miércoles, 16 de noviembre de 2022

NO HAY UMBRALES PARA LA DIGNIDAD

 

NO HAY UMBRALES PARA LA DIGNIDAD

CARLOS MARTÍN BERISTAIN

Un miembro de las fuerzas de seguridad marroquíes conduce desde suelo español a uno de los migrantes que lograron saltar la valla de Melilla. -Javier Bernardo

La condición de extranjería es una construcción social a mitad de camino entre los procesos grupales, de lo que se considera parte de "mi grupo" y de los que no lo son, el "exogrupo", y también de la construcción del Estado nación. La tendencia a ver y reforzar las cosas buenas de mi grupo de referencia y a ver los defectos del "exogrupo" parece una tendencia bastante universal. El extranjero, el migrante, la exiliada, son siempre parte de ese "otro".

 

Ana Penchaszadeh, investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (Conicet), habla de dos umbrales que forman parte de esta condición. El umbral de expulsabilidad mide cuándo la hospitalidad deja de serlo radicalmente. Te echan. En las fronteras se juega el primer asalto de ese combate, aunque siempre queda luego una amenaza latente. Pero hay otras formas de no aceptar al otro, como la marginación o el desprecio, el racismo o la discriminación. La expulsión es tanto una pena para el migrante como un factor de cohesión para sus responsables. El otro umbral es el de la integración, el del ser parte de una comunidad, pero donde también hay un impacto de las fronteras internas con la sociedad en las que puedes quedarte.

 

La xenofobia es lo que permite que el umbral de la expulsabilidad ande cada vez más bajo en el mundo. En las imágenes de la valla de Melilla entre España y Marruecos donde en el mes de junio murieron asfixiados 23 refugiados sudaneses, el umbral de expulsabilidad está en puntos negativos: te echan antes de que puedas llegar, y la discusión es si el territorio donde pasó todo es una franja en la que el socorro a los heridos lo debe hacer uno u otro país. Lo único que sabemos de esto es que el sufrimiento fue compartido, y la falta de atención también. Las expulsiones en caliente violan el principio fundamental de la Convención del Refugiado de 1951. Su propio nombre es ya una justificación, como si eso no estuviera fríamente calculado.

 

Aunque no es la única que sabe hacerlo, porque este es un mal contagioso, la ultraderecha es experta en manipular estos umbrales, haciendo que la expulsabilidad sea parte de una política en donde lo que se integra es el propio grupo, lo que define el término de un "nosotros" en donde no cabe África subsahariana o Haití, o la Colombia herida por la guerra o la Venezuela expulsada por la crisis humanitaria.  Estos serán debates que aumentarán en las próximas décadas, donde las desigualdades sociales y las guerras llevan a migraciones forzadas que tratan de desafiar esa brecha. El Darién en Colombia o cualquiera de las orillas del Mediterráneo, la verja de Melilla o el muro de Arizona y Texas, las alambradas en Hungría o en Turquía son barreras para lo indefendible. Países enteros destruidos como Libia tienen ahora campos de concentración para migrantes esclavizados, donde se negocia la plata para que puedas vivir o poder volver a intentarlo, aunque la plata haya que traerla desde Gambia.

 

Si fuéramos a la mitología, el migrante o refugiado sería la víctima que se sacrifica en el altar de la seguridad o de la identidad colectiva. La condición de considerar al otro en su extranjería lleva en el ADN la xenofobia, como una molécula que se activa en crisis económicas o políticas, que se usa para aumentar el discurso de la amenaza que aglutina sociedades en base al miedo. Quien se dedica a estudiar la migración sabe que no es solo la xenofobia, el miedo al extranjero, sino eso que llamamos interseccionalidad, en la que las diferentes capas de ser mujer o negra se juntan en el núcleo de la pobreza. Y el problema no es tanto el miedo, sino que molesta.

 

El enfoque en la seguridad vincula siempre a las personas en situación de movilidad, migrantes o exiliadas, en la sospecha de criminalidad. Los encargados de la migración en los Gobiernos siempre están en los ministerios del Interior, no en relaciones exteriores o en un Ministerio de Igualdad, y la división de poderes en la democracia no opera aquí, dice ella.

 

En general el poder judicial ejerce poco en este campo su papel de controlar y el legislativo no examina las consecuencias de sus propias leyes. Todo queda en el ámbito del poder ejecutivo y administrativo.

 

En Argentina, que tiene una buena ley de migración, la covid ha tenido el doble de letalidad en personas migrantes. Y en las estadísticas de la violencia policial, la falta de cédula, de DNI, es un factor de riesgo determinante. En este territorio de exclusión, lo excepcional es frecuentemente la norma. Por eso, cuando en Argentina se empezaron a conquistar logros como la votación para elegir a autoridades locales de distinto nivel, las cosas empezaron a cambiar. Ana Penchaszadeh insiste con sus datos en que, de una invisibilidad en el país, se pasó a un 14% de migrantes en Buenos Aires. El hecho de tener voto los convirtió de repente en importantes. El derecho al voto es una condición de ciudadanía, pero no debería ser el motivo para que la política se interese por las personas. El artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos proclama la igual dignidad de los seres humanos. Y esa no depende de si cruzas una frontera, te expulsa la guerra o te desplaza el hambre.

 

La única alternativa decente es juntar al endogrupo con el exogrupo en un nuevo concepto de lo que es ser nuestro.

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