ZOMBIS POR DECRETO
El
Gobierno tenía la oportunidad de mostrarse firme frente a los poderosos, leal
frente a los más vulnerables, digno ante todo el mundo. Ha optado por deambular
XANDRU FERNÁNDEZ
¿Qué es la política zombi? No sé si está en mi mano definirla. Quizá sea de esos conceptos que escapan con facilidad a nuestras tretas lingüísticas. O quizá sea una treta lingüística más, lo que explicaría su condición huidiza. Tomás de Kempis afirmaba que la contrición era mejor sentirla que saber definirla, y quizá con la política zombi nos pase lo mismo solo que al revés: solo la aprehendemos si la sentimos o percibimos en los demás.
Cuando un sujeto
actúa movido por un hábito que ha perdido su sentido, se acerca a la condición
cinematográfica del zombi. Cinematográfica en el doble sentido de la palabra:
es lo que el cine nos ha enseñado y es (etimológicamente) la representación
gráfica de algo que se mueve, pero no un movimiento con un sentido definido. El
sentido de un movimiento, de un acto, es, muchas veces, su intención. No tiene
por qué ser la intención del sujeto que actúa, puede serlo la del marco social
en el que actúa, esto es, una acción puede tener sentido porque en nuestro
mundo mental se le atribuye una intención. Así, es difícil creer que si
circulas a 121 kilómetros por hora estás siendo menos prudente que si lo haces
a 119 por la misma carretera, hasta tal punto son mínimas las diferencias en
cuanto a la distancia de frenado y las previsibles consecuencias de un
atropello o un choque a esas velocidades, pero le hemos atribuido una intención
a la limitación de velocidad y por eso no nos parece absurda: la experiencia
nos dice que no es sensato conducir más rápido. Roza el intento de homicidio.
Obligar a la gente
a llevar mascarilla en exteriores en las condiciones actuales no tiene ningún
sentido y es, por tanto, una medida propia de zombis. Es lo que un zombi haría
si sintiera miedo. Que es, dicho sea de paso, lo único que los zombis parecen
sentir. No es odio, ni hambre: matan por miedo, su único temor es el de ser
víctimas de los demás zombis y ser, por tanto, comidos. No quieren ser
diferentes. Aceptan que ya están muertos y hacen profesión de fe de la manera
más eficaz que conocen: matando a los demás, convirtiéndolos en zombis, comiéndoselos.
Nunca tuve muy claro, por cierto, por qué en esas películas algunas de las
víctimas se convierten en zombis y otras, en cambio, son simplemente devoradas,
pero supongo que es que da lo mismo: las dos clases de víctimas se convierten
en parte de la masa zombi, pasan a formar parte de esa masa de corrupción que
deambula por la tierra buscando convertir a los demás de un modo u otro.
Cualquiera puede
ser un zombi, basta con actuar igual que uno. Imitar las acciones de los demás
aunque no tengan sentido, moverse por hábito, incluso en circunstancias en que
el hábito ha probado ser inútil o contraproducente. La identificación es aún
mayor si adoptamos una máscara, ocultamos el rostro, nos igualamos hasta tal
punto con la superstición generalizada que contribuimos a exaltar todavía más
lo estéril de nuestra conducta. En secreto, esperamos con ansia el momento de
ver aparecer a alguien sin mascarilla para caer sobre él, señalarle, tratar de
convertirle. En las redes sociales, nos basta con que opine para expulsarle del
consenso. Es eficaz. Siempre que uno quiera no hacer nada contra la pandemia,
tan solo representar el baile de San Vito de la contrición y el abatimiento.
Contra una pandemia habría que movilizar los recursos del Estado en prevención,
planificación y atención primaria. Eso sería hacer política de verdad. Y no
arrodillarse ante los que ven en esta crisis sanitaria una oportunidad de
negocio, empezando por los medios de comunicación, muchos de los cuales han
perdido ya, como los zombis, el sentido del asco.
Sería una
vulgaridad y una injusticia absoluta atribuir a una sociedad de zombis la
simple cualidad de la obediencia ciega y la sumisión absoluta. No va de eso la
cosa: sumisos y fanáticos los ha habido durante siglos, pero no eran zombis.
Los zombis los ha fabricado el cine, o una cultura de masas que ha crecido al
calor de la imagen cinematográfica: los zombis son, hasta cierto punto, una
representación de nosotros mismos, de los de abajo, de todos los huérfanos de
poder e ideología. No es casual que queramos atribuirle un valor moral e
incluso político a la mascarilla: el que es sumiso sin más no necesita envolver
su sumisión con un mensaje de fraternidad. Es un testimonio de impotencia,
porque a todos nos gustaría socializar la sanidad privada y los laboratorios
farmacéuticos, contratar personal sanitario a discreción, aunque haya que ir a
buscarlo a Ulan Bator, pero hemos asumido la derrota y dejamos que nos
convenzan de que el equivalente de todo eso son doscientos centímetros
cuadrados de polipropileno. El zombi es un activista de la simulación: cree
hacer política reproduciendo gestos que un día fueron políticos y hoy ya no
significan nada.
Una vez más, ha
ganado la política zombi. El gobierno tenía la oportunidad de mostrarse firme
frente a los poderosos, leal frente a los más vulnerables, digno ante todo el
mundo. Ha optado por deambular. Como los zombis. Seguir un itinerario que no
lleva a ningún lado pero en cuyo camino puedes tener la ocasión de devorar unos
cuantos cerebros y ser derribado por el disparo certero de un francotirador. No
sabremos quién disparó porque llevará mascarilla, pero es probable que en esta
luzca la bandera de España, ese colchón mental de nuestros días, símbolo del
descanso.
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