ADELANTE SU RELOJ, EL FIN SE ACERCA
JUAN LOSA
Como cualquier cosa que les cuente al respective de la guerra corre el riesgo de sonar a hueco, a pura palabrería, les hablaré de alteraciones gastrointestinales. Alertan los expertos en medicina del sueño que el cambio de hora podría conllevar desajustes gástricos. Como lo oyen, esa hora que nos birlaron esta noche en pro de la eficiencia energética, según apuntan los que saben, trastoca la maquinaria de nuestro reloj interno, que tardaría unos días en resincronizarse. Y en ese proceso de resincronización, al parecer, deponemos con inusitada frecuencia. Por mi parte desconozco la fiabilidad de este asunto. Serán
informados –o mejor no– el domingo que viene. Sí sé, por contra, que estar
sincronizados con el tiempo presente es un tema capital. La posibilidad de
tomarle el pulso a lo que acontece, de vivir conforme a los rigores de una
actualidad siempre cambiante es no sólo una suerte de obligación cívica, sino
que además nos provee de un vasto entretenimiento. Yo estoy muy a tope con esta
vaina, por eso al despertar lo primero que hago es ponerme la radio. Me acicalo
con las ondas hertzianas para, a continuación, proceder a la atenta lectura de
medios especializados y voces autorizadas, todo ello antes de pasar a los
telediarios. Pienso, en plena voracidad informativa, que si al mundo le importa
más bien poco lo que me sucede, qué menos que estar yo al tanto de lo que le
sucede al mundo. Y al mundo, convendrán conmigo, le están ocurriendo cositas de
un tiempo a esta parte. El caso es que no le pierdo ojo al tiempo que me ha
tocado. Tal es así que en ocasiones creo que es el tiempo el que no me quita
ojo a mí. Como si de tanto perseguirlo se hubiera vuelto en mi contra y
apretara el paso dejando tras de sí un festín de acontecimientos que degluto
como puedo. A veces, en plena vorágine, fantaseo con pedir tiempo muerto, o al
menos un receso que me permita coger algo de aliento. Me acuerdo entonces de un
reloj de pared con péndulo. Un mamotreto decimonónico que colgaba en casa de mi
abuela. Recuerdo la extraña satisfacción que sentía de niño al meter la zarpa en
las manecillas y jugar a cambiarle el tiempo a la vida (y a mi abuela). Intuía
que era pura convención, que nada se aceleraba y que nada regresaba del pasado.
Pero mataba el tiempo. O eso creía. Ahora sé –me lo enseñó el propio tiempo–
que era más bien al revés, que su misión no es otra que acabar conmigo. Y
también contigo.
Y ahora si me
disculpan voy al servicio.
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