sábado, 10 de julio de 2021

¿POR QUÉ ALGUNAS PERSONAS SOMOS COMUNISTAS?

 

¿POR QUÉ ALGUNAS PERSONAS SOMOS COMUNISTAS?

Lo que realmente nos hace ser es la relación. Solo se es humano en la medida en que somos humanos con otros. Nuestra libertad no es una soberanía únicamente limitada por la libertad de las otras y los otros sino que nuestra libertad comienza cuando empieza la de los demás

POR MIGUEL ÁNGEL DOMENECHo

Cuando contemplamos nuestros proyectos de vida y queremos que esa vida haya de ser guiada rectamente con arreglo a la razón y al conocimiento nos encontramos necesariamente la pregunta de ¿por qué?. ¿Por qué optamos por ese camino que nos hemos dado? Todo asunto relevante para nuestro proyecto existencial se ve necesitado de su justificación racional desde la conciencia propia y ante los demás. Siempre hallamos en el camino a Tebas la esfinge que, como a Edipo, nos lanza la pregunta en que está en juego si no la vida del viajero al menos sí la racionalidad deliberada. Vida sin deliberación no merece la pena vivirse. Efectivamente, la esfinge nos retira la vida no solamente cuando no respondemos sino también cuando no la ponemos interrogándonos.

 

Entre las personas comunistas se nos añade una exigencia suplementaria. A ese por qué soy no le basta apelar únicamente a la conciencia y al fuero interno sino que necesita de otra más amplia formulación ¿Por qué somos? A los y las comunistas no nos puede satisfacer ni el interrogante dirigido a la conciencia individual ni la respuesta del arbitrio personal o de una Razón trascendente, sino las razones que nos damos y nos comunicamos unas personas a otras. Atendemos así al mundo común que con ellas, las razones que se dan y se reciben, nos construimos a nosotros mismos y al mundo humano que compartimos. Un mundo hecho de lenguaje que quiere ser un hogar común. No pueden darse razones en soledad y el conocimiento privado no es ninguna clase de conocimiento. De la misma manera no se puede ser libre solo o sola. Las personas comunistas siempre hemos de ser un nosotras. Lo que realmente nos hace ser es la relación. Solo se es humano en la medida en que somos humanos con otros. Nuestra libertad no es una soberanía únicamente limitada por la libertad de las otras y los otros sino que nuestra libertad comienza cuando empieza la de los demás. No hay manera de plantearse por qué soy sin decirlo, esto es, sin participarlo a las demás personas, de manera que siempre desemboca en por qué somos. Un cogito plural nos dice un Faktum no de Razón sino de razones, de hablas, y de espacios comunes donde ese habla se da como proposición con la finalidad de ser escuchada y apelando al asentimiento y la adhesión para que resulte un común. No es únicamente para los comunistas el kantiano “cielo estrellado sobre mi cabeza” y “la conciencia moral dentro de mí”. Ambas cosas, la moralidad y el conocimiento, están en el nosotros/nosotras.

 

 

Esta larga justificación del uso del plural en el titulo mismo de este artículo no ha sido ociosa ya que nos sitúa en el contexto de reflexión del que partimos las personas comunistas. Esta primera reflexión nos conduce a lo que es la antropología comunista y que al mismo tiempo lo fue de la antigüedad ilustrada clásica: solo en la polis se hace el ser humano bueno y feliz. Somos comunistas porque creemos que solo devenimos humanos cuando estamos con otras personas construyendo un mundo común.

 

En asuntos de reflexión, la filología, como amante del logos, es decir de la palabra comunicada, nos enseña la etimología del término comunismo. El término procede de la raíz latina munus que se refiere a la vez a obligación, carga y a don, regalo. El munus es un deber, una tarea. Por otro lado, significa una entrega, un servicio. Sus derivaciones siguen enriqueciendo estos significados por cuanto munere, es remunerar, premiar, retribuir y muneratio, generosidad. La communio, ya muy cerca de la propia noción de comunista, es el hecho de compartir esos deberes, dones y servicios mutuos. Communis es lo que pertenece a todos y se construye compartiendo el deber con la entrega y labor de todos. No muy lejos de esta construcción originada en el don está el mismo fonema de moena: los muros, la muralla, lo que define la ciudad y la protege. Todo ello evoca el significado de una alianza entre las instituciones morales del don y de la cooperación en el deber que es propio de una universalidad del común sin exclusiones ni exclusividades.

 

Las personas comunistas somos de ese mundo moral y social. Nuestra sociedad no procede de competencia, lucro y prerrogativa sino de mutuo compromiso y obligación compartida y acordada. No es la ley del más fuerte sino la ley de todo el mundo. Esto no quiere decir pacífico consenso, pues, en efecto, el eco de la muralla, la moena, nos recuerda que a veces no es pacíficamente como se construyen las ciudades y los lugares donde ha de habitar la comunidad deben de tener en cuenta a los enemigos del común, los privilegiados.

 

Los y las comunistas consideramos, por experiencia milenaria, que hay instituciones, como la propiedad, cuyo ejercicio puede alcanzar formas y grados que entrañan dominio de unos seres humanos sobre otros y que funcionan como explotación y aprovechamiento de los que unos pocos se lucran a expensas de la servidumbre de los otros. Siendo la única subordinación legitima sin sumisión aquella a los que todos nos sometemos a nosotros mismos, esas formas de propiedad no pueden quedar en manos privadas sino en las de todos porque se trata en realidad de un gobierno y mando sobre las voluntades, obligación que solo es tal si proviene de la voluntad general generada en asociación republicana del común. Esa propiedad, susceptible de ser arma de dominación, no puede ser privada sino siempre pública, de todos, sea cual sea la forma que haya adoptado y adoptará circunstancial e históricamente: la tierra, los recursos naturales, la energía, los medios de producción, el dinero y la deuda, el crédito y la finanza, etc. Este criterio ha sido causa del terror que el comunismo ha despertado en los propietarios explotadores hasta el punto que se nos identifica con intención reductiva como enemigos de la propiedad privada libre. Propiedad y libertad están relacionadas, en efecto, pero debe ser la libertad la que ordena la propiedad y no a la inversa. En materia de orden, como en todo donde está en juego las relaciones normativas, en nuestra Grándola comunista, es “el pueblo el que más ordena”. Somos comunistas porque recuperamos para la propiedad su condición de ejercicio en libertad y no su status de instrumento de dominación.

 

Como comunistas juzgamos que el capitalismo no es otra cosa sino una descomunal organización del egoísmo que toma como criterio de rango la capacidad para hacer dinero y enriquecerse a toda costa incluyendo la explotación y aprovechamiento de los y las semejantes y reduciendo las aspiraciones humanas a un homo economicus solo atento a las más bajas pasiones del lucro y aprovechamiento de todo y de todos. Precisamente nuestra experiencia de sufrimiento de la necesidad nos ha hecho saber con orgullo altivo, la dignidad de nuestra humanidad en la construcción autónoma de un mundo ético que dicta incluso desde lo que deba ser o no ser necesario y productivo hasta lo que deba ser justo y bueno, en la cultura del apoyo mutuo y el don. Esta vivencia nos enseña que nuestra identidad como actores colectivos de nuestra emancipación no se agota en nuestra posición en las relaciones de producción ni en una única o última instancia de la necesidad ni de la producción ni de la reproducción, sino en el sentido y significado que damos a nuestras vidas y de la propia creación de nuestro mundo común que se construye como fuerza simbólica, cultural, moral y con el lenguaje. Con estas armas, las personas comunistas hemos puesto la fuente de la moralidad no en la necesidad sino en la libertad. Con estas armas los y las comunistas sabemos que solo las personas desposeídas nos liberamos a nosotras mismas de todas las necesidades y dominaciones impuestas por cielos, dioses, reyes, o tribunos salvadores. Compartimos con la Ilustración el principio de que la humanidad solo puede servirse de sí misma y que depende nada más que de sí… y nada menos.

 

En la propia emancipación y la conciencia generada en el empeño por conseguirla nos construimos como comunidad activa y política siendo esta labor constante e inacabada. Sabemos que no es una labor de cumplimiento de un ideal a traer a esta tierra sino a ir definiendo en la propia lucha de emancipación. Por eso, las personas comunistas no tenemos ninguna anticipación doctrinaria o fantasiosa de lo que deba hacerse. No porque haya un sentido necesario que haya de cumplir la historia sino porque lo que haya de hacerse en cada momento es lo que el pueblo acuerde. El gobierno que proponemos es el de que la voluntad popular sea gobierno. El comunismo ha sido presentado por las oligarquías dominantes como lo opuesto a democracia. Al contrario, queremos la radicalización de la democracia. Solo tenemos por voluntad popular la emancipada de toda dominación e intermediación previa a su expresión. Esta voluntad común ha sido llamado “terror” por las oligarquías. No nos basta la urna electoral que señale a quienes nos gobiernen, queremos más, queremos gobernarnos. Al anticomunismo le aterra la democracia porque tiene la potencialidad de emancipar al mismo tiempo que se practica.

 

Creemos, también por habérsenos dado en la experiencia, que tal empeño no consiste en piadosos deseos de transformación de las almas, sino que debe resolverse en un conflicto siempre existente entre dominadores y dominados, entre pobres y ricos, estos queriendo dominar, aquellos no ser dominados. La multitud desata su violencia legítimamente para librarse de aquellos que mantienen una violencia tenaz y persistente contra los muchos, y contra el bien común. Buena parte de la identidad de las clases subordinadas se ha construido con la conciencia y experiencia que se ilustra en la sentencia espontánea de que todo rico es un ladrón o heredero de ladrón y que todo rico es un vecino peligroso para cada uno y para la república.

 

En muchos casos estas propuestas del común se han logrado y forman parte de lo mejor de nuestro patrimonio político actual que sin aquellas no existiría hoy. Son incontables las instituciones sociales y políticas de las que nos sentimos orgullosos y gozamos hoy que han sido inevitablemente calificadas en su día no solo de utopías sino de ignorantes y despreciables reclamaciones del vulgo común, imposibles y propias de gentes de baja condición. A ellos debían de añadirse otros perversos productos y márgenes de los mismos: agitadores y gentes sin Dios, ni ley. Todos ellos compartían el mismo calificativo central de igualdad y de sola posesión de un bajo oficio pero ricos en comunidad y hermandad, en todas sus declinaciones: los ciompi, diggers y levellers, remensas y jacqueries, irmandiños, comuneros, agermanados, comunidades del mar, sans culottes, communards, comunistas,…

 

En otros casos, si no lograron el objetivo, lograron la dignidad de empeñarse en buscarlo. Porque en efecto, no solo se rebelan los pueblos que esperan lograr algo, sino que la propia dignidad de la lucha de la rebelión por conseguirla es también un éxito. En otros casos, la herencia de la rebelión frustrada nos habla de que la justicia no se remite al mundo celestial más allá sino al juicio posterior de la memoria que hará perdurar en una inmortalidad en este mundo entre los recuerdos que el común tiene públicamente por nobles. Otros reclamarán en permanencia una redención siendo las generaciones posteriores a las que nos incumbe la recuperación mesiánica de las causas justas que se perdieron, como señala Walter Benjamin, restableciendo la justicia que se les arrebató.

 

Éxitos, memorias y propuestas, son acervo de un patrimonio real, institucional y moral que en parte heredamos y por otra parte proponemos. Todo ello son las costumbres en común populares, el soporte moral e ideológico que servirá permanentemente para aspirar a la construcción de una sociedad comunista. Somos los herederos de los movimientos ancestrales que han construido toda la articulación ideológica y moral que reclama la forma de convivir en libertad. Esa herencia es el verdadero comunismo real por cuanto existe y ha existido siempre.

 

Los y las comunistas tenemos una tradición que no hemos dejado en manos de tradicionalistas. No es la tradición de estos últimos, la de los vencedores, sino la tradición de lo que históricamente ha sido vivido como institución justa pero olvidada. Es este el comunismo real que constituía la posesión de los recursos básicos. La tierra misma pertenecía a la comunidad, siendo la polis la que tenía la facultad de dar, quitar y repartir desde que se fundaba como ciudad y no era de justicia sino de barbarie el principio de acaparamiento por el más fuerte. Las fuentes, pozos, lagos, ríos y aguas, mares, bosques, pastos, dehesas, montes, leñas, caza, pesca, siempre fueron ancestralmente en la práctica bienes comunales de todo el mundo, no apropiables privadamente sino con injusticia. Los cerramientos, cercados y privatizaciones de estos bienes por los señores contra aquel común de aprovechamientos son una práctica reciente en términos históricos contra lo que era justo y contra la institución económica habitualmente comunista. Privatización bárbara no practicada además en otras culturas no occidentales ni anteriores, varias veces más milenarias que el actual y provisional capitalismo. El comunismo no es una idea platónica, no somos comunistas porque haya de hacer descender del cielo de las Ideas a la tierra en un terreno utópico del horizonte nunca existente. Siempre en la historia en Europa y más allá de ella ha habido, en lo que a organización social y práctica económica se refiere, propiedades y bienes, zonas mayoritarias de propiedad comunal o comunista. El acceso libre a estos bienes ha sido el fundamento de la independencia material de los y las plebeyas y su forma de vida habitual. Precisamente, la defensa de estos bienes frente a las ambiciones de los poderosos por clausurar este régimen ancestral civilizatorio ha atravesado las luchas de clases en la Edad Media y Moderna. La reivindicación expresada en el siglo XIII, la misma Carta magna, en tanto que al mismo tiempo Carta del Bosque del Común y la reivindicación de la economía política popular de Robespìerre en el XVIII, o la demandada Reforma Agraria y ocupación de tierras por los extremeños en la II República española son otras tantas muestras de la lucha por estas instituciones reales y morales en las que ha vivido la plebe. Aquella plebe de expulsados de su economía comunal, y aquella forma institucional comunista de organización económica, fue expropiada para la realización forzada y violenta de la aberrante utopía capitalista del laissez faire. Junto a ella, el absolutismo soberano de la propiedad privada es el origen de la barbarie de desigualdad en que vivimos.

 

Al mismo tiempo que esas exclusiones expropiatorias se han llevado a cabo, otra expropiación de lo popular común se ha activado siempre por parte de las clases poderosas aunque con dificultades por la resistencia misma que los comunistas oponemos. Esta expropiación consiste en la expulsión de la vida política de una reivindicación que ha sido identificada con diversos nombres: economía política popular, economía moral de la multitud. Se trata de la convicción común ancestral de que es la equidad, el criterio de lo justo y lo bueno, lo que debe regular las relaciones de trabajo, de subsistencia, de intercambio, la economía en su totalidad. La economía, de la misma manera que todo lo humano, es una actividad relacional, y debe de estar sujeta a normas que forman parte de todas aquellas que deliberadamente nos damos a nosotros y nosotras mismas para poder llamarnos libres y no dejadas a la brutalidad de la fuerza y la traición de la astucia. La economía es cosa de todos y todas, asunto de la república y debe de estar sujeta a normas políticas y morales.

 

Estas dos instituciones, la de la economía moral de la multitud y las formas comunales han sido la vivencia social, cultural real y permanente del común y no un sueño de sectas obreras, milenarismos o turbas primitivas a las que ha querido reducirse la reflexión, juicio y determinación de los levantamientos comunistas. Las personas comunistas, en tanto que socialistas genuinas, no vemos esto como utopía sino como sabiduría de la experiencia. No lo consideramos pretenciosamente como ciencia sino como conciencia.

 

La convergencia de los fines comunistas de radicalidad democrática, igualitaria, dicta la naturaleza de los medios para su consecución. Tal como es la dignidad de los fines así debe de ser la de los medios, y no que estos abandonen esas exigencias morales en nombre de una supuesta eficacia que dictaría suspenderlos en la práctica política. La emancipación de las clases subalternas tiene que ser obra de ellas mismas y la definición de la libertad como compromiso activo con lo común impide que pueda delegarse ese ejercicio en otras personas que se ocupen de ella en nuestro nombre. La emancipación por nosotros y nosotras mismas impide que el nosotros/nosotras decisivamente comunista sean ellos/ellas, representantes que nos sustituyen en el gobierno y en el lugar de las decisiones y su ejecución. Lamentablemente, esto no se tiene en cuenta en la práctica política de nuestros días porque ha sido interesadamente abolido por los poderes fácticos que han creado una cultura de renuncia y de cesión de nuestro autogobierno en intermediarios que se estima con una capacidad que la plebe no tiene. Es una nueva expropiación que sufren las clases subalternas, la de la dignidad que se les niega de poder realizar sus propios fines que deben ser siempre confiados a otros. Elegir a las personas que han de mandarnos no es mandarnos a nosotros y nosotras mismas. Las personas comunistas no somos el Estado -congregación de representantes selectos en tanto que electos- sino la Res Pública: la totalidad inmediata y no discriminadora de los que deliberan, acuerdan y deciden.

 

En este marco conceptual comunista, las elecciones no son nunca una solución sino que son parte del problema. La insistencia en la urna y el voto, en la delegación, es una persistencia suicida en cavar con entusiasmo para socavar el principio mismo comunista de que es “el pueblo el que más ordena”. Ese cavar y socavar la perdición propia es la fuente de las peores frustraciones, cada vez más profundas –como un agujero cavado sin cesar– y más frecuentes. La orden popular –ejercicio de su capacidad propia– no nos dice elegid a nuestros reyes sino que no los haya. Los y las comunistas no operamos con representantes sino con mandatarios y mandatarias, con cargos revocables, rotados, agrupados en consejos colectivos, de corto mandato, rindiendo cuentas políticas permanentes sobre el mandato recibido, sorteados, con incompatibilidad de repetición o acumulación de cargos y compartiendo vivencialmente la condición material de la plebe que les manda.

 

El comunismo, tanto con su propuesta como en la práctica histórica y sus razones, es el lugar de los “parias de la tierra”. El comunismo es el reconocimiento de una legión “famélica” cuya hambre de vida digna nunca ha sido satisfecha salvo en excepcionales momentos de la historia. Famélica legión en su literalidad material es casi la mitad de la humanidad, famélica de dignidad por apartamiento del autogobierno y las decisiones públicas de casi la otra mitad por vía de una parodia de democracia, nunca realmente deseada como gobierno del común plebeyo, limitándola a voto y urna, representante y tribuno. Dignidad expropiada al ser sustituida la conciencia y voluntad popular por una voluntad y supuesta ciencia de los electos y enajenada en un cuerpo ajeno al pueblo y absoluto rey: el Estado.

 

Miguel Ángel Domenech es politólogo, colaborador en distintos medios y promotor del blog La Cabaña de Babeuf

 

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