INQUISICIONES IMAGINARIAS
¿Cuál es la diferencia entre
la censura de antes y la de ahora? Que ahora la puede ejercer cualquier
ciudadano y no solo las clases altas
ALEJANDRO ZAMBUDIO
Recientemente, Rafael Narbona, columnista de El Cultural, y Rafael García Maldonado, articulista de El Español, han escrito sobre el canon artístico de nuestra época y de si, actualmente, obras como El ruido y la furia, Muerte en Venecia o Lolita serían publicables debido a la corrección política de nuestro tiempo. Estos debates, habituales en los grandes medios de comunicación y en las redes sociales desde hace más de una década, adquieren su máxima expresión cuando se anuncia el ganador del Nobel de Literatura. Hace poco, hemos leído mucho sobre la concesión del Nobel al escritor Abdulrazak Gurnah. Algunos escritores y columnistas se preguntaban acerca de la identidad del artista; otros, en cambio, se echaban las manos a la cabeza porque no se lo habían concedido a Javier Marías. Tenemos el ejemplo de Carlos Boyero, quien en un artículo
publicado en El País, se quejaba amargamente de que se le concediera el Nobel de Literatura a un escritor occidental. En el texto, Boyero –que de vez en cuando deja su cruzada contra Pedro Almodóvar y Filmin e intenta comprender los nuevos tiempos– hace una enumeración de escritores que, a su juicio, sí merecen tal galardón. No hay ninguna argumentación: solo una revisión cultural del canon del autor, de sus filias y fobias. Un artículo escrito para satisfacer el ego del articulista en vez de aportar ideas para el debate público. Algo normal en las primeras espadas del columnismo español.El ruido y la furia
de William Faulkner se publicó en 1929, en una época de máxima conflictividad
entre blancos y afroamericanos; Muerte en Venecia fue para Thomas Mann un
intento de estudio de la pureza y la belleza, y de la aristocracia de su
tiempo; Lolita, la perversión de un Nabokov que buscaba denunciar la
mojigatería y el conservadurismo occidental en la década de los cincuenta del
siglo pasado. La modernidad trajo el racionalismo ilustrado, el marxismo, la
Comuna de París, la jornada laboral de ocho horas y el movimiento obrero. Pero
también a Mussolini, a Franco, Hitler, Stalin, Mao Tse Tung y a Pol Pot. La
posmodernidad es frívola en muchos sentidos: a su vera se han desarrollado la
sociedad de consumo, el individualismo y el cinismo de nuestra era, como
consecuencia de la hegemonía capitalista. Pero también nos ha traído la aportación
del movimiento feminista a las artes, las ciencias sociales, las ciencias
naturales y las humanidades; nos ha permitido conocer el anticolonialismo o el
antiespecismo. En la literatura, con su mezcla de elementos, estilos, épocas,
el posmodernismo acabó con las distinciones entre alta y baja cultura gracias a
la sublimación de lo masivo, lo antiguo y lo moderno. Fruto de esa mezcla
podemos disfrutar de grandes novelas como Los detectives salvajes, La broma
infinita o Las partículas elementales.
La posmodernidad es
el marco político y cultural de nuestro tiempo histórico. Abarca tanto a
Jean-Luc Mélenchon como a Mateo Salvini; a Jorge Semprún y a Gabriel Rufián; a
Ocasio-Cortez y a Giorgia Meloni; a Judith Butler y a Susan Pinker; a Terry
Eagleton y a Virginie Despentes; Los Javis y Ken Loach; Samantha Hudson y a
Espinosa de Los Monteros; Nadia Calviño y Alvise Pérez; Javier Negre y Miranda
Makaroff; Teodoro García Egea y Nathy Peluso; al presidente del Consejo General
del Poder Judicial o a Dulceida. La posmodernidad también son sus críticos como
Juan Soto Ivars, preguntándose si es que ya no existen las zorras en el mundo
musical o Jorge Bustos dedicándole un monólogo a Andreas Lubitz –el copiloto
alemán que estrelló un avión en marzo de 2015 para vengarse de un desengaño
amoroso–, que habría hecho palidecer al propio Faulkner en uno de sus
artículos. La condición posmoderna del hombre es captar el zeitgeist de nuestra
época renegando, precisamente, de ella. La contradicción no deja de ser el
aderezo con el que condimentamos una realidad cada vez más amarga.
Posmodernismo es quejarse de la posmodernidad creyéndose un espíritu libre e
ilustrado en una sociedad cada vez más nihilista.
El mercado
editorial cambia. Se demandan cada vez más autoras. Escritoras como Annie
Ernaux, Delphine de Vigan, Rachel Cusk o Siri Huvstedt han convertido cada
lanzamiento en un acontecimiento cultural. No se trata de hacer una lista
cremallera de mujeres, en absoluto, sino en la propuesta literaria y su encaje
en el catálogo. La mirada femenina ha abandonado aquello que los anglosajones
denominaban la women’s fiction, para hablarnos de feminismo, empoderamiento
femenino, violencia de género o la política. Hay una variedad de temáticas y
miradas inimaginable hace veinte años. Eso lo han conquistado ellas. Cuestión
distinta es que gran parte de la prensa cultural sea endogámica y exagere
cualquier novedad literaria. La decadencia del periodismo cultural es otro
asunto que merece un tratamiento profundo. Por eso, estos críticos lamentan que
esa masa amorfa que opina en las redes sociales pueda crear entusiastas en vez
de ciudadanos críticos.
La nostalgia de la
Ilustración les hace ser partidarios de un cierto maniqueísmo cultural. Para
ellos, muertas las grandes utopías del siglo pasado, ya solo queda rebelarse
contra los idiotas. Esta actitud lo aleja del pueblo, que siente que no conecta
con los problemas cotidianos. El columnista de extremo centro se vuelve
condescendiente: utiliza su tribuna para su homilía particular, alertando de
los peligros de la falta de sentido común. Con el fin de mantener el interés de
la parroquia, apela a la emoción en vez de a la solución. Lucha incansablemente
por darle un sentido a su existencia y a la de los demás, ofreciendo religiones
allí donde los dioses han muerto. Y entonces la buena voluntad, el deseo de
ayudar a los oprimidos de todo tipo, se acaba convirtiendo en su Yo acuso
particular contra sus compatriotas. Cualquier analista responsable sabe por
honestidad intelectual, que la comprensión de movimientos colectivos necesita
un período extenso de trabajo de campo con todos los elementos disponibles. No
vale coger unos elementos y desechar otros.
Ni Narbona ni
Maldonado parecen entender la cultura de masas. Sienten pena por esos sujetos
anestesiados por las redes sociales que responden a las lógicas del mercado y a
su interés por calmar el espíritu crítico de la ciudadanía. Es esa desidia
frente a los cambios lo que los hace peligrosos, pues con su desdén hacia el
signo de los tiempos obvian que las funciones de los críticos y de los
intelectuales se enmarcan dentro de las inquietudes y de los problemas de la
sociedad en la que se encuentran. Quizás por ello, cuando el pueblo cambia, se
sienten heridos, y con dignidad ensayada inician el camino hacia su vasto mundo
interior. Allí se reúnen con sus semejantes, adoptando el semblante del
agraviado, y juntos rememoran los servicios prestados a los ciudadanos,
maldiciendo un siglo XXI invertebrado y deshumanizado. También omiten que el
Ulises fue considerado pornografía en su momento: su editora en Francia, como
escribe José Bocanegra, escritor y jefe de la editorial independiente La Marca
Negra, “Sylvia Beach tuvo que recurrir a operarios de imprenta que no conocían
el idioma, porque al principio incluso los cajistas omitían o sustituían
palabras del texto por el carácter blasfemo de la obra. Trópico de Cáncer tardó
tres décadas en ser publicado en los Estados Unidos y cuando lo publicaron lo
llevaron a juicio por obscenidad, como le había ocurrido unos años antes al
editor de Ginsberg. Y en España ni más ni menos que la censura franquista
decidía qué se podía publicar”.
Entonces, partiendo
de esta premisa, ¿qué ha cambiado? ¿Cuál es la diferencia entre la censura de
antes y la de ahora? Que ahora la puede ejercer cualquier ciudadano y no solo
las clases altas. El principal argumento para desmontar estas inquisiciones
imaginarias sobre si hoy día se publicaría a Nabokov nos lo ofrece el hecho de
que, al contrario que gran parte de las obras de su tiempo, Lolita se sigue
publicando. No se preocupen: ni las feministas, ni los menores de edad ni los
transexuales van a acabar con los clásicos. España, para estos columnistas, es
una película de José Luis Garci, una novela de Antonio Muñoz Molina y una canción
de Ana Belén. La España camisa blanca/ reseca historia que nos abraza/ nunca se
va.
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