PABLO MILANÉS, POLÍTICA Y CULTURA
ANÍBAL MALVAR
Flores y velas junto a
un retrato del cantautor cubano Pablo Milanes junto a su libro de condolencias
por su fallecimiento, en La Habana. REUTERS/Alexandre Meneghini
La muerte de Pablo Milanés ha matado lo poco que quedaba de mi yo preadolescente. Soy de esa generación que, gracias a los cantautores, aprendió que poesía y política eran la misma cosa, que canción y revolución pueden convertirse en sinónimos si el son y la idea se acompasan sinceramente. Por eso no se entiende una revolución sin canciones. Las revoluciones se luchan, sí, pero sobre todo se cantan.
Yo llegué a la
revolución por Paco Ibáñez, tendría trece años, y sus Andaluces de Jaén. La
había grabado mi padre en un magnetófono de cuatro pistas directamente de la
tele. Cuando alguien cantaba en la tele, mi padre nos mandaba callar a los
cinco hermanos, acercaba el micrófono al altavoz con silencio de cazador y el
rodar de las bovinas era el único sonido permitido entonces en casa. Así que
había que escuchar atentamente, conteniendo la respiración, y así se me
metieron para siempre en el alma los versos de Miguel Hernández y la voz de
Paco Ibáñez. Yo me dedicaba compulsivamente a rebobinar la cinta y escuchar una
y otra vez la canción. Si esto fueran unas memorias, yo diría que ese día me
volví rojo incurable y poeta suicida.
Pero no me volví
revolucionario y músico hasta un par de años más tarde, cuando Paloma, una
amiga algo mayor que me quería educar y captar para el PC(r), me dijo que tenía
que ir a su casa a escuchar dos discos cubanos que le acababan de regalar. A
Paloma siempre le estaban regalando cosas raras provenientes de los lugares más
remotos y literarios.
Los discos eran: La
vida no vale nada, de Pablo Milanés, y Al final de este viaje, de Silvio
Rodríguez. Escuchar que la vida no vale nada si tengo que posponer otro minuto
de ser y morirme en una cama, o La canción del elegido ("Supo la historia
de un golpe, sintió en su cabeza cristales molidos y comprendió que la guerra
era la paz del futuro") volvió a revolverme las tripas y la ideología.
En aquella época,
finalísimos de los setenta, los institutos y universidades compostelanos
estaban muy ferazmente politizados. Si te metías un poco en el ajo, como hice
yo, acababas asistiendo a más encierros y manifestaciones que a botellones, lo
que no deja de ser triste en un adolescente. Pero es que la belleza de aquellas
canciones te obligaba a implicarte, a pisar las calles nuevamente todo el
tiempo. Aquellas canciones eran mayor cemento de unidad de acción y fraternidad
que cualquier sesudo manifiesto.
La Nueva Trova de
Pablo Milanés y Silvio fue un invento muy meditado de la revolución cubana. Del
Grupo de Experimentación Sonora fundado por el castrismo en 1969 salió una de
las experiencias culturales más poderosas del siglo XX. Por no cambiar de
continente, de impacto semejante a la del boom literario centro y suramericano.
La Nueva Trova fue el mejor canal publicitario que jamás soñó el castrismo.
Publicitar a través de la canción y vender en todo el mundo: la poesía
venciendo al márketing.
En España, en
aquellos mismos años, la nova canço, sus hermanas vasca y gallega y los
florecientes cantautores se retroalimentaron con la Trova y nos cantaron a los
poetas como si el Arcipreste de Hita fuera nuestro Che Guevara avant la lettre.
Lo que unía a los músicos españoles era justamente lo contrario que compactaba
a los cubanos: la persecución gubernamental, el exilio de músicos como Serrat,
Ibáñez, Lluis Llach...
Quizá sea una
conclusión equivocada mía, pero me da la impresión de que las revoluciones
políticas ya no van acompañadas de ese arma de futuro que siempre fue la
poesía, la canción. Sin esperar a Celaya. Desde Quevedo. Desde antes. Parece
mentira que ahora, con la socialización de la cultura, cuando todos tenemos la
cultura a nuestra mano izquierda, la cultura no signifique nada en la política.
Ni siquiera en los programas electorales de la izquierda. Hay que pisar las
calles nuevamente, querido Pablo. Hacer más política cultural que orgánica. De
que callada manera, se me acerca usted sonriendo, como si fuera la primavera,
yo muriendo. Pablo Milanés. José Martí.
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