LA HUELGA QUE NUNCA ENTENDÍ
ANÍBAL MALVAR
Vista del comienzo de la marcha lenta que protagonizan los
camioneros con salida este miércoles en el estadio Wanda Metropolitano de
Madrid en la décima jornada de protesta, pese la ayuda de 500 millones de euros
anunciada por el Gobierno para compensar el alza del precio de los carburantes.
EFE/ Sergio Pérez
A mí siempre me han encantado las huelgas. Lo digo casi sin frivolidad. La huelga es la expresión más honda de la democracia. Incluso más que las elecciones. Porque a las elecciones se va gratis, y en la huelga te puedes jugar muchas cosas: el trabajo, la futura relación con el patrón y con tus compañeros cobardes, el dinero que no ingresas por cada jornada de paro y, por qué no recordar tiempos y lugares no tan lejanos, a veces la vida.
Si el día del voto
es la sístole de la democracia, la huelga es su diástole. Yo me asombro, siendo
los humanos los seres más tontos del planeta al que castigamos, de que hayamos
sido capaces de inventar la democracia y la huelga. Dos conceptos tan
terriblemente hermosos. Tan responsablemente trágicos. Y no lo digo en baladí.
Yo, cuando me muera, no quiero subir al paraíso de los cristianos, quiero
pasarme la eternidad en huelga. Que no se trabaja, pero se produce. La historia
de la lucha laboral nos demuestra que no hay currante más productivo que un
huelguista.
En la segunda mitad
del siglo diecinueve, los huelguistas exigieron la abolición del trabajo
infantil. Los oligarcas clamaron que sin niños en las fábricas la economía se
hundiría. Ganaron los huelguistas y la economía no se hundió. Todo lo
contrario.
En la primera mitad
del siglo XX, los huelguistas consiguieron tras ser muy asesinados la jornada
de ocho horas. Los oligarcas clamaron que con ocho horas en las fábricas la
economía se hundiría. Ganaron los huelguistas y la economía no se hundió. Todo
lo contrario.
Podría seguir dando
ejemplos hasta escribiros dos quijotes, pero estoy perezoso y se me hace largo.
Ayer bajé al súper
y la mitad de los fluorescentes estaban apagados. A mí me encanta la penumbra,
pero la sordidez de un mercado a media luz es como un gato con tifus que te
maúlla agresivo en un callejón. Me recuerda a sitios donde he estado y donde
quisiera no haber estado.
Lo que os voy a
contar es lo de la leche. Quizá lo de la leche sea lo más importante, pero
tened en cuenta que no soy todólogo, y que desde mi punto de vista mi opinión
es altamente cuestionable. No había leche en el súper.
Se pregunta mucho
la gente estos días de dónde sale esta huelga. Si de la patronal, de los
camioneros, de la ultraderecha o de la ultra izquierda. Por mucho que lo
busques, no lo encontrarás. Lo que sí podrás saber en poco tiempo es a quién
beneficia políticamente.
Si algo saben hacer
los fascistas, y nos lo recuerda la historia, es masticar nuestra hambre como
si fuera suya. Los señoritos como Santiago Abascal nunca han pisado una boñiga,
pero se disfrazan de camperos aun mejor que el santo inocente Paco Rabal,
milana bonita.
Como huelguita
profesional, creo que sería necesario hacer huelga contra todo y todo el
tiempo, hasta que encontráramos la belleza social más pura y absoluta. Es un
ideal. Pero cuando medito sobre esta huelga patronal de transporte que ha
capitalizado Vox, me dan irreverentes inquietudes dentro de mi alma pura. Uno
de los enigmas más grandes que me queda dentro del poco conocimiento histórico
que poseo es este: por qué los descontentos con los abusos de la oligarquía
siempre acaban favoreciendo a los oligarcas (hoy Vox) y no a los oprimidos, que
se devoran entre ellos. Las luces del supermercado siguen apagadas.
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