miércoles, 22 de noviembre de 2023

NAPOLEÓN O LOS BORBONES

 

NAPOLEÓN O LOS BORBONES

POR DAVID TORRES -

El mito de Napoleón sigue ejerciendo una fascinación irresistible sobre el subconsciente de nuestra época, una órbita de atracción y repulsión de la que carecen la inmensa mayoría de los dictadores contemporáneos. El clásico megalómano de manicomio, aunque sea un loco de chiste o del folklore, seguirá prefiriendo creerse Napoleón Bonaparte en lugar de creerse Hitler, Mussolini, Lenin o Stalin. Por el mismo motivo, a los novelistas y a los directores de cine les seduce la figura del Corso, no sólo por ese elemento de grandeza y coraje que lo llevó a adueñarse de media Europa en apenas una década, sino también por esos elementos cómicos y grotescos que rebajan su halo sobrehumano. La baja estatura, la calvicie que intentaba ocultar a base de mechones, la virilidad siempre en entredicho, los dolores de estómago que lo atormentaban.

 

Lenin era calvo sin disfraces; Stalin medía más o menos lo mismo, 1,68 cm.; Mussolini también era un amante penoso; el bigote de Hitler imitaba el de Chaplin… pero ninguno de ellos, juntos o por parejas, puede compararse ni de lejos al genio militar capaz de idear aquella trampa mortal en la batalla de Austerlitz. Napoleón simboliza como nadie el falso concepto romántico del espíritu de la Historia encarnado en un solo hombre: el fin del Antiguo Régimen, el legado de la Revolución Francesa traicionado por la propia ambición. Que Beethoven le dedicara la Tercera Sinfonía, la Heroica, y que luego, rabioso, tachara la dedicatoria al enterarse de que se había coronado emperador, es una nota a pie de página en una biografía que incluye anotaciones de Stendhal, de Tolstoi y de Stefan Zweig. Stanley Kubrick (que reunió una biblioteca inmensa sobre Napoleón y estuvo muchos años planeando una película que nunca dirigió) dijo que Bonaparte representaba el genio mundano por excelencia, todo lo que un hombre puede llegar a ser sin virtud. “La Historia es un conjunto de mentiras acordadas” dijo Napoleón, una frase brillante que puede aplicarse también a él.

 

Lógico que Ridley Scott le haya rendido pleitesía en una superproducción de las que ya no se hacen, una película que ha levantado una polvareda de críticas entre los historiadores, cabreados por las licencias narrativas que han llevado al director, entre otras elipsis, a saltarse entera la Guerra de la Independencia española, el primer revés serio del ejército napoleónico, el preludio del desastre de la invasión rusa y de Waterloo. En una entrevista reciente, Scott recuerda que Napoleón era, ante todo, artillero, un militar que dividía a sus tropas entre las que manejan el cañón y las que son carne de cañón. Se calcula que las campañas napoleónicas costaron la vida de unos seis millones de personas, pero eso poco podía importarle a un general cuya leyenda dice que, al ver el campo sembrado de cadáveres después de una batalla, soltó: “Esto lo arregla una noche de amor en París”.

 

En España, Napoleón designó monarca a dedo a su hermano José, Pepe Botella, un rey que tampoco es que fuese un dechado de virtudes pero que hubiera sido mucho mejor estadista que Fernando VII, el Deseado, un botarate hipócrita y rijoso que intentó restablecer el absolutismo, disolvió las Cortes y anuló la Constitución de Cádiz, entre otras muchas barbaridades. Puestos a elegir entre dos herencias francesas, los borbones o los Bonaparte, los españoles nos quedamos con la peor. El mundo tal como lo conocemos hoy, es decir, los grandes avances de la Revolución Francesa, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, la liquidación definitiva del régimen feudal, la libertad de culto, forman parte del legado de un hombre que lo extendió a sangre y fuego a lo largo y lo ancho de Europa.

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