LA LIBERTAD DE SER PABLO MOTOS
DAVID
TORRES
Es posible que actualmente exista un concepto más vapuleado, prostituido y defecado que el de libertad, pero ahora mismo no se me ocurre ninguno. La libertad, según Ayuso y los neoliberales de turno, es el privilegio de los afortunados que pueden pagarse una operación a corazón abierto o apropiarse de un hospital pagado con dinero público; si usted no es millonario, su libertad consiste en hipotecarse de por vida a cambio de la salud o morirse sin molestar mucho. Esta libertad ejercida de arriba abajo viene muy bien para poner en orden los desajustes igualitarios, de manera que los niños de papá, los hijos de los millonarios, puedan acceder a las becas y ayudas que habitualmente creíamos destinadas a los alumnos más desfavorecidos. Ya advertía Orwell que todos los animales son iguales, pero algunos más que otros.
De entre todas las
libertades derribadas y arrastradas por el fango, la libertad de expresión
brilla con luz propia: la de un flexo que examina al inconsciente que critica o
satiriza al poderoso. De este modo, por las redes sociales circula una especie
de policía del excremento (llamarla "del pensamiento" sería
obviamente exagerado) que denomina "fascistas" a las voces disidentes
que se atreven a poner en duda a grandes popes de la televisión. Tal vez el
caso más sangrante sea el de Pablo Motos, un presentador chocarrero que cuenta
con una cohorte de correveidiles y tuiteros dispuestos a señalar con una cruz a
cualquiera que cuestione el machismo, el clasismo, la homofobia y la
imbecilidad general que destila su programa. Es difícil retorcer más la
semántica para concluir que la libertad de expresión es exclusiva de Pablo
Motos.
No obstante, este
fin de semana, este retorcimiento semántico ha ido un paso más allá, cuando el
humorista Facu Díaz desveló que Pablo Motos ha presionado, censurado o
amenazado a montones de cómicos a quienes se les ha ocurrido bromear o hacer
chistes sobre Pablo Motos. La denuncia de Díaz ha provocado un auténtico #metoo
de damnificados, entre los que se incluyen dibujantes satíricos, políticos o
invitados al programa que en su día denunciaron el lamentable comportamiento
del presentador y que posteriormente recibieron una llamada de advertencia de
la productora. Hablamos de un tipo con un poder inmenso, un personaje que en
público se ha convertido en adalid de la libertad de expresión y en privado se
comporta como un matón de tres al cuarto, un mafioso de ascensor o un Mussolini
catódico. "No vais a trabajar en televisión en vuestra vida" era el
leit motiv habitual de las llamadas.
Lo verdaderamente
gracioso de historia es que ha brotado unos días después de que Alfonso Guerra
se quejara en El hormiguero, con gran regocijo de Motos, de que ya no hay
libertad de expresión porque no pueden hacerse chistes de mariquitas, de
gangosos o de enanos. Hombre, Alfonso, por poder sí se puede, lo que pasa es
que quedas como un gilipollas y entonces la libertad de expresión (la de los
demás) vuelve para pegarte como un bumerán en la boca. También es verdad que
con las gracias y desgracias de Alfonso Guerra pueden hacerse chistes para
publicar tres tomos.
De hecho, una de
las cosas que sacan de quicio a Pablo Motos es que otros humoristas hagan
chistes sobre su estatura, que no es precisamente la de un pívot de la NBA, o
sobre su físico, cuando no deja de compartir esas fotos hilarantes en las que
practica yoga y parece que esté imitando a un pavo antes de entrar al horno. Él
mismo se rio un día a carcajadas del aspecto de Fernando Simón, cuando el suyo
es para ponerle un burka a la tele. Hace poco escribí que siempre que se habla
de los límites de humor nadie señala que Pablo Motos es uno de ellos. Quién iba
a pensar que no era ninguna broma.
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