QUE NOS MIENTAN CON FLORES
ANÍBAL MALVAR
Las mentiras
funcionan. Da igual lo burdas que sean, porque funcionan. Desgastan. Minan.
Cavan trinchera. Arraigan en la población. Se propagan contagiosamente. La
mentira, o como poco la hipérbole malintencionada, es un buen negocio. Vende
periódicos. Arrodilla a la gente frente a la tele. Vocifera a todo volumen en
la radio.
Todo esto ya lo
sabíamos. Pero el nivel de mendacidad barata al que estamos llegando no se
había visto ni en las versiones más cutres del Pinocho. Si no fuera tan peligrosa, la mentira, tal como
se ejerce en la actualidad, nos procuraría hasta risa y regocijo. De puro
basta. De puro zafia.
Esta semana ABC,
que últimamente va sembrao, titulaba que "llega a España un avión con cargamento
de material sanitario comprado por Ayuso en China". Se intentaba apagar
así el fuego encendido por la presidenta madrileña al reconocer que había
"perdido" dos aviones con medios contra el coronavirus por valor de
más de 23 millones de euros. El único problema es que la foto que ilustraba la
noticia dejaba claro el destino de las cajas: Generalitat Valenciana. Pero da
igual. Lo importante no es el tamaño de la mentira, sino la cantidad de gente
que la quiera comprar. Goebbels para principiantes.
Cuando llegaron a
las grandes ciudades las alcaldías del cambio, nuestros más talentosos
difamadores se esmeraron poco, pero dejaron su impronta en una sociedad
bastante permeable a la idocia. De las grandes mentiras de aquella época, yo me
quedo con las dedicadas a Manuela Carmena. Sobre todo aquella portada de La
Razón en la que la ex alcaldesa aparecía en pareo veraniego con una flor, y se
decía en el titular que la flor era una especie protegida y que la alcaldesa
había cometido un delito de lesa botánica. Eso sí que es currarse una buena
mentira, no esto de los aviones de Ayuso.
Aquella mentira
tenía su prosodia y su poética. Carmena era una de las víctimas del crimen de
Atocha y aparecía con una flor, símbolo de la domesticación de la antigua
revolucionaria. Para colmo, era una flor ilegal, una flor protegida, lo que
despojaba a Carmena de todo el buenismo ecologista que proclamaban sus aurigas
de Podemos. Pero, sobre todo, era una flor mentirosa, que no era protegida ni
nada, y una flor mentirosa puede tener cabida incluso en cualquier cuento de
Oscar Wilde. La historia de la falsa flor ya merecía la patraña, el montaje.
Luego, la flor se marchitó y quedó solo la mentira. Pero eso son daños
colaterales, inevitables en todo buen poema.
Ahora las mentiras
ya no son tan ginecéicas. Hablan de aviones y mascarillas, conceptos que
incluso el más osado de los futuristas antiguos renunciaría a versificar. Se
echan de menos las flores.
Otra cosa es que
consideremos que, en estos tiempos en que la información es supervivencia, se
puedan consentir tales atropellos a la deontología, al derecho a estar
informado para no ser contagiado o contagiar, a la necesidad viral y vital (a
vida o muerte) de saber si nuestros gobernantes nos están engañando o se están
equivocando humanamente, buenamente (parece que no existe ninguna otra opción).
¿Son crímenes las
mentiras periodísticas en estos tiempos? Si no lo son, lo parecen. Inventarse
un informe del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) que
cuestionaba la acción del Gobierno, como hizo ABC la semana pasada, invita al
incumplimiento de las normas dictadas desde los órganos democráticos de
representación popular: si no creemos al gobierno, jamás estornudaremos en el
codo. El propio CSIC tuvo que obligar a ABC a rectificar. Nunca existió ese
informe. Pero, a los torcuatianos dueños del provecto periódico, que les quiten
lo vendido.
Tenenos una
legislación que castiga la ofensa religiosa, pero no la ofensa a nuestra
inteligencia. Sería peligroso legislar más cualquiera de las dos. Odio
cualquier límite coercitivo. Pero, por lo menos, que nos mientan con flores.
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