lunes, 21 de noviembre de 2022

EL DÍA QUE SE ACABÓ TWITTER

 

EL DÍA QUE SE ACABÓ TWITTER

Elon Musk ha puesto en peligro la red social de intercambio de pareceres Twitter.

PABLO ELORDUY

Como tantas otras personas, entré en Twitter con una idea completamente errónea sobre para qué servía. Fue en 2011. Quise pedirle al autor de una foto permiso para utilizarla. Nunca me dio permiso, nunca me contestó y o encontré otra foto o descarté el artículo. Qué sé yo. Luego tuvo lugar la movilización del 15M en Madrid y descubrí que Twitter servía para otras cosas: enterarte de dónde era una protesta que todo el mundo esperaba pero que se había convocado solo unos minutos antes, enterarte de lo que pasaba en otras plazas, impulsar un Trending Topic por las risas o para tratar de romper la burbuja —entonces nadie usaba esa palabra— en la que nos encontrábamos los mismos once cabrones de siempre.

 

Así que era una red social con alguna utilidad, mucho más que Facebook, que solo servía para localizar a gente a la que no te apetecía demasiado ver. Era una red con menos usuarios pero con mucha más velocidad que las demás. Enganchaba la sucesión accidentada, random —esta es otra palabra que no se habría hecho popular sin Twitter—, de contenidos serios, de memes y de noticias. Enganchaba la contemplación del enjambre moviéndose hacia temas tan inopinados como la vulcanología, la convivencia de tres jóvenes durante el covid, la verdadera personalidad de la máxima autoridad del Partido Socialista Obrero Español, el machismo de las letras de reguetón (¿o era el feminismo?), el vídeo de Lopera salvando el Betis y el recuento electoral en un condado estadounidense, en un movimiento tan errabundo como el juicio de quienes pasaban horas haciéndose pasar por expertos de estos y un flujo inagotable de temas. Enganchaban, sobre todo, las pequeñas descargas de dopamina que significaba cada nueva notificación, cada seguidor, cada interacción. Vamos a tirar labia pa' ver si ganamos.

 

Adapté mi escritura, mi forma de comunicar, mis bromas y mis esquemas mentales a Twitter. Pero sobre todo, trabajé (gasté) horas en su página porque no era el único que estaba llevando a cabo ese proceso de adaptación. Las noticias estaban en Twitter, las fuentes estaban en Twitter, los giros de guion se anunciaban allí antes que en ningún sitio, el material que quedaba de todo esto se movía (se leía o no) según la aceptación que conseguía ahí. Toda o casi toda la profesión estaba en el mismo trance. Y una por una todas las profesiones tenían su momentito de gloria, eran llamadas a participar con su saber experto, su papanatismo o sus memes. Cualquier aportación era bienvenida en la hoguera de campamento del burnout colectivo.

 

Pronto quedó claro que Twitter no era una red autogestionada —aunque los espejismos digitales de 2011 parecían abrir la posibilidad de un espacio de ese tipo— y finalmente quedó también claro que era poco democrática o que su democracia estaba trucada: el apartado tendencias dejó de expresar de lo que se hablaba en Twitter para plasmar aquello de lo que Twitter quería que se hablase. Las cronologías temporales fueron arrinconadas a favor de una disposición con que el algoritmo premiaba a quienes hacían el uso más intensivo de la herramienta. El mercado se había impuesto y no había nadie ante quien protestar.

 

Lo que había sido una red horizontal de intercambio de pareceres se transformó en un medio de comunicación masivo en el que el mayor capital cultural, social, erótico y económico se imponía como una fina lluvia por encima de la retórica y las posibilidades de la horizontalidad. Eso sí, permanecía la imprevisibilidad y la sensación de aceleración, dos características que, combinadas, creaban el scroll infinito: la búsqueda eterna del nuevo estímulo. De la ira a la risa, con el objetivo de la dopamina de un nuevo like, o desde la constatación de que aunque te aburres algo tiene que pasar. Era divertido, era triste, era hilarante e indignante, hacías colegas, odiabas un rato, era gratis y costaba mucho, a veces hasta relaciones de pareja: cierra el Twitter ya, hombre.

 

Twitter funcionaba idealmente: había creado un código que funcionaba de manera orgánica, era difícil desengancharse pese a que pronto fueron visibles los efectos que estaba creando en sus usuarios: ansiedad, búsqueda constante de atención, delirios de grandeza. Y en eso llegó un multimillionario estafador —valga la redundancia— con tendencia a la egomanía, que atesora en un nivel alucinante todos los vicios que produce Twitter en sus usuarios: ansiedad, búsqueda de casito, soberbia, ganas de ver el mundo arder.

 

Ayer, alguien dijo que la máquina de trinar se acababa. La crisis a cámara rápida de la red social desde que el estrafalario multimillonario Elon Musk ha comprado Twitter está a punto de llevar al apagón, dicen que para crear otro Twitter. La sospecha ha generado contenidos y nuevos gadgets para poner a salvo los caudales de información depositados ahí dentro. Hay un poco de pánico: tantas horas echadas para acumular capital social, cultural, erótico y económico pueden desaparecer con un chasquido. Un poco de negación —el meme de los músicos del Titanic tocando después de chocar con el iceberg— y las mismas bromas de siempre. Como todo en Twitter, el efecto publicitario de un posible cierre es una excusa para un enganche a otro serial. Cantamañanas, memes, opiniones, despistes, lo mismo siempre, lo de todos los días, pero esta vez con aroma, algo impostado, al último día del campamento. Nadie piensa que Twitter se vaya a acabar hoy pero tendría gracia que lo hiciera. La gran broma final sería que se acabara de repente y todo el timeline se perdiera la reflexión perfecta, la ocurrencia más brillante, el meme definitivo.

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