EL DÍA QUE SE ACABÓ TWITTER
Elon
Musk ha puesto en peligro la red social de intercambio de pareceres Twitter.
PABLO ELORDUY
Como tantas otras personas, entré en Twitter con una idea completamente errónea sobre para qué servía. Fue en 2011. Quise pedirle al autor de una foto permiso para utilizarla. Nunca me dio permiso, nunca me contestó y o encontré otra foto o descarté el artículo. Qué sé yo. Luego tuvo lugar la movilización del 15M en Madrid y descubrí que Twitter servía para otras cosas: enterarte de dónde era una protesta que todo el mundo esperaba pero que se había convocado solo unos minutos antes, enterarte de lo que pasaba en otras plazas, impulsar un Trending Topic por las risas o para tratar de romper la burbuja —entonces nadie usaba esa palabra— en la que nos encontrábamos los mismos once cabrones de siempre.
Así que era una red
social con alguna utilidad, mucho más que Facebook, que solo servía para
localizar a gente a la que no te apetecía demasiado ver. Era una red con menos
usuarios pero con mucha más velocidad que las demás. Enganchaba la sucesión
accidentada, random —esta es otra palabra que no se habría hecho popular sin
Twitter—, de contenidos serios, de memes y de noticias. Enganchaba la
contemplación del enjambre moviéndose hacia temas tan inopinados como la
vulcanología, la convivencia de tres jóvenes durante el covid, la verdadera
personalidad de la máxima autoridad del Partido Socialista Obrero Español, el
machismo de las letras de reguetón (¿o era el feminismo?), el vídeo de Lopera
salvando el Betis y el recuento electoral en un condado estadounidense, en un
movimiento tan errabundo como el juicio de quienes pasaban horas haciéndose
pasar por expertos de estos y un flujo inagotable de temas. Enganchaban, sobre
todo, las pequeñas descargas de dopamina que significaba cada nueva
notificación, cada seguidor, cada interacción. Vamos a tirar labia pa' ver si ganamos.
Adapté mi
escritura, mi forma de comunicar, mis bromas y mis esquemas mentales a Twitter.
Pero sobre todo, trabajé (gasté) horas en su página porque no era el único que
estaba llevando a cabo ese proceso de adaptación. Las noticias estaban en Twitter,
las fuentes estaban en Twitter, los giros de guion se anunciaban allí antes que
en ningún sitio, el material que quedaba de todo esto se movía (se leía o no)
según la aceptación que conseguía ahí. Toda o casi toda la profesión estaba en
el mismo trance. Y una por una todas las profesiones tenían su momentito de
gloria, eran llamadas a participar con su saber experto, su papanatismo o sus
memes. Cualquier aportación era bienvenida en la hoguera de campamento del
burnout colectivo.
Pronto quedó claro
que Twitter no era una red autogestionada —aunque los espejismos digitales de
2011 parecían abrir la posibilidad de un espacio de ese tipo— y finalmente
quedó también claro que era poco democrática o que su democracia estaba
trucada: el apartado tendencias dejó de expresar de lo que se hablaba en
Twitter para plasmar aquello de lo que Twitter quería que se hablase. Las
cronologías temporales fueron arrinconadas a favor de una disposición con que
el algoritmo premiaba a quienes hacían el uso más intensivo de la herramienta.
El mercado se había impuesto y no había nadie ante quien protestar.
Lo que había sido
una red horizontal de intercambio de pareceres se transformó en un medio de
comunicación masivo en el que el mayor capital cultural, social, erótico y económico
se imponía como una fina lluvia por encima de la retórica y las posibilidades
de la horizontalidad. Eso sí, permanecía la imprevisibilidad y la sensación de
aceleración, dos características que, combinadas, creaban el scroll infinito:
la búsqueda eterna del nuevo estímulo. De la ira a la risa, con el objetivo de
la dopamina de un nuevo like, o desde la constatación de que aunque te aburres
algo tiene que pasar. Era divertido, era triste, era hilarante e indignante,
hacías colegas, odiabas un rato, era gratis y costaba mucho, a veces hasta
relaciones de pareja: cierra el Twitter ya, hombre.
Twitter funcionaba
idealmente: había creado un código que funcionaba de manera orgánica, era
difícil desengancharse pese a que pronto fueron visibles los efectos que estaba
creando en sus usuarios: ansiedad, búsqueda constante de atención, delirios de
grandeza. Y en eso llegó un multimillionario estafador —valga la redundancia—
con tendencia a la egomanía, que atesora en un nivel alucinante todos los
vicios que produce Twitter en sus usuarios: ansiedad, búsqueda de casito,
soberbia, ganas de ver el mundo arder.
Ayer, alguien dijo
que la máquina de trinar se acababa. La crisis a cámara rápida de la red social
desde que el estrafalario multimillonario Elon Musk ha comprado Twitter está a
punto de llevar al apagón, dicen que para crear otro Twitter. La sospecha ha
generado contenidos y nuevos gadgets para poner a salvo los caudales de
información depositados ahí dentro. Hay un poco de pánico: tantas horas echadas
para acumular capital social, cultural, erótico y económico pueden desaparecer
con un chasquido. Un poco de negación —el meme de los músicos del Titanic
tocando después de chocar con el iceberg— y las mismas bromas de siempre. Como
todo en Twitter, el efecto publicitario de un posible cierre es una excusa para
un enganche a otro serial. Cantamañanas, memes, opiniones, despistes, lo mismo
siempre, lo de todos los días, pero esta vez con aroma, algo impostado, al
último día del campamento. Nadie piensa que Twitter se vaya a acabar hoy pero
tendría gracia que lo hiciera. La gran broma final sería que se acabara de
repente y todo el timeline se perdiera la reflexión perfecta, la ocurrencia más
brillante, el meme definitivo.
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