NAPOLEÓN O LOS BORBONES
POR DAVID TORRES -
El mito de Napoleón sigue ejerciendo una fascinación irresistible sobre el subconsciente de nuestra época, una órbita de atracción y repulsión de la que carecen la inmensa mayoría de los dictadores contemporáneos. El clásico megalómano de manicomio, aunque sea un loco de chiste o del folklore, seguirá prefiriendo creerse Napoleón Bonaparte en lugar de creerse Hitler, Mussolini, Lenin o Stalin. Por el mismo motivo, a los novelistas y a los directores de cine les seduce la figura del Corso, no sólo por ese elemento de grandeza y coraje que lo llevó a adueñarse de media Europa en apenas una década, sino también por esos elementos cómicos y grotescos que rebajan su halo sobrehumano. La baja estatura, la calvicie que intentaba ocultar a base de mechones, la virilidad siempre en entredicho, los dolores de estómago que lo atormentaban.
Lenin era calvo sin
disfraces; Stalin medía más o menos lo mismo, 1,68 cm.; Mussolini también era
un amante penoso; el bigote de Hitler imitaba el de Chaplin… pero ninguno de
ellos, juntos o por parejas, puede compararse ni de lejos al genio militar
capaz de idear aquella trampa mortal en la batalla de Austerlitz. Napoleón
simboliza como nadie el falso concepto romántico del espíritu de la Historia
encarnado en un solo hombre: el fin del Antiguo Régimen, el legado de la
Revolución Francesa traicionado por la propia ambición. Que Beethoven le
dedicara la Tercera Sinfonía, la Heroica, y que luego, rabioso, tachara la
dedicatoria al enterarse de que se había coronado emperador, es una nota a pie
de página en una biografía que incluye anotaciones de Stendhal, de Tolstoi y de
Stefan Zweig. Stanley Kubrick (que reunió una biblioteca inmensa sobre Napoleón
y estuvo muchos años planeando una película que nunca dirigió) dijo que
Bonaparte representaba el genio mundano por excelencia, todo lo que un hombre
puede llegar a ser sin virtud. “La Historia es un conjunto de mentiras
acordadas” dijo Napoleón, una frase brillante que puede aplicarse también a él.
Lógico que Ridley
Scott le haya rendido pleitesía en una superproducción de las que ya no se
hacen, una película que ha levantado una polvareda de críticas entre los
historiadores, cabreados por las licencias narrativas que han llevado al director,
entre otras elipsis, a saltarse entera la Guerra de la Independencia española,
el primer revés serio del ejército napoleónico, el preludio del desastre de la
invasión rusa y de Waterloo. En una entrevista reciente, Scott recuerda que
Napoleón era, ante todo, artillero, un militar que dividía a sus tropas entre
las que manejan el cañón y las que son carne de cañón. Se calcula que las
campañas napoleónicas costaron la vida de unos seis millones de personas, pero
eso poco podía importarle a un general cuya leyenda dice que, al ver el campo
sembrado de cadáveres después de una batalla, soltó: “Esto lo arregla una noche
de amor en París”.
En España, Napoleón
designó monarca a dedo a su hermano José, Pepe Botella, un rey que tampoco es
que fuese un dechado de virtudes pero que hubiera sido mucho mejor estadista
que Fernando VII, el Deseado, un botarate hipócrita y rijoso que intentó
restablecer el absolutismo, disolvió las Cortes y anuló la Constitución de
Cádiz, entre otras muchas barbaridades. Puestos a elegir entre dos herencias
francesas, los borbones o los Bonaparte, los españoles nos quedamos con la
peor. El mundo tal como lo conocemos hoy, es decir, los grandes avances de la
Revolución Francesa, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano,
la liquidación definitiva del régimen feudal, la libertad de culto, forman
parte del legado de un hombre que lo extendió a sangre y fuego a lo largo y lo
ancho de Europa.
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