sábado, 31 de julio de 2021

EL ACABOSE

 

EL ACABOSE

Con la llegada del consumo de masas, los jóvenes y adolescentes se convirtieron en objeto y objetivo del mercado, pero también en un nuevo peligro moral. Ahora, la última ola de la covid nos permite cargar una vez más las tintas sobre ellos

SILVIA COSIO

El cuerpo de Robespierre no se había enfriado todavía cuando por las calles de París se paseaba una nueva tribu urbana de jovencitos y jovencitas que escandalizaban a la sociedad bien pensante. Eran los incroyables y las merveilleuses, los increíbles y las maravillosas, aunque ellos y ellas preferían que les llamaran incoyables y meveilleuses, sin la odiosa r de Revolución. Estos hijos e hijas de las antiguas élites ajusticiadas en la guillotina, pero también de los nuevos ricos que se habían forrado gracias a la venta de armas y los préstamos abusivos, se paseaban por las calles y los salones con su ropa extravagante (ellos), desnudas bajo la fina y transparente tela de sus vestidos de muselina (ellas), y todos imitando los peinados que llevaban los condenados a muerte. Pero lo que realmente les caracterizaba era su público desprecio hacia los valores de la Revolución y de la Ilustración, lo que les llevó a abrazar los ideales reaccionarios. Con el tiempo se fueron moderando y, a pesar del estupor y el escándalo que su aparición causó en un principio en la sociedad francesa, acabaron influyendo en la moda y en los modos sociales más allá de Francia. Una versión más sobria de estos chicos y chicas la encontramos en los románticos, esa generación de jóvenes que rechazaban la Razón, idolatraban el reino de los sentimientos, idealizaban la Edad Media y construyeron ensoñaciones políticas basadas en el nacionalismo esencialista (patria, lengua y tradición).

 

Tendemos, erróneamente, a pensar que juventud es sinónimo de progreso, cuando lo que caracteriza a la juventud es el rechazo a la autoridad, representada,  principalmente, por los valores de sus padres y madres. De lo que suele ser sinónimo juventud es de escándalo. Escándalo ante la pérdida o cuestionamiento de los valores es algo que cada generación siente por las que la suceden, un tópico recurrente en la literatura y el ensayo moral, resumido a la perfección por Quino en una de sus viñetas más memorables: un anciano al cruzarse con un hippie grita escandalizado “Es el acabose”, pero Mafalda le tranquiliza recordándole que solo es “el continuose del acabose de ustedes”. Sin embargo, más allá de las pataletas propias de toda generación que se comienza a notar intrascendente y sustituida –ese momento tan freudiano en el que sentimos que nuestros hijos e hijas están decididos a matar al padre y a la madre–, hay momentos en los que el escándalo hacia la juventud se torna pánico.

 

Tendemos, erróneamente, a pensar que juventud es sinónimo de progreso, cuando lo que caracteriza a la juventud es el rechazo a la autoridad

 

Tras la Segunda Guerra Mundial, en Estados Unidos –y poco tiempo después en parte de Europa, cuando llegan las ayudas del Plan Marshall–, se inicia un período de bienestar inédito: por primera vez muchos jóvenes y adolescentes, y ya no solo los de las clases privilegiadas, tienen la opción de acceder a la educación pero también al ocio. Con la llegada del capitalismo y del consumo de masas, esos jóvenes y adolescentes se convierten en objeto y objetivo del consumo. Esto provoca una brecha enorme entre estos jóvenes y sus familias, que habían sufrido las consecuencias del crack del 29, la inestabilidad política en la Europa de entreguerras y los rigores de la Segunda Guerra Mundial.

 

En los años cincuenta, una sociedad aterrorizada por la “amenaza roja” y el apocalipsis nuclear añade un nuevo pánico al catálogo, el miedo a los jóvenes. Ya no solo se les acusa de atentar contra la moralidad dominante y tradicional, sino que se les asocia directamente con la delincuencia. El cine no tarda en hacerse eco de este pánico y contribuye a consolidar la imaginería popular con películas  como Rebelde sin causa, Salvaje, Doce hombres sin piedad o West Side Story. Juventud, delicuencia, navajas, rock, sexo, nihilismo, un batiburrillo de tópicos con el que se evitaba hacer un análisis más profundo del malestar de una generación que se oponía a los valores tradicionales asfixiantes y también se enfrentaba al racismo sistémico y a una desigualdad económica y social mucho más profunda de lo que la propaganda oficial y el Technicolor dejaban vislumbrar. En EE.UU., el pánico y la campaña amarillista contra el uso de las navajas automáticas impulsó en los años cincuenta leyes tan restrictivas sobre su uso y posesión, que hoy en día resulta mucho más sencillo comprar legalmente un arma de asalto que una navaja automática. De manera similar, en los años sesenta en Gran Bretaña surge un fenómeno parecido a raíz del enfrentamiento entre dos tribus urbanas: los mods y los rockers. El impacto y el nivel de estrés social que esto generó sirvieron como base para que Stanley Cohen desarrollase la teoría del pánico moral en su libro Folks Devils and panic moral en 1972. Estas dos subculturas, compuestas principalmente por jóvenes urbanos de clase obrera, fueron el objeto de una campaña atroz de la prensa británica que provocó una histeria social y magnificó un fenómeno que no pasó de alguna trifulca puntual, pero que sirvió para señalar con el dedo y marginar a los jóvenes, asociándolos otra vez con peligro y delincuencia. En la España autárquica y autoritaria de Franco era casi impensable que la gente joven pudiera rebelarse tan abiertamente contra sus mayores, entre otras cosas porque estaban más preocupados por sobrevivir a una pobreza endémica que el propio franquismo alentaba o en luchar por la democracia. En un país en el que lo que no era pecado era delito, o ambas cosas, el fenómeno yeyé, importado de una Francia que miraba rijosamente a sus lolitas de flequillo espeso mientras los hijos de la élite lanzaban piedras a sus padres exigiendo que les dejaran formar parte de sus consejos de administración, sirvió para que el régimen se diera una mano de pintura de modernidad frente a Europa para atraer así turismo y legitimidad política. Tendríamos que esperar hasta los años setenta, en plena Transición, para que pudiéramos disfrutar de nuestro propio fenómeno de pánico moral hacia la juventud: los quinquis.

 

 

 

En plena recesión económica, estos jóvenes prisioneros de la pobreza, muchos de los cuales nunca habían salido de sus barrios asolados por la heroína que ellos mismos consumían y acabó consumiéndoles, nada tenían que ver con la imagen que la España democrática tenía de sí misma. Sin perspectivas de futuro, olvidados por las instituciones, los quinquis acabaron siendo el reflejo poco glamuroso de la Movida, donde hasta el consumo de drogas parecía algo cool y moderno. Tras años de ocultamiento institucional por parte del régimen franquista de los verdaderos datos de delincuencia, la llegada de la democracia implicó el tratamiento público y transparente de esa información, lo que generó una falsa sensación de inseguridad pública que la prensa no dudó en explotar. Y los quinquis fueron el chivo expiatorio de ese miedo. Hay que reconocer, sin embargo, que el fenómeno quinqui fue un fenómeno ambivalente: una parte de la sociedad los veía como unos peligrosos navajeros, unos delincuentes carentes de moralidad y más allá de toda posibilidad de redención, pero otra se sintió fascinada por su figura hasta el punto de que llegarían a protagonizar su propio género cinematográfico. Ahora bien, ambas posturas deshumanizan y descontextualizan a estos muchachos. No solo se ignoraron las cuestiones raciales –muchos de ellos eran gitanos–,  sino que también se acabó banalizando la epidemia de la heroína  y se ocultó cómo, durante la Transición y los ochenta, el crecimiento económico implicó unas políticas económicas que favorecieron, de forma consciente, la desigualdad y la marginalidad.

 

En la quinta ola de la pandemia vemos cómo resurgen los miedos sociales hacia la juventud, alentados por parte de la prensa y las instituciones y aceptados de forma acrítica por la sociedad. Esta ola ha sido bautizada como “ola joven” cuando el resto de las embestidas del virus no recibieron ninguna denominación específica. Y, si bien es cierto que la mayoría de los contagios se están dando en la franja de edad de los 15 a los 30 años, este hecho puede en parte explicarse porque en España se ha adoptado una estrategia de vacunación que ha dejado desprotegida a la juventud mientras se abre todo para favorecer el turismo. Otros países de nuestro entorno, sin embargo, apostaron por abrir la vacunación a todos los rangos de edad una vez inmunizadas las personas más vulnerables: eso les ha permitido llegar al verano con una parte de la gente joven inmunizada. En vez de replantearnos la estrategia de vacunación o de reflexionar sobre el modelo de ocio y nuestra postración ante el turismo, preferimos cargar las tintas sobre nuestros jóvenes y adolescentes. Es el acabose, una vez más.


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