QUÉ TRISTE ES MIRAR LA GUERRA
Mientras
las redes debaten sobre si hay violencia justa, sobre si el clamor del no a la
guerra se ha convertido en un lema vacío y pobretón, yo pienso en aquella niña
mutilada en Irak y en que la paz debe ser un fin en sí mismo
VANESA JIMÉNEZ
Un edificio de apartamentos bombardeado en Kharkiv (Ucrania) en el primer día de ataque ruso.
Mirar la guerra es lo más triste del mundo. No ni ná. Porque cuando miras se ve lo que está, pero también, y sobre todo, se ve un mundo que no queremos asumir, uno que habitan millones de personas en el planeta. De pronto, una sola imagen contiene el dolor absoluto e infinito. Mirar hoy una fotografía de Kiev es ver Siria, Libia, Yemen, Etiopía, Mozambique, Palestina, Afganistán… Se ve la guerra, y las guerras. Se ve la violencia, siempre extrema. Se ve que los finales están ahí, no siempre al final. Se ve la muerte, aunque no esté en la foto.
Putin ha invadido
Ucrania y comienzan a llegar las primeras imágenes. Aún son del antes. O del
ahora que todavía no es lo que será. Contemplamos la normalidad interrumpida.
La cotidianidad rota. Emilio Morenatti, premio Pulitzer por sus fotografías de
la pandemia, hermano de mi amigo Miguel Ángel, otro talento con la cámara, está
en la capital ucraniana como fotoperiodista de Associated Press. Mientras
escribo esto, observo las fotografías que ha publicado en su cuenta de Twitter.
La vista aérea de una gran avenida con los cuatro carriles de salida llenos de
coches; el atasco de los que huyen de la ciudad. Un área acordonada por la
policía después de “un aparente ataque ruso”. Una mujer sentada en el suelo
junto a su hija pequeña recostada, ambas esperan rodeadas de maletas el tren
que las saque de Kiev. Otra mujer que quizá también espera el mismo tren, desolada
entre la multitud. Otra mujer, a través de la ventanilla del autobús en el que
huye, sostiene a un bebé que le toca la cara. Una pareja que se besa antes de
que ella suba a un autobús y se separen. Una cola de hombres y mujeres que
aguardan su turno con garrafas vacías para comprar agua en una tienda.
Las mismas
fotografías, exactamente iguales, sacadas del contexto bélico, no provocarían
tanta turbación, ni tanta pena, ni tanto enfado. Pero sabemos que estamos
mirando la guerra, y cuando miras la guerra, también ves el negocio y a los
culpables. En 2021, segundo año de la pandemia de covid, las ventas de las 100
mayores compañías de armamento del mundo crecieron un 1,3%. Estados Unidos
seguía a la cabeza: sus empresas concentraron el 54% de las ventas totales. La
industria bélica no conoce las crisis, siempre hay un tirano como Putin
dispuesto a alimentar el capital de propios y ajenos. En la categoría de ajenos
de las guerras recuerden a Halliburton, la empresa petrolera y de servicios que
dirigió el vicepresidente de Estados Unidos, Dick Cheney. En aquellos años hizo
negocios con Irak, Irán y Libia.
Las guerras están,
pero no siempre las vemos. Habitualmente, los medios de comunicación muestran
las que tenemos más cerca, o en la que estamos nosotros. Vemos Ucrania y vimos
Irak. No veremos Etiopía ni Yemen. Por eso a veces necesitamos poner dimensión
a las tragedias. Algunos datos recogidos por Amnistía Internacional: cada tres
segundos, una persona sufre desplazamiento forzado en el mundo, lo que se
traduce en 20 nuevas personas desplazadas cada minuto; en Sudán del Sur, 2,86
millones de personas están desplazadas como consecuencia de la persecución, el
conflicto, la violencia o las violaciones de derechos humanos; 6,1 millones de
personas están desplazadas internamente en Siria a causa de la violencia; en
Yemen, 24,3 millones de personas necesitan ayuda humanitaria, más de 12
millones son niñas y niños; casi 80 millones personas en el mundo se encuentran
desplazadas de su hogar como consecuencia de la persecución, el conflicto, la
violencia o las violaciones de derechos humanos.
De la invasión de
Estados Unidos a Irak, de la que en menos de un mes se cumplen 19 años, y en la
que el presidente Aznar protagonizó junto a Bush y Blair el funesto trío de las
Azores –es el único de los tres que no ha pedido perdón por las mentiras que
llevaron a esa guerra–, recuerdo una fotografía. Era la de una niña de unos
ocho o nueve años, con una pierna mutilada en la explosión de una bomba que
acababa de producirse en un mercado. Iba en brazos de un hombre mayor. Aquella
niña pasó a integrar las estadísticas de los daños colaterales –maldito sea
quien inventó esa expresión– de aquella guerra. Y también pasó a ocupar un
lugar eterno en mi memoria. Ella es para mí la guerra.
Por eso hoy, que
veo en las redes debates sobre si hay guerras justas, sobre si hay ética en la
violencia, sobre si el clamor del no a la guerra se ha convertido en un lema
vacío, propio de una izquierda precaria y resignada, yo pienso en aquella niña
casi muerta y en que la paz debe ser un fin en sí mismo, un objetivo mayúsculo.
Y pienso también en las gentes que han puesto su cuerpo en Rusia para protestar
contra la invasión. Y en tantas otras personas que en este momento, en
cualquier lugar de Ucrania, tienen miedo. Y en las que morirán porque hemos
creado un sistema que necesita alimentar a sus monstruos.
No hay guerras
justas. Los que las alientan nunca se manchan las manos. Malditas sean las
guerras y los canallas que las hacen. No ni ná.
Como coda les dejo
el discurso que pronunció Dominique de Villepin, entonces ministro de Asuntos
Exteriores francés, ante la ONU el 14 de febrero de 2003, y que publicamos en
CTXT en noviembre de 2015. Llevaba por título “La guerra es siempre la constatación
de un fracaso”. Y en él se puede leer: “En este templo de las Naciones Unidas,
somos los guardianes de un ideal, somos los guardianes de una conciencia.
Nuestra gran responsabilidad y nuestro inmenso honor deben llevarnos a dar
prioridad al desarme en la paz”. En España quizá no lo sepamos, pero hay otras
derechas, democráticas.
Seis días después
de aquel discurso, Estados Unidos invadió Irak. Años después, diversas
instituciones estudiaron las muertes provocadas por el conflicto. La
conclusión, que se repite, es trágica: entre 2003 y 2011, la invasión y el
posterior conflicto provocaron más de 460.000 muertes. El 60% se produjeron
como causa directa de la violencia y el resto se debieron al colapso de las
infraestructuras
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