PERIODISMO SELFI
JONATHAN MARÍNEZ
Periodista
Detención de Vito
Quiles durante una manifestación contra la amnistía frente a la sede del PSOE
en Ferraz, a 20 de noviembre. - Gustavo Valiente / EUROPA PRESS
Hace algunos días, revisé un viejo thriller de John Frankenheimer cuyo título fue traducido en España como Plan diabólico. Reconforta comprobar que la película no ha perdido un ápice de su frescura después de casi sesenta años. El planteamiento es simple a la vez que endemoniado. Un tipo llamado Arthur Hamilton, atrapado en un matrimonio anodino, descubre una corporación secreta que ofrece a sus clientes la ocasión de renacer a una nueva vida, empezar de cero con otro nombre y otro aspecto físico, desembarazarse de toda carga del pasado. Los renacidos forman así una exclusiva cofradía de vividores entregados al placer y al desenfreno.
Lo que me fascina,
sin embargo, no es tanto la originalidad de la trama como su ropaje estético,
el manejo audaz de la cámara, las distorsiones, la música espectral, todo un
repertorio de trucos audiovisuales que ahora pueden parecer banales y hasta
trillados pero que en aquel entonces tenían una frescura arrebatadora. En las
secuencias más asfixiantes del filme, Frankenheimer adhiere una cámara al
cuerpo del actor protagonista de modo que vemos sus expresiones faciales en
primer plano mientras el mundo gira a su alrededor como un tiovivo. Darren
Aronofsky popularizó la técnica en Réquiem por un sueño con resultados tan
eficaces como perturbadores.
Si nos paramos a
pensarlo, esta es la genealogía del palo selfi, un dispositivo ligero que nos
enfoca siempre en primer plano mientras el mundo gira a nuestro alrededor como
un decorado trivial y reemplazable. Por mucho que sonriamos y hablemos a la
cámara con ligereza y desenfado, la tradición de este recurso obedece sobre
todo a los códigos del cine de terror y el thriller psicológico. Y no lo hace
por azar. Cuando el detective Milton Arbogast cae por las escaleras en una
escena de Psicosis, Hitchcock hace que la cámara lo acompañe pegada al cuerpo
de un modo tan magnético que nos obliga a formar parte de su agonía.
A veces se nos
olvida la novedad que encierra el concepto mismo del selfi. Hace no muchos
años, cuando uno viajaba solo y quería tomarse una fotografía, tenía que
pedírselo por favor a algún amable transeúnte o girar la cámara y retratarse a
sí mismo casi a voleo y con cierto pudor por miedo a que los demás lo tomaran
por loco. Ahora las generaciones más nuevas graban bailes de TikTok en plena
calle sin que nadie se sorprenda. No lo digo por nostalgia ni por una pataleta
de viejo resabiado sino como constatación de una metamorfosis que va más allá
del progreso tecnológico. Ha cambiado nuestra forma de mirar a los demás y de
vernos a nosotros mismos.
También el
periodismo ha participado de esta mutación. Las protestas egipcias de 2011
contra Hosni Mubarak dieron fe de las nuevas posibilidades: cualquier persona
con acceso a internet era un potencial reportero llamado a difundir el clamor
de las muchedumbres y registrar los excesos de la policía. Pocos meses después,
el 15-M entró en efervescencia con la ayuda, entre otras cosas, del poder de
convocatoria que demostraban los hashtags y las redes sociales. Aún es posible
consultar en YouTube algunos de los vídeos que tomaron los manifestantes con
sus teléfonos móviles, imágenes trémulas y borrosas que conservan todo el vigor
del testimonio.
Aquellos fueron
tiempos de maduración para diversas personalidades del periodismo televisivo.
Dos meses antes de la primera acampada indignada, Ana Pastor alcanzó la cima de
su reconocimiento durante una entrevista con el presidente Mahmud Ahmadineyad.
En las redes sociales se comentaba la contundencia de sus intervenciones
mientras el hiyab que cubría su cabello se le iba desprendiendo poco a poco de
la cabeza. El estilo de Pastor, incisivo hasta los límites de la insolencia,
llegó a eclipsar a entrevistados tan conspicuos como Esperanza Aguirre o
Alfredo Pérez Rubalcaba. En el nuevo periodismo, las preguntas gozaban de mayor
atención que las respuestas.
La proyección de
Jordi Évole, consolidada por entonces con la eclosión de Salvados, se había
cocinado en el plató de Andreu Buenafuente a partir del personaje de El
Follonero. Los programas de zapping repetían aquel momento antológico en que un
joven espontáneo y provocador tomaba cariñosamente el pelo a Pau Donés. Mucho
después, lo vimos entrevistar a todas las celebridades de nuestro tiempo con
preguntas de apariencia amistosa pero punzantes. Dice Antonio Muñoz Molina que
Évole se dedica demasiada atención a sí mismo. No me atrevo a suscribir un
diagnóstico tan severo, pero los códigos del periodismo televisado no
contribuyen a despejar esa percepción.
En los círculos
conservadores de Madrid, Évole venía precedido de cierta fama progresista, así
que Intereconomía le inventó un alter ego, un follonero de derechas que
llevaría la provocación hasta sus últimas consecuencias y hostigaría a sus
adversarios políticos en la vía pública bajo el pretexto del periodismo de
investigación. Allí no había hueco para el intercambio civilizado de ideas sino
para el acoso y derribo del contrincante. El reportero apócrifo acudía a
eventos izquierdistas o independentistas con una cámara temblorosa y pegada al cuerpo
que exacerbaba las tensiones verbales y simulaba forcejeos. Ya no se trataba de
encontrar noticias sino de generarlas.
De esa misma
escuela, y al calor de varias siglas ultraderechistas, ha surgido toda una
estirpe de acosadores ambulantes que profesan una variante vulgar y mezquina
del periodismo selfi, un antiperiodismo ejercido con una cámara pegada al
cuerpo y en el que el protagonista ya no es la información sino el informante.
Los hemos visto balbucear sus disparates en la sala de prensa del Congreso o
agitar las algaradas de la calle Ferraz con llamadas al desorden. Los Gobiernos
autonómicos de Vox y el PP los abastecen de buenos dineros. Viven alimentados
del ruido y reclaman sin parar nuestra atención con berrinches de tamagotchi
hambriento.
Los periodistas
selfi, como los renacidos de Frankenheimer, gozan de una vida renovada gracias
al poder adictivo de las redes sociales y a la generosidad de un algoritmo que
premia la gresca y el espectáculo por encima del rigor y los escrúpulos
deontológicos. No hubieran durado medio minuto en la redacción de un periódico
decente, pero internet no exige demasiadas credenciales. Podríamos decir que
deshonran el oficio, aunque dudo que ningún profesional los considere siquiera
compañeros. Hay que reconocerles, eso sí, un mérito cinematográfico. Han
devuelto el selfi a sus más puros orígenes: el género de terror y el suspense
psicológico. Ahí la llevas, Frankenheimer.
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