INVESTIDURA DE UN TIRANO
Cuatro meses
después del 23J, Feijóo ha declarado por fin que la mayoría parlamentaria es
democrática y el nombramiento de Sánchez como presidente, legítimo
GERARDO
TECÉ
El Congreso de los Diputados, durante la celebración del debate de
investidura de Pedro Sánchez. / Congreso de los Diputados
Arranca la investidura que el jueves 16 de noviembre llevará a Pedro Sánchez a recibir por tercera vez el encargo del Congreso para ser presidente del Gobierno, y lo hace con importantes novedades. La fundamental, más allá del tremendo ruido, es que, al contrario de lo sucedido en septiembre, cuando era Feijóo quien pedía la confianza del Parlamento, ahora sí salen los números. Otra importante novedad, de clima político en este caso, es el protagonismo del procedimiento en sí. Tras casi dos semanas de estruendo y asedio a las sedes del PSOE, la sesión de investidura devuelve a la derecha al terreno de la realidad. Una realidad en la que son los diputados electos en representación de los millones de ciudadanos que los votaron quienes pueden atribuirse la condición de ser España, lo que opina España. Una condición atribuida en los últimos días a quienes, subidos a una farola y ondeando banderas de épocas pasadas frente a las sedes del PSOE, realizaban cánticos con rimas asonantes en las que puta, maricón o moro ponían la guinda a los estribillos.
Sobre el terreno de
juego de la realidad y con la certeza de que lo que opina España surge del
Congreso y no del megáfono del líder de Ultras Sur que esté de guardia esa
noche, arrancaba su discurso un Pedro Sánchez que, a su vez, también traía
novedades casi por acumulación. La historia de Sánchez es la historia de un
tipo cambiante y que se adapta a las circunstancias, una forma como otra
cualquiera de señalar, como bien hace la derecha, su oportunismo. Un oportunismo
del que parece haber hecho carrera con mayúsculas. Convertido por la derecha,
desde hace años, en la sátira del tirano, el cambiante Sánchez, que hoy opina
amnistía no y mañana amnistía sí, que pactaba con Podemos cuando hacerlo con
Ciudadanos no era una opción, va dibujando una carrera política de cierta
altura en la que, entre tanto cambio, parece establecerse un denominador común
nada cambiante, sino más bien permanente, que tiene que ver con la valentía.
Fue valiente el cambiante Sánchez cuando, tras negarse a hacerlo, decidió
pactar con Podemos. Fue valiente el cambiante Sánchez que, tras apoyar el 155 a
Cataluña, apostó por deshacer el camino del enfrentamiento. Fue valiente el
Sánchez de la excepción ibérica y el que se la jugó adelantando elecciones tras
el fracaso autonómico y municipal. Es valiente el Sánchez que hoy, tras semanas
de acoso y derribo mediático, político y judicial, subía a la tribuna del
Congreso para, con la cabeza alta y un discurso directo, defender una
alternativa democrática y social frente a la crecida internacional del fango
reaccionario. No sabemos si Sánchez ha llegado a ser referente de la izquierda
internacional de rebote tras sus muchos cambios de posición, por huir del acoso
de la derecha echada al monte o siguiendo un camino previamente trazado. Lo que
sí sabemos es que sabe jugar bien en este escenario y que se gusta en el papel
del Fucker-socialista, esa modalidad política consistente en visitar la sede de
Ferraz con sonrisa vacilona y absoluta tranquilidad, cuando aún se limpian las
calles tras la batalla campal de la noche anterior. O, en este caso, subir a
esa tribuna con absoluto aplomo, sabiendo que haber sido declarado enemigo
número uno de la patria que estás a punto de presidir forma parte del cargo.
Sánchez al fin
llamó matanza indiscriminada e intolerable a la actuación israelí
Con ese aplomo
desplegó el Sánchez colocado en la diana de la España Fetén un discurso de
investidura en el que, además de las típicas reivindicaciones de lo ya hecho y
las típicas promesas de lo venidero, hizo un ejercicio de pedagogía democrática
consistente en explicar al que será desde mañana líder de la oposición, Núñez
Feijóo, que las mayorías parlamentarias se obtienen cuando eres capaz de hablar
con todos y vertebrar mayorías complejas. Cosa imposible para quien camina por
la vida copiando el discurso y agarrando de la mano a una ultraderecha que un
día pide golpes de Estado y al siguiente –literalmente esta es la línea
temporal– los denuncia. Resulta que quien pretende que España se convierta por
cojones, por españolidad, por el espíritu de Marcelino marcándole de cabeza a
Rusia un gol, en algo que ya no es, no tiene la suficiente capacidad de formar
mayorías en una España que hoy es plural. Si Sánchez y sus pulsaciones en 60 se
encontraban hoy dos dificultades, estas eran: a la izquierda, su tibio
posicionamiento sobre el genocidio que Israel comete en Palestina, y a la
derecha la piedra de la amnistía. Ambas las ha resuelto con la solvencia mínima
exigible a quien quiere presidir un país como España. Tras semanas de
equidistancia, que ha llegado a resultar indignante, mientras los aviones
israelíes bombardeaban a civiles palestinos, Sánchez al fin ha sido
medianamente claro. Quien ha sido presidente desde 2018 y mañana renovará el
cargo, al fin llamó matanza indiscriminada e intolerable a la actuación
israelí. No es mucho porque no lo es señalar lo evidente, pero tampoco es poco
en un tablero internacional en el que a la izquierda le tiemblan las piernas a
la hora de defender los derechos humanos más básicos y denunciar las
barbaridades más tremendas. En la misma línea, la apuesta de Sánchez con la
amnistía ha sido coger el toro por los cuernos, evitando ponerse de perfil y
lanzándose a tumba abierta en el debate: “Estamos arreglando un problema de
convivencia que ustedes crearon”, le dijo a la bancada de la derecha. Con el
gran hándicap de no ser creíble este discurso, con la dificultad evidente de
que el cambio de postura de Sánchez nace de la necesidad de los votos de Junts,
el presidente introdujo en la cabeza de los espectadores esa imagen que ha
mitigado en buena parte su incoherencia: la llamada caye borroka. Es decir, ese
despliegue de sinceridad en las calles, esa representación de la derecha
consistente en quienes llaman putas a las ministras, maricones a los policías
que hacen su trabajo y no se apuntan a un golpe de Estado, o que rezan el
rosario mientras ondean banderas franquistas. Son el mejor regalo que Sánchez
podía tener y, probablemente, expliquen en buena parte su éxito repitiendo
presidencia en un contexto tan complejo y repleto de pandemias, guerras y
crisis económicas. A ellos, representados en el hemiciclo por Santiago Abascal,
les debe Sánchez una solidez política que nadie supo ver cuando llegó a la Secretaría
General del PSOE para calentarle la silla a Susana Díaz –cómo es la vida–, y
que le llevará mañana a ser declarado presidente del gobierno por tercera vez.
Donde hay un
presidente del gobierno hay un líder de la oposición. Sucede en todas las
democracias más o menos estables, y la española, con sus muchas imperfecciones
y amenazas –acabamos de ver al poder judicial manifestarse en contra de que el
poder legislativo legisle–, lo es. Y ese líder de la oposición será, desde el
16 de noviembre, Alberto Núñez Feijóo. Hay quien dice que el gallego venía a
esta investidura, que no es la suya sino una que sí triunfará, con el cómodo
repertorio de la ya clásica reivindicación de haber logrado mayor número de
votos que Sánchez en las urnas y la denuncia de la ruptura de España, vía
amnistía. No es así. Feijóo también venía hoy al Congreso a ser investido,
porque ni siquiera el cargo de líder de la oposición lo tiene asegurado. Con
decir que desde la tribuna observaba Ayuso… Feijóo, que aspira a durar denunciando
las fechorías de Sánchez más de lo que duró Casado –que dios lo tenga en su
gloria–, tenía hoy dos tareas que cumplir. La primera era precisamente la de
proclamarse líder de la oposición, lo cual conlleva aceptar que el tirano
Sánchez será elegido democráticamente presidente del gobierno.
Sorprendentemente lo ha hecho, y lo ha hecho con cierta claridad. En una de sus
réplicas, Feijóo, cuatro meses después del 23J, al fin ha pronunciado unas
palabras que muchos esperábamos: la mayoría parlamentaria es democrática y el
nombramiento de usted como presidente es legítimo. Aleluya. No importan ya los
peros que vinieron a continuación. No importa que no se hayan hecho eco de
estas palabras los grandes medios que aún albergan alguna esperanza de que
Felipe VI aparezca esta noche por Ferraz, montado a caballo y ordenando que la
policía se aparte para que los españoles que defienden la convivencia puedan
meterle fuego a las sedes políticas que consideren oportunas. No importa que
Feijóo, a continuación, declarase que hasta su socio Abascal tiene más sentido
de Estado que Sánchez. Importa que, aunque con la boca pequeña, porque Ayuso
estaba tomando nota desde la tribuna, lo ha dicho. Este es un Gobierno legítimo
surgido de una mayoría democrática. Una mayoría que cualquiera tiene el derecho
de aborrecer, faltaría más. Pero nadie tiene el derecho de poner en duda. La
segunda tarea de Feijóo era la de convencer a su bancada para que, en lo que
podríamos llamar la investidura chica, le diera su apoyo para poder gritar que
España se rompe durante los próximos cuatro años. Para esto no hay nada más
eficaz que la política de hechos consumados. Por eso, Feijóo lleva ya tiempo
gritando que España catacrak, y por eso, hoy en su discurso ha presentado una
serie de propuestas conceptuales para la temporada otoño-invierno como
“gobierno comprado”, “víctimas del independentismo”, “terrorismo
independentista” o “corrupción política” que podrían servirle para ir tirando.
Si ya me he hecho al cargo, para qué poner a otro, venía a decir Feijóo en el
subtexto de su discurso, sin dejar de mirar de reojo a la tribuna en la que
Ayuso llamaba “hijo de puta” a Sánchez por recordar el caso de corrupción en el
que su hermano se enriqueció vendiéndole mascarillas a precio de oro a la
Administración presidida por su hermana, mientras miles de personas morían en
España –Casado, que dios lo tenga en su gloria, dixit–. Feijóo, desplazándose
por el Congreso como se desplazaban los concursantes de Humor Amarillo por las
hamburguesas resbaladizas, hacía encaje de bolillos para no ser un Abascal
cualquiera que solucionase el debate de investidura pataleando y denunciando un
golpe de Estado y, al mismo tiempo, no decepcionar a la gemela de Abascal
presente, de cuya voluntad depende su continuidad al frente del PP. Quizá por
eso, el momento de mayor furia de Feijóo no tuvo que ver con la amnistía, sino
con eso que definió como ataques intolerables de Sánchez contra presidentes
autonómicos. Le faltó poco para, ya metido en su papel de líder de la oposición,
convocar esta noche un rezo colectivo de desagravio –diez avemarías y tres
padres nuestros bastarán– por las blasfemias vertidas contra Santa Isabel De
Todas Las Residencias.
Como hemos podido
ver estos días frente a Ferraz, la unidad de España que sí está en riesgo no es
la del país, sino la de la derecha
Como hemos podido
ver estos días frente a Ferraz, la unidad de España que sí está en riesgo no es
la del país, sino la de la derecha. Si uno rezaba el rosario pidiendo que la
santísima trinidad intermediase en esta discusión sobre el encaje
constitucional de la amnistía, otro se le acercaba cantando el Cara al Sol e
interrumpiendo el rezo. Si uno ondeaba la bandera española con la corona
monárquica, el otro le gritaba a dos centímetros de la cara que Felpudo, masón,
defiende tu nación. Cuando la lucha es por la pureza de la españolidad, suele
pasar que cada vez son más las formas de antiespañolidad existentes. Hasta que
solo quede una. La misma desunión la hemos visto hoy en el Congreso. En un giro
de los acontecimientos de lo más cómico, un rato después de que Feijóo
reconociese que la presidencia de Sánchez es un acto democrático y legal, pero
al mismo tiempo le atribuyese a su socio y motor ideológico Abascal mayores
cualidades de responsabilidad de Estado que al propio presidente, Don Santiago
y cierra España subía a la tribuna para denunciar un golpe de Estado –Feijóo
estuvo a punto de poner un bolso en su escaño e irse de copas– y comparar a
Sánchez con Hitler. Esto, unido al autobús de Hazte Oír que hoy deambulaba por
Madrid haciendo la misma comparación gráfica entre el presidente del Gobierno
de España y el genocida alemán, ha provocado gran confusión en los grupos de
Telegram de la ultraderecha en los que, a esta hora, ya no está claro si odian
o aman a Sánchez. El discurso de Abascal ha sido tan vomitivo –la presidenta
del Congreso tuvo que interrumpirlo recordándole que estaba en la casa de la
soberanía popular y no de cubatas en casa de Morante de la Puebla– como
incoherente. Si en España se está cometiendo en estas jornadas parlamentarias
un golpe de Estado, no vale con chillarlo desde la tribuna. Su obligación como
buen patriota es entrar a caballo en La Moncloa y La Zarzuela y ajusticiar a
los responsables golpistas para establecer una democracia fetén como la que
vivimos plácidamente durante 40 años en tiempos de Franco. En lugar de esto,
Abascal se irá a casa a seguir estudiando cómo maquillar el descaro de la
Fundación Disenso, lo cual habla de esa españolidad impostada que lleva a un
tipo que se escaqueó de hacer la mili a comprar camisetas de la Legión en
Amazon.
A falta de que el
resto de grupos sigan subiendo a la tribuna del hemiciclo para anunciar su
apoyo a Sánchez –curiosa esta dictadura en la que ocho grupos parlamentarios
diferentes se unen para formar una mayoría–, la investidura del socialista como
presidente del Gobierno será un hecho. 179 votos a favor y 171 en contra habrán
logrado frenar por los pelos un Gobierno para España que hubiera sido aplaudido
por los nazis que estos días insultaban a mujeres, homosexuales e inmigrantes
en las calles de Madrid. Un Gobierno que, como el anterior salido de las urnas
en 2019, tendrá enfrente al poder económico, mediático y judicial tomado por la
derecha subida a una farola. Sería recomendable que esos ocho grupos no lo
olviden.
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