter complemente antidemocrático de esos aparatos institucionales que
no respetan ni siquiera una libertad tan básica como la de expresión.
Entonces hay que
ser una figura con mucha potencia como para poder plantarse y decirle a las
asociaciones que todas sus prohibiciones importan un cuerno, y jugársela por
los derechos de las minorías, por ejemplo. En el fútbol argentino, organizado a
través de la homofobia, veo muy difícil que sus principales figuras salgan a
reivindicar los derechos a las minorías sexuales. Me sorprendería mucho y muy
gratamente, y estoy dispuesto a dejarme sorprender, pero no soy optimista.
Megan Rapinoe se
arrodilla durante el himno nacional de EE.UU. para mostrar su solidaridad con
Colin Kaepernick. (Foto: Kevin C. Cox vía Getty Images)
En Historia mínima
del fútbol en América Latina remarcas que pensar en una historia común del
fútbol latinoamericano implica la decisión intelectual de construir algo que no
existe, ¿a qué te refieres?
Existe un fútbol en
América Latina, pero hablar de fútbol latinoamericano ya es bastante más
complicado. Hay límites geográficos y también institucionales. Por ejemplo, hay
dos organizaciones de fútbol en el continente —la CONMEBOL y la CONCACAF— en la
que una de ellas incluye al norte anglosajón del hemisferio. Un fútbol
latinoamericano debería ser uno en el que la Copa América se disputara entre
todos los países de América Latina, desde México hasta Chile y Argentina. Pero
la relación entre el fútbol mexicano y el fútbol sudamericano fue siempre
compleja y difícil, por no decir lejana. Recién a partir de la década de 1970
comienza un flujo de futbolistas sudamericanos hacia México, que incluye a los
directores técnicos. El fútbol mexicano y los mexicanos admiran al fútbol de
Argentina y Brasil, pero les queda demasiado lejos, lo que impide que se
construyan relatos de identificación más profundos.
Si uno aislara a
Sudamérica podríamos llegar a encontrar una integración más fuerte, porque los
flujos son más antiguos, tiene un siglo de historia compartida. Argentina y
Uruguay jugaron el primer partido oficial en 1902, hace 120 años, es mucho. La
Copa América se jugó por primera vez en 1916, más tiempo del que tiene
funcionando la UEFA. Entonces sin dudas hay relaciones, pero en última
instancia el futbol de cada país funciona de manera aislada. Uno puede producir
unidad, un relato relativamente unificado y coincidente, y sería relativamente
fácil hacer una historia conjunta del fútbol rioplatense, pero con eso no
decimos argentino y uruguayo, ya que ambos casos fueron profundamente
metropolitanos. Y así encontramos una serie cada vez más grande de diferencias.
El hecho de que el
fútbol de Brasil se organice a partir del doble eje entre Rio de Janeiro y San
Pablo lo revela de una forma muy distinta al de Buenos Aires y Montevideo. En
el caso chileno, Valparaíso y Santiago aparecen como la evidencia de una
disputa más amplia entre le puerto y la capital, y muestra cómo no paran de
emerger diferencias. Por eso cuesta mucho encontrar coincidencias; nos
enfrentamos con la necesidad de inventarlas como la última posibilidad de
generar un relato unificado.
Para colmo, a las
tradiciones de oposición clásicas entre Argentina y Uruguay, Uruguay y Brasil,
Brasil y Argentina, se le van adosando otras, como entre Colombia y Argentina,
Chile y Perú, Perú y Ecuador, generando nuevos puntos de disidencia. Ahí es que
Maradona, primero, con muchas críticas y resistencias, fue llorado en todo el
continente y se establece como punto de unificación. La admiración por Messi,
por otro lado, es directamente continental. Yo mismo he visto a una ciudad de
Cali completamente paralizada por un partido de Champions League del Barcelona,
una cosa verdaderamente insólita… pero son excepciones. La otra gran excepción
es justamente el caso fantástico y excepcional en el que el mejor equipo de
Europa —y seguramente del mundo— estuvo protagonizado por una delantera
integralmente latinoamericana: Messi, Suárez y Neymar. Duró apenas dos años y
no se volvió a repetir. Es un caso único.
Hay un breve texto
de Terry Eagletonescrito en la previa del Mundial de Sudáfrica en 2010 donde
sostiene que el fútbol se ha convertido en una herramienta para la dominación
capitalista y que nadie que quiera un cambio radical puede eludir la necesidad
de abolirlo, aunque la paradoja reside en que esto es políticamente imposible.
¿Es el fútbol un aliado de las clases dominantes?
No necesariamente.
En buena parte, mi trabajo sobre los hinchas y las hinchadas de fútbol me ha
llevado a pensar que hay que desempolvar la categoría de alienación. En ese
sentido, diría que Eagleton tiene razón, pero en otro sentido también diría que
exagera. Para contrarrestar esa cita te diría que Raymond Williams dijo que la
televisión se había inventado solamente para transmitir fútbol, y que solo por
eso ya valía la pena.
No creo que el
fútbol sea una herramienta de dominación, porque si lo creyera estaría diciendo
que creo en la teoría del fútbol como cortina de humo. Sí creo que hay que pasar
el plumero a la categoría de alienación y volver a ponerla en juego, pero no
como una estructura social totalizante. No es que el fútbol opaca la
comprensión de las relaciones sociales estructurales o que impide la
comprensión del carácter de las relaciones materiales, sino que el fútbol como
práctica hinchística aliena la compresión de tu propia práctica. El hecho de
que vos puedas desear la muerte del otro en un estadio de fútbol quiere decir
que ahí tenemos un problema.
Pero, por otro
lado, también tenemos el fenómeno del surgimiento de las hinchadas
antifascistas, principalmente en América Latina. Ha surgido una militancia de
izquierda, progresista, que a pesar de todos los problemas de definición que
tienen las izquierdas en el siglo XXI, se definen así mismas como
antifascistas. La semana pasada, hinchas del Atlético Mineiro salieron a la
calle a disolver los cortes de ruta organizados por los sectores más
radicalizados de la ultraderecha bolsonarista. En Colombia, las hinchadas
antifascistas estuvieron en la primera línea durante el Paro Nacional en 2021.
En Chile las hinchadas antifascistas estuvieron presentes en el estallido
social. Hay algo nuevo en esta participación de las hinchadas en movilizaciones
políticas contestatarias y rebeldes.
Lo que ocurre es
que, a diferencia de lo que pasa en Europa, y en particular en Europa del este,
donde los grupos de hinchas organizados están dominados por el neonazismo, el
antisemitismo y el racismo, en América Latina eso no ocurrió nunca. No hay
casos de hinchadas fascistas; por el contrario, ha surgido —con todas sus
dificultades y contradicciones— un fenómeno inverso. Insisto: una pelea entre
hinchas es impensable si no usas una categoría como la de alienación, pero que
surjan estos movimientos militantes antifascistas nos dicen que no todo está
perdido, por decirlo de alguna manera.
Para terminar,
déjame sacarte del fútbol. En tu libro Pospopulares cuentas una anécdota muy
divertida sobre un debate en la década del 80 sobre el cambio curricular en la
carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires: una crítica lapidaria de
Jorge Luis Borges al programa de reforma que mostró los problemas de pensar las
culturas populares desde la academia. ¿Es posible conocer lo popular desde la
academia o lo que prima es el desencuentro entre ambos ámbitos?
La academia
latinoamericana ha tenido históricamente unos problemas descomunales con el
mundo popular: de rechazo, de distancia, de incomprensión… en algunos casos, se
vio obturada incluso por cierto pánico antipopulista. Para mí eso fue muy claro
desde que comencé a estudiar estos temas. Creo que esto implica,
fundamentalmente, un problema político. La cuestión central es que no se puede
construir una política popular y democrática en América Latina sin conocer el
mundo popular. Esto nos lo enseñó Gramsci en las observaciones sobre el
folclore. Si uno no conoce el sentido común popular, la filosofía popular, si
uno no entiende que ahí hay concepciones del mundo y de la vida complejas,
fragmentarias, distintas e incluso opuestas a las dominantes… que son
asistemáticas, precarias y cambiantes, pero que existen, si uno no conoce ese
mundo popular no hay modo de construir una política transformadora o una
política revolucionaria.
Por supuesto,
existe un riesgo populista y es que una vez que conoces a ese mundo, lo
festejas y se acabó. Eso no está bien. Quiero decir, se festeja, pero también
debemos apuntar a transformarlo, y en ese sentido soy ortodoxamente gramsciano.
Pero lo primero siempre es conocer ese mundo popular que es, por lo general, o
bien despreciado o bien proyectado en el propio deseo del observador, en cómo
nos gustaría que fuera el mundo popular. Uno debe conocer el mundo popular tal
cual es a los efectos de poder transformarlo en otra cosa; en una conciencia de
sí y en una construcción contrahegemónica.
Sobre el
entrevistador:
[1] Leonardo
Frieiro es politólogo por la Universidad de Buenos Aires, magíster en Estudios
Internacionales y becario doctoral del CONICET en el área de la teoría
política. Fundador de Espartaco Revista y colaborador de Revista Jacobin.
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