SALVAR A RODRIGO RATO
POR
DAVID TORRES
Rodrigo Rato ha presentado una reclamación de diez a doce millones de euros al Estado español por el acoso político que sufrió durante el caso Bankia. Si tenemos en cuenta que le regalamos a Bankia cerca de 24.000 millones de euros (se dice pronto), la cifra es una bagatela. Cómo no le vamos a pagar entre todos a Rato esa miseria cuando fuimos tan rematadamente gilipollas de apoquinar más de cien mil millones de euros a fondo perdido para el rescate de cajas de ahorro, depósitos y otras mierdas bancarias. Otra cosa no, pero los españoles generosos somos un Rato.
Lo del acoso
político suena bastante a camelo jurídico, a ver si los magistrados pican y le
caen doce millones por la jeta, pero lo que sí ha sufrido Rato a lo largo de su
agitada carrera política es una serie de metamorfosis faciales y capilares
que
darían para unos Episodios Nacionales o, al menos, para una novela por
entregas. Aunque parezca mentira, Rato empezó en su afán monetario muy joven,
con pelo largo y barba frondosa, una especie de hippy en vaqueros que todavía
no se hubiese decidido entre atracar bancos o presidirlos. Después, según se le
caía el pelo, se nos iba cayendo también a nosotros.
No nos dimos
cuenta, tal vez, porque Aznar dijo que Rato era el mejor ministro de Economía
de la democracia, una frase que, teniendo en cuenta la prisión en la que
desembocó el pollo, da una idea de cómo serían los demás. El caso es que Rato
completaba a lo grande esa banda de cuatreros y robaperas de lujo con que Jose
Mari iba formando un gobierno en descomposición: una auténtica colección de
futuros delincuentes en busca y captura en la que no sobraba una sola corbata.
Jaume Matas era un ejemplo de limpieza para Jose Mari, aunque nunca estaremos
seguros si se refería a su afición por los pelotazos urbanísticos o a su
obsesión particular por rellenar su palacete de Palma de felpudos a 800 euros
cada uno y de escobillas de váter a 400 euros la pieza. En cuanto a Zaplana, lo
excarcelaron porque los médicos decían que podía morirse en cualquier momento,
pero lleva cinco años en una remisión tan espléndida, incluyendo bronceado de
playa y rayos UVA, que a este paso va a ser más fácil que se atragante con la
aceituna del vermú.
Rato tuvo su
momento de gloria tocando la campana a rebato en la salida a bolsa de Bankia,
una imagen que terminó como aquel pobre hombre operado de colectomía -una bolsa
llena de mierda pegada a la pierna- que, cuando le atracan al grito de “la
bolsa o la vida”, dice entregando el paquete: “La bolsa, la bolsa”. La
transparencia de Rato fue evidente el día en que posó para unas fotos a bordo
de un yate donde, luciendo un diáfano bañador amarillo, enseñó las nalgas a
toda España. La anatomía de Rato ha marcado la historia reciente del país,
desde la mano tocando la campana a la raja del culo en remojo, de la calva
brillante a la nuca que acarició delicadamente la mano de un policía al meterlo
en el coche el día en que lo detuvieron a la puerta de casa.
Este año ha
publicado un libro con un título más que elocuente: Hasta aquí hemos llegado.
Durante su estancia en prisión, Rato fue a terapia en la Confraternidad
Carcelaria de España, donde asistía a un cursillo de reinserción para
delincuentes y repartía comida a los pobres, una actividad que repetía un día a
la semana en el comedor social Ave María, en la calle doctor Cortezo. Sólo le
faltaba la barba. Su reinserción ha debido ir tan bien que, si saca la
indemnización de doce millones de euros que reclama al Estado, fijo que también
la va a repartir en cómodos plazos entre los más necesitados.
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