NI GUERRA QUE NOS DESTRUYA NI
PAZ QUE NOS OPRIMA
El
rechazo a las guerras y la defensa de la paz han estado siempre presentes en el
ideario y quehacer feminista y forman parte de su internacionalismo, de lo que
hoy se llama el ‘grito global’
JUSTA MONTERO
Cabecera de la manifestación feminista del 8M de 2020 en Madrid.
El título de este artículo corresponde al lema que acompaña la acción feminista contra las guerras, que ha sido siempre, incondicionalmente, solidaria con las mujeres palestinas, afganas, sirias, iraquíes, colombianas, kurdas, saharauis y tantas otras que podría seguir enumerando. Hoy, al escuchar con dolor los testimonios de la población ucraniana y ver las imágenes de la destrucción que la invasión rusa está produciendo, el corazón está con las mujeres ucranianas, las que resisten en las ciudades y las miles que han tenido que huir con sus hijas e hijos, convirtiéndose en refugiadas. Y también está con las pacifistas rusas que crean redes de resistencia contra la guerra enfrentándose a la represión del régimen de Putin.
En vísperas de las
manifestaciones del 8 de marzo asistimos a polémicas entre los partidos del
Gobierno sobre la guerra y a declaraciones institucionales sobre el sentido de
las próximas movilizaciones feministas, por eso, antes de entrar en materia,
paso a defender la autonomía del movimiento feminista para marcar su propia
agenda en las manifestaciones que organiza y convoca, sin injerencias
institucionales o partidarias. La historia ha llevado a este movimiento a ser
particularmente celoso de su autonomía y a diferenciar el espacio institucional
y su responsabilidad con las políticas públicas, del suyo propio.
El “no a la guerra”
desde el feminismo tiene hondas raíces históricas e internacionales y,
tristemente, un largo recorrido. Aquí, grupos como “Dones per dones”, “Mujeres
de negro” y diversas plataformas por la paz, siempre han respondido a las
guerras y han mostrado la importancia de crear redes de apoyo y de relación con
y entre las mujeres de los países en conflicto. Así han empujado a que el
rechazo a las guerras y la defensa de la paz, hayan estado siempre presentes en
el ideario y quehacer feminista y formen parte de su internacionalismo, de lo
que hoy se llama “el grito global”.
Los motivos que nos
llevan a las mujeres a alzarnos contra la guerra y defender la paz son muy
diversos. A veces se ha querido asociar a una supuesta naturaleza pacífica de
las mujeres, un argumento con claros tintes esencialistas que no comparto y no
da cuenta de las diversas experiencias de las mujeres sobre la maternidad,
sobre las prácticas relacionales de las que se nos responsabiliza o sobre la
defensa de la naturaleza. La activista feminista y antimilitarista Montse
Cervera lo explica al señalar el motivo de que sea así: “No es porque las
mujeres seamos pacíficas por naturaleza sino porque hemos apostado por la vida
de las personas y del planeta”.
Esa apuesta por
poner en el centro las necesidades y el bienestar de las personas, para
garantizar vidas dignas en lugar de los beneficios de los mercados como
proclama el capitalismo, es lo que explica el rechazo feminista a la lógica
armamentista, a esa industria que va engordando en tiempos de paz hasta
convertirse en una potente industria de la muerte generando pingües beneficios;
el rechazo también a las escaladas militaristas que se van fraguando bajo la
retórica de la paz y a las políticas securitarias de los Estados que, por otro
lado, tan buenos réditos dan a la extrema derecha.
Es la misma mirada
que acompaña la exigencia de menos gastos militares y más gastos sociales en
los presupuestos del Estado. Son los gastos sociales los que pueden atender las
necesidades reales y la seguridad de las personas, son los que la pandemia ha
visibilizado como trabajos esenciales: los de las trabajadoras de la limpieza,
de las residencias, de la sanidad, de los servicios de atención a la
dependencia, los trabajos de cuidados y de sostenimiento en los hogares; en
todos ellos la mayoría de trabajadoras son mujeres.
La épica belicista
lleva inexorablemente a la cultura de la violencia, y no hay nada que produzca
más extrañamiento a la propuesta feminista
Pero hay otro
componente fundamental en la propuesta feminista de paz y en el “no a la
guerra”: la violencia. Las mujeres conocemos bien las lógicas destructivas de
las violencias, en este caso de las violencias machistas, y las guerras son el
máximo exponente de la violencia generalizada que busca el sometimiento de los
pueblos y de la violencia patriarcal que la acompaña. Como lamentable pero
afortunadamente se ha podido documentar en infinidad de ocasiones, las mujeres
se convierten en botín de guerra. Hubo que esperar a que saliera a la luz la
tragedia de las mujeres en la guerra de los Balcanes, para que la violación se
considerara crimen de guerra y es que la épica belicista lleva inexorablemente
a la cultura de la violencia, y no hay nada que produzca más extrañamiento a la
propuesta feminista.
No se sabe el
alcance final de esta guerra, que ya es devastadora, ni si será posible la desescalada
armamentista y que las y los miles de refugiados ucranianos puedan reanudar,
con sus heridas, la vida en sus ciudades y pueblos. Se sabe, porque ya se
anuncia, que va a modificar las condiciones de vida de todas y todos. Y esto es
sin duda la urgencia global. Pero si se aspira a la paz y a “una paz que no
oprima” no se pueden obviar los problemas que plantea el feminismo
antimilitarista, porque hacerlo es una garantía de repetición del horror y
convertir el discurso de la paz en pura retórica.
La brutalidad de la
guerra, y el drama humano que conlleva, pueden llevar a que se instale una
normalidad que aparque o ignore cualquier problema que escape a la lógica
bélica, que sin embargo forma parte de la lucha por la vida de las mujeres de
otras zonas del planeta. Pero no va a ser fácil, quizás habrá que ir
aprendiendo a hacerlo.
El movimiento Black
Lives Matter señaló que todas las vidas importan y su lucha y su lema se
convirtieron en todo un referente. Recurro a él porque ante el riesgo de una normalidad
que se asiente en la lógica del “sálvese quien pueda” o en el “nosotros
primero”, tan funcional al neoliberalismo, frente al miedo y a la inseguridad,
me lleva a lo que el feminismo ha levantado: el “nosotras juntas”. La idea de que no existen derechos para unas
si no se pueden extender a todas. Por eso, atender con urgencia el drama humano
que supone la mayor crisis de refugiados que se ha producido en Europa no puede
dejar de lado la situación de miles de mujeres y hombres que malviven en campos
de refugiados por todo el mundo. Como tampoco se puede demorar el cambio de las
leyes de asilo y refugio, de extranjería y otras normas securitarias de la
Unión Europea.
Porque todas las
vidas importan la regularización de las personas ucranianas que viven en el
Estado español es urgente y tiene que favorecer que así sea para cerca del
medio millón de migrantes que viven en el Estado español en situación
administrativa irregular. Como señalan las empleadas de hogar (por cierto,
todavía sin que el Gobierno les reconozca sus derechos y ratifique el Convenio
189 de la Organización Internacional de Trabajo), las jornaleras, las
trabajadoras sexuales, cuidadoras y trabajadoras esenciales, muchas de ellas
migrantes, la irregularidad de su situación las somete a mayor explotación
laboral, a la desprotección legal, la exclusión de servicios públicos y de
derechos y las hace más vulnerables a la violencia machista e institucional. El
Gobierno no puede esperar a que la campaña en marcha “¡regularización ya” tenga
que recoger 500.000 firmas para garantizar ese derecho.
Ese riesgo al que
hacía referencia antes –a que todo lo que no entre en la lógica bélica y sus
tremendas consecuencias inmediatas desaparezca de la atención mediática, social
y política– es un enorme problema porque la guerra no va sino a agravar los
efectos devastadores de las crisis que venimos sufriendo y que se van
superponiendo: la derivada de la guerra cabalga sobre la de la pandemia y esta
sobre las crisis ecológica, de cuidados, económica y democrática que también el
feminismo calificó como crisis sistémica.
El peligro de que
las desigualdades que produce el sistema se hagan más profundas y se instalen
aún más en una normalidad marcada por las violencias, la fragilidad de las
condiciones de vida de la mayoría y la fragilidad medioambiental, es real.
En unas recientes
jornadas sobre feminismo sindicalista, decían unas compañeras que organizarse
es empezar a resistir. Organizarse para convertir en grito global “ni guerra
que nos destruya ni paz que nos oprima”, para construir vidas dignas y
sostenibles para todas y todos, para que la apuesta por crear comunidad haga
inviable el sometimiento de las mujeres y los pueblos.
Como dice el
manifiesto de la Comisión 8M del movimiento feminista de Madrid, “las
feministas tenemos un plan, vamos a cambiar el sistema. Dibujamos otra
trayectoria posible, con una potencia feminista que atraviesa fronteras y
derriba muros”. Y no es retórica, hay un
feminismo inclusivo, en el que cabemos todas, con propuestas que apuntan a las
causas estructurales de la situación que viven las mujeres y que quizás por eso
incomoda tanto.
Feminismo o
barbarie.
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