LAS CACERÍAS RACISTAS
MIQUEL
RAMOS
Manifestaciones
racistas en Dublín, a 23 de noviembre
de 2023. Clodagh
Kilcoyne / REUTERS
Decenas de encapuchados desfilan por las calles de un pequeño pueblo francés. Es de noche, y la calle se tiñe de rojo por el fuego de las bengalas que portan varios miembros de esta escuadra. Se dirigen a un barrio donde viven trabajadores de origen migrante. Lanzan gritos contra la inmigración, contra el islam y el lema "¡Francia es nuestra!". Algunos van armados con bates de béisbol y barras de hierro. Días atrás, en Crépol, un pequeño pueblo cercano, el joven Thomas, de dieciséis años, había sido asesinado a cuchilladas. Corrió el rumor de que uno de los agresores del chico era hijo de un inmigrante. Los padres de la víctima pidieron calma, que no se usase el caso de su hijo para fines políticos. Sin embargo, era el detonante que algunos estaban esperando. La excusa que, cada mañana, buscan en todos los medios los profesionales del odio, buceando entre sucesos, a la caza del origen o el color de piel de cualquier victimario, de cualquiera que haya cometido un delito, o haya protagonizado algún incidente. Y si no lo hay, se lo inventan. Que los bulos hoy son gratis e impunes.
Recuerdo, siendo un
niño, ver por televisión los ataques racistas contra refugiados en la recién
reunificada Alemania. Los cócteles molotov volaban contra un edificio de
Rostock donde vivían familias trabajadoras vietnamitas, refugiados de la guerra
de Bosnia, o gitanos que salieron de Rumanía con la caída de Ceaucescu. Cientos
de personas vitoreando a un grupo de skinheads nazis, y la Policía, ausente.
Los migrantes no habían matado a nadie. Simplemente molestaban. Ese mismo año,
un grupo de neonazis liderado por un Guardia Civil asesinaba a tiros a Lucrecia
Pérez en Madrid. Una mujer migrante, negra y pobre, que sobrevivía limpiando
casas, y descansaba cada noche junto a otros compatriotas en las ruinas de una
discoteca abandonada en Aravaca.
Fue un fatídico
1992, cuando aquí celebrábamos las olimpiadas y la Expo de Sevilla en la que
Curro lucía su arcoíris en lo que parecía ser una cresta. El racismo no
existía, decían. El racismo era el apartheid surafricano que se derrumbaba, o
aquello de los Estados Unidos, eso del Ku Klux Klan. Lo de Aravaca, cosa de
chavales. Aunque algunos medios llevaban semanas señalando a los migrantes que
vivían en la zona como una especie de foco de problemas, y los fascistas habían
decorado varios muros del pueblo con consignas racistas. Una semana después de
asesinar a Lucrecia, a Hassan, temporero marroquí, lo mataron a golpes a pocos
kilómetros del lugar donde mataron a la dominicana. Se había abierto la veda.
España estaba en el
mapa con grandes eventos, y nada debía empañarlo. Habían caído ya el muro de
Berlín y la Unión Soviética. Llegaba el mundo libre, dijeron, y nada podía ir a
peor. Unos días después del asesinato de Lucrecia y de Hassan en Madrid, y de
nuevo en Alemania, dos niñas y su abuela de origen turco eran quemadas vivas
por unos neonazis en la localidad de Mölln.
Estos episodios de
violencia racista eran tan solo anécdotas. Un detalle de la historia, como
calificó el exlíder del Frente Nacional francés, Jean-Marie Le Pen, a las
cámaras de gas de los nazis, causando un gran revuelo en aquella Europa
biempensante a la que todavía le espantaba el Holocausto y los herederos de
aquella ideología que lo llevó acabo. Anécdotas que se sucedían simultáneamente
en varios países y que nos recordaban que el racismo seguía causando víctimas,
aunque se quisiera minimizar la amenaza y reducirlo todo a un puntual brote de
ira mal canalizada o a una pelea entre bandas. Cada vez que Le Pen eructaba su
racismo en público era todavía mirado por encima del hombro por el resto de los
políticos, conservadores y socialdemócratas, como el que tiene que aguantar a
un cuñado borracho haciendo el imbécil en una comida familiar.
Las calles de
Dublín se iluminaron por el fuego hace tan solo unas noches. Alguien metió un
objeto ardiendo en un coche de Policía, mientras otros lanzaban piedras y
algunos saqueaban comercios. Decían que protestaban por el apuñalamiento de
unos niños, que habría sido perpetrado por un hombre al que señalaban como
migrante. Justo el detalle que la extrema derecha necesitaba para obtener su
excusa para el pogromo. Como en Francia días después. Como en la Norteamérica
de los linchamientos de negros, como en El Ejido en el año 2000, o en el barrio
de Ca n'Anglada de Terrassa un año antes. Una noche de disturbios, nada más,
pero que sacaba ese odio racista que, cocido a fuego lento por los
profesionales del odio, y por el abandono institucional de la clase
trabajadora, acaba por desbordar la olla.
Y de nuevo, el
chovinismo del bienestar. El no hay para todos, y hay que competir por los
recursos. Nunca exigir más, ni cambiar la estructura que produce esta
desigualdad, esta miseria, sino golpear por una miga de pan al que tienes al
lado. Así se preocupa la extrema derecha por la clase trabajadora: dividiéndola
y enfrentándola para exonerar a los responsables de su miseria. Y así no se
preocupa el capitalismo por la extrema derecha: mientras la clase obrera se
pelee, nadie lo va a intentar derrocar.
En Romans-sur-Isère,
el intento de pogromo salió mal. Los neonazis fueron interceptados por varios
vecinos, y se abortó la cacería. Uno de ellos acabó desnudo en la calle. Otro,
malherido en un hospital. Otros dos, exhibidos en redes sociales junto a sus
teléfonos móviles, que sus captores mostraban para demostrar que eran miembros
de grupos nazis, que estaban perfectamente organizados y coordinados para la
cacería. "Solo quiero irme a casa", decía uno de ellos cuando le
mostraban los chats con la cara de Hitler en los que prometían una guerra
racial y llamaban a matar moros.
El joven que luce
un brazalete con una esvástica en esa foto que filtraron los chavales de
Romans-sur-Isère de uno de los dos nazis cazados, no es más que un hijo sano de
Occidente. Un chavalote que dice lo mismo que esos políticos que ganan
elecciones y son ya figuras respetables. Alguien que se tomó al pie de la letra
las advertencias que esas figuras mediáticas hacen todos los días en varias
tertulias, en las que hablan sobre el Gran Reemplazo y la guerra racial en
marcha. Lo único es que, ya se sabe, de joven lo quieres todo: genocidios,
hornos crematorios y todo eso. Pero luego te haces mayor y ya no necesitas
lucir el brazalete.
La ultraderecha
insiste, y ya ha intentado resarcir la humillación de sus cachorros del otro
día desfilando de nuevo en otras ciudades como Rennes o Lyon. Prometen guerra,
mientras políticos y medios de derechas añaden leña al fuego insistiendo en la
imposible convivencia y la recurrente inseguridad que justifica cualquier cosa.
Mientras, en
España, las protestas de Ferraz se deshinchan y se convierten ya en barbacoas o
en un escaparate de freaks. Tras casi un centenar de detenidos y un repliegue a
los chats de Telegram, el autodenominado Noviembre Nacional está a punto de
tropezarse con la Navidad, con el frío invernal y con el arranque de la nueva
legislatura.
Pero no todo son
malas noticias para ellos. Esta semana, la ultraderecha ha ganado las
elecciones en los Países Bajos. Está por ver si logrará formar gobierno, pero
ahí está. Igual que en muchos otros países, acariciando el poder o participando
en él. Hace tiempo que, para algunos, la extrema derecha dejó de ser el cuñado
borracho. Ahora, todos consumen esa mierda, todos hacen esos chistes y algunos
ya lo invitan a todas las fiestas. Los gobiernos que todavía no están tomados
por la extrema derecha, legislan y actúan cada vez más condicionados por los
discursos de la extrema derecha. La hija de Le Pen, el de las cámaras de gas
como anécdota, está a punto de tomar el poder en Francia. Y es una de las que,
como en Rostock, en Mölln, en El Ejido o en Aravaca, apunta a la inmigración
constantemente. Y son los chavales, los que luego se fotografían con el
brazalete nazi, los que actúan en consecuencia.
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