NO HAY UMBRALES PARA LA DIGNIDAD
CARLOS MARTÍN BERISTAIN
Un miembro de las
fuerzas de seguridad marroquíes conduce desde suelo español a uno de los
migrantes que lograron saltar la valla de Melilla. -Javier Bernardo
La condición de extranjería es una construcción social a mitad de camino entre los procesos grupales, de lo que se considera parte de "mi grupo" y de los que no lo son, el "exogrupo", y también de la construcción del Estado nación. La tendencia a ver y reforzar las cosas buenas de mi grupo de referencia y a ver los defectos del "exogrupo" parece una tendencia bastante universal. El extranjero, el migrante, la exiliada, son siempre parte de ese "otro".
Ana Penchaszadeh,
investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de
Argentina (Conicet), habla de dos umbrales que forman parte de esta condición.
El umbral de expulsabilidad mide cuándo la hospitalidad deja de serlo
radicalmente. Te echan. En las fronteras se juega el primer asalto de ese
combate, aunque siempre queda luego una amenaza latente. Pero hay otras formas
de no aceptar al otro, como la marginación o el desprecio, el racismo o la
discriminación. La expulsión es tanto una pena para el migrante como un factor
de cohesión para sus responsables. El otro umbral es el de la integración, el
del ser parte de una comunidad, pero donde también hay un impacto de las
fronteras internas con la sociedad en las que puedes quedarte.
La xenofobia es lo
que permite que el umbral de la expulsabilidad ande cada vez más bajo en el
mundo. En las imágenes de la valla de Melilla entre España y Marruecos donde en
el mes de junio murieron asfixiados 23 refugiados sudaneses, el umbral de
expulsabilidad está en puntos negativos: te echan antes de que puedas llegar, y
la discusión es si el territorio donde pasó todo es una franja en la que el
socorro a los heridos lo debe hacer uno u otro país. Lo único que sabemos de
esto es que el sufrimiento fue compartido, y la falta de atención también. Las
expulsiones en caliente violan el principio fundamental de la Convención del
Refugiado de 1951. Su propio nombre es ya una justificación, como si eso no
estuviera fríamente calculado.
Aunque no es la
única que sabe hacerlo, porque este es un mal contagioso, la ultraderecha es
experta en manipular estos umbrales, haciendo que la expulsabilidad sea parte
de una política en donde lo que se integra es el propio grupo, lo que define el
término de un "nosotros" en donde no cabe África subsahariana o
Haití, o la Colombia herida por la guerra o la Venezuela expulsada por la
crisis humanitaria. Estos serán debates
que aumentarán en las próximas décadas, donde las desigualdades sociales y las
guerras llevan a migraciones forzadas que tratan de desafiar esa brecha. El
Darién en Colombia o cualquiera de las orillas del Mediterráneo, la verja de
Melilla o el muro de Arizona y Texas, las alambradas en Hungría o en Turquía
son barreras para lo indefendible. Países enteros destruidos como Libia tienen
ahora campos de concentración para migrantes esclavizados, donde se negocia la
plata para que puedas vivir o poder volver a intentarlo, aunque la plata haya
que traerla desde Gambia.
Si fuéramos a la
mitología, el migrante o refugiado sería la víctima que se sacrifica en el
altar de la seguridad o de la identidad colectiva. La condición de considerar
al otro en su extranjería lleva en el ADN la xenofobia, como una molécula que
se activa en crisis económicas o políticas, que se usa para aumentar el
discurso de la amenaza que aglutina sociedades en base al miedo. Quien se
dedica a estudiar la migración sabe que no es solo la xenofobia, el miedo al
extranjero, sino eso que llamamos interseccionalidad, en la que las diferentes
capas de ser mujer o negra se juntan en el núcleo de la pobreza. Y el problema
no es tanto el miedo, sino que molesta.
El enfoque en la
seguridad vincula siempre a las personas en situación de movilidad, migrantes o
exiliadas, en la sospecha de criminalidad. Los encargados de la migración en
los Gobiernos siempre están en los ministerios del Interior, no en relaciones
exteriores o en un Ministerio de Igualdad, y la división de poderes en la
democracia no opera aquí, dice ella.
En general el poder
judicial ejerce poco en este campo su papel de controlar y el legislativo no
examina las consecuencias de sus propias leyes. Todo queda en el ámbito del
poder ejecutivo y administrativo.
En Argentina, que
tiene una buena ley de migración, la covid ha tenido el doble de letalidad en
personas migrantes. Y en las estadísticas de la violencia policial, la falta de
cédula, de DNI, es un factor de riesgo determinante. En este territorio de
exclusión, lo excepcional es frecuentemente la norma. Por eso, cuando en
Argentina se empezaron a conquistar logros como la votación para elegir a
autoridades locales de distinto nivel, las cosas empezaron a cambiar. Ana
Penchaszadeh insiste con sus datos en que, de una invisibilidad en el país, se
pasó a un 14% de migrantes en Buenos Aires. El hecho de tener voto los
convirtió de repente en importantes. El derecho al voto es una condición de
ciudadanía, pero no debería ser el motivo para que la política se interese por
las personas. El artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos
proclama la igual dignidad de los seres humanos. Y esa no depende de si cruzas
una frontera, te expulsa la guerra o te desplaza el hambre.
La única
alternativa decente es juntar al endogrupo con el exogrupo en un nuevo concepto
de lo que es ser nuestro.
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