EL ACABOSE
Con la
llegada del consumo de masas, los jóvenes y adolescentes se convirtieron en
objeto y objetivo del mercado, pero también en un nuevo peligro moral. Ahora,
la última ola de la covid nos permite cargar una vez más las tintas sobre ellos
SILVIA COSIO
El cuerpo de Robespierre no se había enfriado todavía cuando por las calles de París se paseaba una nueva tribu urbana de jovencitos y jovencitas que escandalizaban a la sociedad bien pensante. Eran los incroyables y las merveilleuses, los increíbles y las maravillosas, aunque ellos y ellas preferían que les llamaran incoyables y meveilleuses, sin la odiosa r de Revolución. Estos hijos e hijas de las antiguas élites ajusticiadas en la guillotina, pero también de los nuevos ricos que se habían forrado gracias a la venta de armas y los préstamos abusivos, se paseaban por las calles y los salones con su ropa extravagante (ellos), desnudas bajo la fina y transparente tela de sus vestidos de muselina (ellas), y todos imitando los peinados que llevaban los condenados a muerte. Pero lo que realmente les caracterizaba era su público desprecio hacia los valores de la Revolución y de la Ilustración, lo que les llevó a abrazar los ideales reaccionarios. Con el tiempo se fueron moderando y, a pesar del estupor y el escándalo que su aparición causó en un principio en la sociedad francesa, acabaron influyendo en la moda y en los modos sociales más allá de Francia. Una versión más sobria de estos chicos y chicas la encontramos en los románticos, esa generación de jóvenes que rechazaban la Razón, idolatraban el reino de los sentimientos, idealizaban la Edad Media y construyeron ensoñaciones políticas basadas en el nacionalismo esencialista (patria, lengua y tradición).
Tendemos,
erróneamente, a pensar que juventud es sinónimo de progreso, cuando lo que
caracteriza a la juventud es el rechazo a la autoridad, representada, principalmente, por los valores de sus padres
y madres. De lo que suele ser sinónimo juventud es de escándalo. Escándalo ante
la pérdida o cuestionamiento de los valores es algo que cada generación siente
por las que la suceden, un tópico recurrente en la literatura y el ensayo
moral, resumido a la perfección por Quino en una de sus viñetas más memorables:
un anciano al cruzarse con un hippie grita escandalizado “Es el acabose”, pero
Mafalda le tranquiliza recordándole que solo es “el continuose del acabose de
ustedes”. Sin embargo, más allá de las pataletas propias de toda generación que
se comienza a notar intrascendente y sustituida –ese momento tan freudiano en
el que sentimos que nuestros hijos e hijas están decididos a matar al padre y a
la madre–, hay momentos en los que el escándalo hacia la juventud se torna
pánico.
Tendemos,
erróneamente, a pensar que juventud es sinónimo de progreso, cuando lo que
caracteriza a la juventud es el rechazo a la autoridad
Tras la Segunda
Guerra Mundial, en Estados Unidos –y poco tiempo después en parte de Europa,
cuando llegan las ayudas del Plan Marshall–, se inicia un período de bienestar
inédito: por primera vez muchos jóvenes y adolescentes, y ya no solo los de las
clases privilegiadas, tienen la opción de acceder a la educación pero también
al ocio. Con la llegada del capitalismo y del consumo de masas, esos jóvenes y
adolescentes se convierten en objeto y objetivo del consumo. Esto provoca una
brecha enorme entre estos jóvenes y sus familias, que habían sufrido las
consecuencias del crack del 29, la inestabilidad política en la Europa de
entreguerras y los rigores de la Segunda Guerra Mundial.
En los años
cincuenta, una sociedad aterrorizada por la “amenaza roja” y el apocalipsis
nuclear añade un nuevo pánico al catálogo, el miedo a los jóvenes. Ya no solo
se les acusa de atentar contra la moralidad dominante y tradicional, sino que
se les asocia directamente con la delincuencia. El cine no tarda en hacerse eco
de este pánico y contribuye a consolidar la imaginería popular con
películas como Rebelde sin causa,
Salvaje, Doce hombres sin piedad o West Side Story. Juventud, delicuencia,
navajas, rock, sexo, nihilismo, un batiburrillo de tópicos con el que se
evitaba hacer un análisis más profundo del malestar de una generación que se
oponía a los valores tradicionales asfixiantes y también se enfrentaba al
racismo sistémico y a una desigualdad económica y social mucho más profunda de
lo que la propaganda oficial y el Technicolor dejaban vislumbrar. En EE.UU., el
pánico y la campaña amarillista contra el uso de las navajas automáticas
impulsó en los años cincuenta leyes tan restrictivas sobre su uso y posesión,
que hoy en día resulta mucho más sencillo comprar legalmente un arma de asalto
que una navaja automática. De manera similar, en los años sesenta en Gran
Bretaña surge un fenómeno parecido a raíz del enfrentamiento entre dos tribus
urbanas: los mods y los rockers. El impacto y el nivel de estrés social que
esto generó sirvieron como base para que Stanley Cohen desarrollase la teoría
del pánico moral en su libro Folks Devils and panic moral en 1972. Estas dos
subculturas, compuestas principalmente por jóvenes urbanos de clase obrera,
fueron el objeto de una campaña atroz de la prensa británica que provocó una
histeria social y magnificó un fenómeno que no pasó de alguna trifulca puntual,
pero que sirvió para señalar con el dedo y marginar a los jóvenes, asociándolos
otra vez con peligro y delincuencia. En la España autárquica y autoritaria de
Franco era casi impensable que la gente joven pudiera rebelarse tan
abiertamente contra sus mayores, entre otras cosas porque estaban más
preocupados por sobrevivir a una pobreza endémica que el propio franquismo
alentaba o en luchar por la democracia. En un país en el que lo que no era
pecado era delito, o ambas cosas, el fenómeno yeyé, importado de una Francia
que miraba rijosamente a sus lolitas de flequillo espeso mientras los hijos de
la élite lanzaban piedras a sus padres exigiendo que les dejaran formar parte
de sus consejos de administración, sirvió para que el régimen se diera una mano
de pintura de modernidad frente a Europa para atraer así turismo y legitimidad
política. Tendríamos que esperar hasta los años setenta, en plena Transición,
para que pudiéramos disfrutar de nuestro propio fenómeno de pánico moral hacia
la juventud: los quinquis.
En plena recesión
económica, estos jóvenes prisioneros de la pobreza, muchos de los cuales nunca
habían salido de sus barrios asolados por la heroína que ellos mismos consumían
y acabó consumiéndoles, nada tenían que ver con la imagen que la España
democrática tenía de sí misma. Sin perspectivas de futuro, olvidados por las
instituciones, los quinquis acabaron siendo el reflejo poco glamuroso de la
Movida, donde hasta el consumo de drogas parecía algo cool y moderno. Tras años
de ocultamiento institucional por parte del régimen franquista de los
verdaderos datos de delincuencia, la llegada de la democracia implicó el
tratamiento público y transparente de esa información, lo que generó una falsa
sensación de inseguridad pública que la prensa no dudó en explotar. Y los
quinquis fueron el chivo expiatorio de ese miedo. Hay que reconocer, sin
embargo, que el fenómeno quinqui fue un fenómeno ambivalente: una parte de la
sociedad los veía como unos peligrosos navajeros, unos delincuentes carentes de
moralidad y más allá de toda posibilidad de redención, pero otra se sintió
fascinada por su figura hasta el punto de que llegarían a protagonizar su
propio género cinematográfico. Ahora bien, ambas posturas deshumanizan y
descontextualizan a estos muchachos. No solo se ignoraron las cuestiones
raciales –muchos de ellos eran gitanos–,
sino que también se acabó banalizando la epidemia de la heroína y se ocultó cómo, durante la Transición y los
ochenta, el crecimiento económico implicó unas políticas económicas que
favorecieron, de forma consciente, la desigualdad y la marginalidad.
En la quinta ola de
la pandemia vemos cómo resurgen los miedos sociales hacia la juventud,
alentados por parte de la prensa y las instituciones y aceptados de forma
acrítica por la sociedad. Esta ola ha sido bautizada como “ola joven” cuando el
resto de las embestidas del virus no recibieron ninguna denominación
específica. Y, si bien es cierto que la mayoría de los contagios se están dando
en la franja de edad de los 15 a los 30 años, este hecho puede en parte
explicarse porque en España se ha adoptado una estrategia de vacunación que ha
dejado desprotegida a la juventud mientras se abre todo para favorecer el
turismo. Otros países de nuestro entorno, sin embargo, apostaron por abrir la
vacunación a todos los rangos de edad una vez inmunizadas las personas más vulnerables:
eso les ha permitido llegar al verano con una parte de la gente joven
inmunizada. En vez de replantearnos la estrategia de vacunación o de
reflexionar sobre el modelo de ocio y nuestra postración ante el turismo,
preferimos cargar las tintas sobre nuestros jóvenes y adolescentes. Es el
acabose, una vez más.
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