MIGUEL HERNÁNDEZ EN LA MEMORIA
MAR CAMPELO MORENO
Miguel
Hernández en la Gran Vía de Madrid con
su
hermana Elvira y su sobrina.
A Elvira Hernández Gilabert, mi abuela
Querida abuela:
Hace más de 25 años que te fuiste y hoy se cumplen 80 de la última vez que viste a tu hermano Miguel con vida, pero no he olvidado las anécdotas que me contaste una y otra vez desde que era una niña hasta que la maldita enfermedad se llevó tus recuerdos; aunque, incluso cuando habías perdido la capacidad de expresarte, abrías los ojos y algo se removía dentro de ti si veías una foto de tu hermano.
Cómo te reías cuando me contabas las regañinas que le echabas cada vez que "se le iba el santo al cielo" en sus excursiones a la sierra de Orihuela para leer o escribir y tenías que justificarlo con cualquier excusa, o cuando clavaste las contraventanas para que no las abriera en las horas de calor.
También se reía él
cuando leías sus poemas y le hacías que te explicara lo que se escondía en cada
juego retórico, no descansabas hasta que lo entendías todo. Y cuando lo
reprendías por sus expresiones subidas de tono. Siempre sonreías cuando
hablabas de vuestra niñez y juventud, se te iluminaban los ojos reviviéndolo y
dibujabas la imagen de un muchacho alegre, espontáneo, cariñoso y vital, con
una enorme empatía con el sufrimiento ajeno.
Fuisteis compañeros
de juegos y siempre cómplices, amigos. Te hablaba de sus lecturas, de su pasión
creadora –fuiste la primera lectora de muchos de sus poemas-, de su deseo
vehemente de ir a Madrid, pero también de sus vivencias, de sus amigos, de las
mujeres a las que amó… Con esa atención al detalle que tenías que reprimir
entre risas pudorosas: "Miguel, no me cuentes esas cosas".
Con esa sonrisa
tuya de medio lado, me contabas que tu madre y tú ordeñabais las cabras por
segunda vez para sacar unas perricas que le enviabais a Miguel para que
sobreviviera en Madrid.
Te casaste y te
fuiste a Madrid con tu marido y tu hija (mi madre); el tío Miguel volvió a
Madrid en esa misma época y, aunque vivía en una pensión, iba casi a diario a
tu casa a comer y a que le lavaras la ropa.
Cuando leíste la
elegía que le escribió a su amigo Manolo, que había muerto ahogado, le pediste
que no la publicara porque causaría más dolor y te la regaló para que hicieras con
ella lo que quisieras. Tú la guardaste en tu carpeta de los tesoros, la que
contenía todos los recortes de prensa en los que se hablaba de él; esa carpeta
que fue creciendo durante el resto de tu vida con cada carta suya, cada foto,
cada publicación, cada referencia a tu hermano por mínima que fuera.
¿Por qué tuvo que
volver a Orihuela cuando acabó la guerra? ¿Por qué no escuchó a vuestro padre
cuando le dijo "vete, Miguel, que ahora viene el exterminio"? Porque
quería abrazar a su familia y se sabía inocente. Y lo encarcelaron en el
Seminario, en esa sierra en la que le gustaba perderse para escribir, para
leer, para empaparse de naturaleza.
Sus cartas desde la
cárcel trataban de transmitir esperanza, incluso se permitía alguna broma; os
ocultó que lo habían condenado a muerte hasta que le conmutaron la pena por
cadena perpetua. Esas cartas que llegaban censuradas o escondidas en el borde
de las lecheras, escritas en papel higiénico. Y tú escribías o visitabas a
cualquiera que pudiera interceder para su excarcelación.
Ya vivías en
Alicante cuando lo trasladaron al Reformatorio de Adultos, la que sería su
última cárcel. Caminabas hasta allí cada vez que se permitía una
"comunicación" y le llevabas los alimentos que enviaban tus padres
desde Orihuela y los que podías conseguir a través del estraperlo; esas
lecheras que tanto costaba llenar y que los carceleros dejaban caer.
El día de las
Mercedes los niños podían visitar a los presos y entraban su hijo y los tres
tuyos. Mi madre, con siete años, era la mayor y le hacías memorizar los
mensajes que querías transmitirle. Cuando salían, la interpelabas para que
repitiera cada palabra de tu hermano.
Me hablabas de
aquel día que fuiste a verlo con Josefina: no tenía fuerzas para caminar y se
apoyaba en dos compañeros. Cuando os vio, se irguió, hinchó el pecho y sonrió:
Miguel, qué bien te
veo, ¿estás mejor?
Han venido a
ofrecerme dinero y la libertad si me retracto de todo lo que he escrito y pongo
mi pluma al servicio del régimen.
¡Habrás dicho que
sí!
He dicho que no.
"Ese era mi
hermano", concluías.
Su salud empeoraba.
Recorrías Alicante de punta a punta sin descanso buscando una recomendación que
traspasara el bloqueo para que lo visitara un médico, hasta que lo conseguiste.
Lo ayudó a respirar mejor aunque, sin los medios suficientes, no podía hacer
más. Lo ideal era trasladarlo al sanatorio para tuberculosos de Porta Coeli,
donde, fuera de la insalubridad de la prisión, se recuperaría. Pero mientras tu
hermano no accediera a volver al seno de la iglesia, era imposible.
Se te rompía el
corazón cuando entrabas a visitarlo a la enfermería y lo encontrabas ahogándose
entre suciedad. Lo lavabas, lo vestías con ropa limpia y le extraías el líquido
de los pulmones como te había enseñado el médico.
Consciente de que
se acercaba el final, accedió a casarse por la iglesia, postrado en la cama,
para proteger a su familia (los matrimonios civiles habían quedado
invalidados). Pocos días después se aprobó el traslado a Porta Coeli, pero ya
era tarde.
La noche del 27 de
marzo fuiste a visitarlo con Josefina, se te quebraba la voz cuando me contabas
que lo aseaste y lo ayudaste a respirar por última vez. Murió esa madrugada.
Y llegaron los años
del silencio, del miedo a pronunciar su nombre, de la hipocresía, de los libros
de Losada llegados misteriosamente desde Argentina, de las conversaciones a
media voz. Te indignaba la injusticia, el odio y las mentiras, siempre las
mentiras. Me hablabas del tío Miguel entre murmullos y me pedías que bajara la
voz cuando te pedía detalles: "No cuentes nada", "no te
signifiques". Pues ahora lo estoy contando, abuela, mi memoria es tu
memoria.
Ya en democracia,
ibas a todos los actos y accedías a casi cualquier entrevista. Te quedabas
exhausta, pero era tu "deber" homenajear y propagar el nombre y la
obra de tu hermano. Esa fue la labor de toda tu vida.
Te habría encantado
saber que 2017 fue el "Año de Miguel Hernández", a ti que te
preocupaba tanto que lo hicieran desaparecer. Que de vez en cuando doy una
charla sobre ese legado de recuerdos que me regalaste. Que publiqué la elegía a
Manolo, como tú querías. Que la cama de tu hermano (que te acompañó a todos los
lugares donde viviste) está ahora en su cuarto, en la casa de la calle de
Arriba, que ahora se llama de Miguel Hernández, y que es su casa-museo. No lo
han olvidado, abuela, hasta la estación de tren lleva su nombre, y un
aeropuerto, y una universidad, y colegios, y centros culturales.
Descansa en paz,
abuela, la poesía de tu hermano resuena en todo el mundo; su nombre está marcado
a fuego; y yo seguiré compartiendo este legado que me transmitiste hasta
dejarlo grabado en mi memoria. Miguel Hernández es, indiscutiblemente, un gran
poeta; pero para mí siempre será el tío Miguel.
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