HABLEMOS DE CATAR
Tenemos
argumentos de sobra para denunciar la represión del país árabe contra
migrantes, homosexuales y mujeres. Eso sí, es más fácil hacerlo desde la
comodidad de la lejanía y olvidar las barbaridades que se cometen aquí
GERARDO TECÉ
Marlaska, gestión fronteriza
La crítica, como la fisioterapia, si no duele un poco no sirve de mucho. Estos días nos indignamos. Criticamos, con razón, una dictadura machista, homófoba, clasista y ultrarreligiosa que ha conseguido, gracias a un mundial de fútbol, que la sociedad occidental recuerde durante un rato la importancia de los Derechos Humanos. Nos indignamos al unísono con aquella cultura lejana. El votante de Vox y el de Podemos son capaces de ponerse de acuerdo ante la evidencia: Catar es un puñetero asco. Es una crítica cómoda, televisada y con fecha de caducidad, cuando pase el mundial hablaremos de otra cosa. Bien lo sabe el exprometido de Tamara Falcó. El tipo le puso los cuernos a la pobre muchacha a días de la boda. ¿Quién puede no estar de acuerdo en que es un cabrón y que en Catar se pasan los Derechos Humanos por el forro?
Si en lugar de ser
un producto de entretenimiento condenado a caducar en cuanto acabe el mundial,
el respeto a los Derechos Humanos fuese un asunto que de verdad nos tomáramos
en serio, la crítica a su vulneración pasaría a ser inmediatamente un asunto
muy incómodo. Si nos preocupase cómo evolucionan los derechos de las mujeres en
aquel lugar del mundo, tendríamos que hacer el incómodo ejercicio de recordar
que vivimos en un país en el que gran parte de la población conoció una
dictadura que catalogó a la mujer como persona de segunda. No hace tanto, en el
terreno que pisamos, la mujer debía pedirle permiso al marido para poder viajar
o para tener acceso al dinero. Éste podía, hace cuatro décadas, como en Catar
hoy, golpearla si lo consideraba oportuno y ella no tenía derecho a largarse
porque largarse era un delito castigado. También sería incómodo recordar que
una parte de este país defiende, a día de hoy, mientras se disputan partidos
del mundial de Catar, que los responsables de condenar a las mujeres a la
sombra sigan siendo homenajeados en estatuas, callejeros y plazas.
Si queremos hablar
de represión contra los homosexuales, también debería ser incómodo hacerlo desde
un país en el que a buena parte de la población le sigue molestando días como
el del Orgullo. Que se vayan a la Casa de Campo, defendía hace poco la lideresa
espiritual de una derecha española que años antes recurrió en los tribunales
que las personas del mismo sexo tuvieran los mismos derechos civiles que el
resto. No hace tanto de aquellas manifestaciones masivas de la mano de
ultrarreligiosos que aseguraban que los derechos de los homosexuales ponían en
peligro a las familias y, por tanto, a la sociedad. Aquello no sucedió en
Catar, sino aquí, donde quienes podrían formar parte del gobierno en un futuro
cercano siguen considerando que los homosexuales son un lobby peligroso contra
el que hay que luchar. Es cierto que desde hace años aquí ya no los encarcelamos.
Pero si el argumento es simplemente ese, entonces el debate quizá debería ser
el tiempo correcto que debe tardar una sociedad en aceptar una realidad diversa
o cuál es el nivel aceptable de homofobia para considerarte una sociedad que
puede dar lecciones.
No sé de qué
estaríamos hablando si la policía catarí reprimiese una entrada de trabajadores
extranjeros machacándolos en una valla como la de Melilla
Podemos hablar de
que los estadios de Catar han sido construidos a base de trabajadores extranjeros
usados como mano de obra esclava, por supuesto. Esto ha sucedido. Pero, ¿no
sería más interesante que los programas de televisión que nos muestran las
condiciones infrahumanas de quienes allí trabajan se pasasen un día por un
lugar más cercano como los campos de Huelva? Podrían comprobar si es cierto
aquello que señaló el relator de la ONU en España: “La situación de los
recolectores de la fresa en Huelva es peor que en un campo de refugiados”. Algo
que parece complicado que suceda, vista la reacción de los medios españoles
cuando la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, anunció inspecciones: alinearse
con los empresarios que propiciaban esta situación. Hablar de los derechos
laborales de Catar es más sencillo. Y no sólo por la lejanía. Tampoco verán ustedes
programas especiales sobre derechos laborales ni condiciones de trabajo en el
Bangladesh que nutre la cuenta corriente de San Amancio Ortega. A propósito. Es
muy chocante que desde aquí se denuncie que los trabajadores extranjeros en
Catar son utilizados como mano de obra de usar y tirar cuando ese, y no otro,
es el programa electoral de la fuerza de ultraderecha que lleva años siendo
aupada a La Moncloa por esos mismos medios.
Si hablamos de
represión en Catar, por supuesto que tendríamos argumentos para denunciar las
barbaridades que se cometen. Eso sí, en este caso también sucede que es mejor
hacerlo desde la comodidad de la lejanía. No sé de qué estaríamos hablando si,
mientras rueda el balón, la policía de la rica Catar reprimiese una entrada de
trabajadores extranjeros disparándoles mientras van a nado o machacándolos en
una valla como la de Melilla. No se me ocurre cuál sería el nivel de
indignación si, a pesar de lo que mostrasen las imágenes, el terrible gobierno
de Catar asegurase que toda la muerte que ven sus ojos ha sido una actuación de
lo más necesaria y ejemplar. Si nos preocupan de verdad los Derechos Humanos,
hablemos de todo esto. Si es solo de boquilla, mejor hablemos de Catar.
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