AL CANTO DE LA NOCHE
(Fragmento)
José
Rivero Vivas
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José Rivero Vivas
FULGOR ROMÁNTICO
Obra:
NC.08 (a.18) –
Novela-
Ilustración de la cubierta: Mujeres en la calle
Óleo sobre lienzo de Ernst Ludwig Kirchner.
(ISBN: 978-84-17764-20-3) D.L. TF 9 - 2019
Ediciones
IDEA, Islas
Canarias. Año 2019
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José Rivero Vivas
FULGOR ROMÁNTICO
(Cap.6; págs. 84-92)
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Su memoria vuela a Niederkaufungen, en la periferia de Kassel, donde Hildegund, fascinante y bella, con voz de timbre diamantino, le susurra… dein Kleid will mich was lehren, del celebrado O Tannenbaum; luego sigue dein Hoffnung und Bestendigkeit… Al constatar que él sigue sin mostrar ánimo participativo, le conmina:
-Lutzardo! –y seguidamente entona-: …freue dich zur Weihnachtszeit.
Estaban en
casa de Frau Hübsch, una de aquellas villas ajardinadas, con huerta detrás, a
la entrada de Kassel, invitados por ella a tomar una copa el día veinticuatro
por la tarde. A la sugerencia de Hildegund, la acompañó, en segunda voz,
cantando la melodía de aquel estribillo.
Frau
Hübsch, tal vez impresionada, dijo:
-Für einen Gastarbeiter es ist etwas zu viel.
Su
comentario, lleno de buena intención, hirió las fibras sensibles de Luzardo,
que se sintió ofendido, y pronto quiso despedirse. Su reacción fue un tanto
infantil, y a Hildegund sentó mal su brusquedad, aunque no objetó nada al
quite. Fue con él hasta la puerta y lo dejó ir.
Los
problemas circulan por la vida, contrarios a quien disfruta del amor y opera en
mastodonte, con acción que se deshace, de puro mirar estrábico a la mujer
despampanante que tiene cerca, indiferente y distante, cual si no existiera
ruptura evidente del vínculo desdeñado que resulta ser verdad incuestionable.
De este modo empezó a escribir la serie de cartas incompletas, iniciada aquella
misma tarde, sin conciencia plena de su ciclo de pueril deserción, decretado
por su propio comportamiento en un día harto memorable para quienes aman la
esencia religiosa que entraña. Entonces pensó fingir enfermedad para prolongar
su estancia en el país teutón antes de retornar a su origen y que sus padres
cuidaran de su estado quebradizo y melancólico. La comedia no prosperó y hubo
de irse, con intención de regresar y ver a Hildegund, atractiva y seductora, de
ensoñada y llamativa figura, inapelable y portentosa.
Sin
pensarlo siquiera se dirigió a ella, transcurrido el lapso de pamema y tortura.
En ese instante, guapa más que nunca, giró ella en sí para decir adiós al joven
elegante que la saludaba. Aturdido y pasmado, dio media vuelta y desistió en su
propósito de aproximación, para solicitar su venia y presentarse cabal, en su
integridad y apostura.
-
La calma
reina transitoria en el ámbito, rota, a veces, por las patadas, los manotazos y
el resuello de Luzardo, que parecen llevar de fondo el estridente zumbido de
las ráfagas con que hostiga y asedia la ventisca; su rumor, de mínimo alarde,
es progresivamente vencido por el silencio, grueso y uniforme, señor absoluto
de esta noche sin par, y sonámbulo cree el desventurado, asiduo asistente ayer
a los ensayos del orfeón, estar oyendo al tenor madrileño entonando… “en esta
Noche, misteriosa y santa…”
La nieve
sigue cayendo intermitente, sacudida a ratos por el ululante ventear, y
semeja alargar las sombras más allá de los confines urbanos, donde el silencio,
opresor omnipotente, deja caer el plomo de su consistencia, ahogando incluso
los débiles pasos del andariego que, tras las horas transcurridas en pareja
actitud, no es capaz de pisar con el brío y firmeza requeridos para no
enfriarse, y allí está, absorto en su mutismo, que la inmensidad de la noche,
cubierta de nieve y estremecida por el silbido del viento, hunde en su
infortunio, provisto de harapos, sin útil avío capaz de aliviar su necesidad
terrena.
Quien
desecha la encuesta, realizada con motivo del período actual de gestión, se
apoya en las redes sociales, sin necesidad de abrir nuevo escritorio que le
permita comunicarse con un mundo remoto, generador de información idónea,
mediante la cual obtendrá ilustración acerca de la municipalidad, activa en su
programa de incorporación de elementos foráneos, que habrá de entremezclarlos con
cuanta demanda interponga el ciudadano a fin de concluir estricta planificación
del patrimonio local. No obstante su premura, los cantos persisten y su son se
alza por encima de humano concepto, confundido en devoción con el albor de la
nieve y el vivo gemir del viento, que ha amainado, convirtiéndose en céfiro
volandero, jugando a mágico hechizo nictálope, que llena el ambiente de dulces
melodías, elevadas solemnes al Cielo en el sublime concierto de la Noche Santa.
Casi unánime se escuchan agrios coros, de ancestral estirpe, cual rasgo
irreverente, que es afirmación, en festiva respuesta, a cuánto de insondable
entraña el Divino Misterio.
Luzardo
se vuelve bruscamente hacia aquella parte y, sorprendiendo con su dinamismo,
blande amenazador el bastón, pasando de su amago a dar palos al aire, con
desenfreno y vesania, como descargando culpas recónditas o ajusticiando execrables
vilezas. Al cabo comprende que enfadarse y montar en cólera es esfuerzo inútil,
que no vale de nada; el mundo camina a su ritmo y su desarrollo es compatible
con cualquier movimiento en proceso de encomio, independiente de estímulo y
obvio halago. Prefiere por tanto continuar en su aparte, sin preocuparse de si
su presencia importa o no a los miembros de la orquesta, al virtuoso solista,
al director de la coral o al anónimo feligrés.
Los
cantos descienden paulatinamente hasta quedar extinguidos por completo,
permitiendo que el silbo del viento sea único rival del esporádico sosiego, y
la noche pierde parte de su arcano para internarse en su tersa dimensión y
traspasar los opuestos límites que la cercan. Pero, ¡oh poder de compensación
que las cosas tienen! La rotundidad del compacto silencio se desvanece por
ensalmo, trocado en júbilo bullanguero y detonante, y de la parte baja de la
calle brotan villancicos, de popular arraigo, entonados por voces fuertes y
roncas, capaces de asustar a los infantes recién nacidos en la vecindad,
implícita alusión a los Santos Inocentes de pasado mañana, que el rudo jolgorio
inconsciente anticipa, cual si la multitud previamente mostrara su arte
plañidera en el martirio.
Luzardo,
como antes hubo hecho, gira en sí a impulsos de lo que oye, levanta el bastón,
amenaza y pega al vacío, como si este fuera responsable del acontecer zafado y
mostrenco. No hacen los intérpretes caso al agresivo talante, de viejo achacoso
y enclenque, y exaltados lanzan sus cantigas a todo el ámbito, con ánimos de
juerga, de dicha, de felicidad, de gozo, de expansión, de cuanta disipación se
tercie en la señalada fiesta. Corean a porfía, gritando a cual más, con ganas
de echar fuera el clamor que en sus pechos anida, traducido en ansias de diversión
y placer, reservados para esta noche de regocijo y solaz. Gritan algunos cual
energúmenos, haciendo resaltar sus voces, broncas e hirientes, por sobre el
cauto murmullo, la nieve, el viento, y la protesta del ser indefenso, a quien,
por efecto de los pisotones, se le han aflojado las vendas y, con los pies
descalzos, se sienta en el escalón de la puerta, después de apoyar el saco en
la pared para que le sirva de respaldo; acto seguido se echa encima el abrigo,
de trueque fortuito, reclina su cabeza y entorna los párpados, indiferente a
los cánticos, tenaces las voces en su empeño de difuminar la beatitud latente y
enajenar la vida al canto de la noche.
Mas, las
gargantas, órgano humano, sufren quebranto por el esfuerzo, viéndose obligadas
a calmar ímpetu y ganas, con lo que la concordia vuelve a reinar y se
tranquiliza el desamparado. Aunque, no por mucho tiempo; puestos tácitamente de
mutuo acuerdo, después de cierta pausa, en ambos extremos de la calle, alto y
bajo, se produce una especie de estallido vocal, y, los cantos que antes
fueron, brotan ahora al unísono en un acorde majestuoso, de veracidad y
leyenda.
Luzardo se
siente también dispuesto a entonar glorias dedicadas al supremo espíritu, sano
y fuerte, nacido en el seno de una familia, afectada por la pérdida irreparable
de quien ve dilapidada su oferta, cual dádiva desmedida, de presuntos
delatores, de un código de conducta demasiado estricto para feliz acogida de
las almas que no entienden su connivencia con cuantos presumen de procurar protección
a los perjudicados del temporal de nieve, durante la noche de… No puede
continuar su meditación porque el sueño lo vence y ha de abrir la cama y cerrar
la puerta de la morada para evitar el ruido exterior…
Adormecido
por el cansancio, sentado en el escalón de la puerta, oye de pronto…
-Frohe Weihnachten!
Sorprendido,
levanta la mirada y descubre la esbelta silueta de la dama, enfundada en su
abrigo entallado, que ligera sube hacia la plaza.
Extrañado
por el saludo, mira desconfiado en torno, por si la felicitación va dirigida a
otra persona. Comprobada su inequívoca soledad, mudo de estupefacción se mueve
agitado en su incómodo asiento y trata de borrar el trance, cuando…
-¡Es ella!
–exclama excitado, y atónito se levanta para contemplar su gentil avance sobre
la intransitable calzada.
Torna a
sentarse, impotente, y cierra los ojos en solicitud de descanso. Súbitamente,
del ámbito de la iglesia, surgen acordes divinos, cantos excelsos, loas al
Cielo, como si voces angélicas entonaran compases de Stille Nacht, entreveradas
a la trompeta que suena en Boy with a
horn, película que, adolescente,
provocó difuso impacto en su ser.
Al
restablecerse el silencio:
-Alles schläft… -musita desolado.
Atrincherado
en el desvencijado portal, opta por echarse sobre el saco, piltra estupenda, y,
preso ya de modorra, no le atrae nada del espontáneo acaecer; tranquilo reposa
sobre su improvisado lecho, oyendo cantos litúrgicos y profanos, que se
entremezclan en su ascenso hacia el cielo, describiendo auras maravillosas, que
expansivas perfilan un mundo fabuloso de comprensión y armonía, para descender,
más tarde, con pulcra impregnación, de unos y otros, respecto de cuanto se
procuran, en un intento de desechar aquello por cuanto se les repele en los
castillos ajenos a sus respectivas naturalezas de nobleza y bondad. Así,
arrullado por ambas trovas, dispares en la forma, aunque afín en el fondo, se
va quedando dormido, ignorando la noche, la nieve, el viento, las voces y su
estado lamentable.
-
Pasa el tiempo y, con él,
la noche avanza por derroteros, rectos a veces, aunque a menudo tortuosos. La
nieve arrecia y el viento se hace más fuerte, causando verdaderos estragos,
extramuros de la epopeya en ciernes, conforme la postura radical de quien se
opone a la corriente general, catalogada de legítima, tras la conveniencia
pintiparada de cuatro acerados valientes, de vida brava, al margen de
nomenclatura ideal de unos pocos, estimados idóneos para cantar las aleluyas
halladas al pie del órgano, sordo por falta de uso, cuyos acordes suenan en la
humilde iglesia, como bajo bóveda catedralicia, y se expanden por el atrio y
las naves, inundando los oídos del fiel creyente que, bajo su efecto, se siente
redimido de sus males, aun cuando pernocte cansino en los alrededores del templo.
Luzardo
sigue tendido bajo el alero, guarecido apenas de la nevada, dando vueltas, sin
poder dormir, porque el frío lo balda; ausente en sí mismo, permanece en
posición horizontal, soportando estoico su privación y su molestia. Sabe que no
es menester superar la dificultad de su enconada estancia terrestre, porque la
luz es indeleble en quien posee el don de mirar sin ver, facultad que no
precisa de faro que ilumine su travesía en el monte, pues en el mar ha de
contar con las olas, la tempestad y la desesperanza que acuna su mórbido
malestar.
Los
cantos acaban. No se les oye ya por parte alguna, lo cual confirma su
desaparición cierta. La calle se llena de gente que desciende para reintegrarse
a sus hogares; ahora, al pasar por el hombre ya caduco, ni siquiera lo miran,
tan confuso es el bulto que con su saco forma al desgaire. De la parte baja
comienzan a subir voces, que suenan afónicas, apagadas y menos fuertes que
horas antes. El sagrado lugar cierra sus puertas y el profano entorna las
suyas, pero nadie entra. Los cantos, litúrgicos y profanos, dejan de existir en
su momento, y, los pasos, con las voces, van gradualmente extinguiéndose en la
pálida atmósfera. La calle queda vacía, aislada y solitaria, sin nadie
transitando en su seno. Se oye, a cortos intervalos, alguna voz que otra,
entonando, cantando y parafraseando fragmentos de lo previamente aprendido para
manifestar con entusiasmo y franqueza esta noche, en la cual todo se ha tornado
sosiego y paz, mientras se esfuma tenuemente a medida que se insinúa la aurora.
Luzardo,
en su refugio, no se rebulle, y luce inmóvil. Hace rato que no da patadas ni
manotazos ni hace ¡je!, que entero se ha vuelto quietud, a instancias de las
sombras y su tenebrosa presencia. De él no se adivina más que un montón de
trapos, a medio cubrir por la nieve, que se atreve hasta el saledizo, donde
asoman las pútridas masas de carne de sus pies, que se han quedado fríos,
amoratados y yertos, durante la noche… relevada por un día luminoso que
exultante se levanta.
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José Rivero
Vivas
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José Rivero Vivas
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Obra: NC.08 (a.18) – Novela-
Ilustración de
la cubierta: Mujeres en la calle
Óleo sobre lienzo de Ernst Ludwig Kirchner.
(ISBN:
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