EL ELEFANTE EN LA HABITACIÓN
DAVID TORRES
Ser juancarlista a estas alturas es como ser del Atlético de Madrid: se trata de una afición no apta para blandengues. Mi hermano, cuando era pequeño, cambiaba de chaqueta según el equipo que se llevara la Liga, así que cuando creció se apuntó definitivamente al Real Madrid, que arrasaba casi siempre. Durante décadas el juancarlismo fue el equivalente político del madridismo; uno se declaraba juancarlista por inercia, por la campechanía, el talante democrático, la salvación sobrenatural de un golpe de estado, mientras se hacía la vista gorda a los evidentes defectos del personaje del mismo modo que al Real Madrid se le perdonaban uno o dos tropiezos en la Copa de Europa y el ajusticiamiento de un entrenador después de ganarlo todo.
Las cosas han
cambiado bastante y no por culpa de Messi. Antes, para ser juancarlista, había
que hacerse el ciego, el sordo y el tonto, pero ahora hay que serlo.
Reconozcámoslo, no es fácil; se necesita un auténtico carácter, una mandíbula
capaz de aguantarle diez asaltos a George Foreman y un estómago a prueba de
úlceras. Desde aquella famosa cacería de elefantes en Botsuana y su humilde
petición de disculpas ("lo siento mucho, no volverá a ocurrir"), el
rey emérito ha cumplido con creces su palabra: no ha vuelto a cazar elefantes
en Botsuana. Lo que sí ha ocurrido son otras cosas igual de divertidas:
barraganas a sueldo, comisiones ilegales, líos con Hacienda, procesos
judiciales en el extranjero y hasta una máquina de contar billetes en La
Zarzuela. Un rey manejando una máquina de contar billetes sí que sería un
temazo para un retrato de Antonio López.
Del rey Juan Carlos
los republicanos podemos decir lo mismo que dice de él Hacienda: nunca
defrauda. Lo último que hemos sabido de él es que se lo ha visto en su
residencia de ancianos particular de Abu Dabi en compañía de un conocido
traficante de armas, Abderramán el Asir, que debe más de catorce millones a las
arcas públicas españolas y que es, además, un viejo amigo suyo. Lo que no se
entiende es porque ha saltado esta relación de amistad a primera plana de los
periódicos: sería noticia si se viera al rey paseando al lado de un compositor
de madrigales o de un cooperante de la ONU. Por eso, los flojos del
juancarlismo (los mismos que decían que ellos no eran monárquicos, sólo que el
rey los representaba mejor que cualquier pelagatos) han acabado pasándose
directamente al felipismo.
En el discurso de
la Nochebuena pasada, ese disco rayado que en España acompaña al turrón y a los
villancicos, muchos ingenuos esperaban que el rey Felipe aludiera a su padre y
miraban el televisor con la misma esperanza absurda de verlo tocando unas
castañuelas y marcándose unas bulerías. El problema, sin embargo, no está en la
conducta de un individuo sino en el núcleo mismo de la institución monárquica.
¿Por qué hizo el rey emérito lo que hizo? Porque podía, porque no tenía -ni
tiene- ningún límite legal o constitucional. La omisión volvió puntualmente a
la portada de los periódicos, aunque la verdadera noticia habría sido que
hubiera hablado de él. Sin embargo, ahí estaba el rey Juan Carlos, el elefante
en la habitación, el paquidermo innombrable de Botsuana que aparece al
instante, automáticamente, en cuanto se nos ordena que no pensemos en un
elefante.
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