LESMES Y MARCHENA O EL PODER DE LOS JUECES
EN UNA DEMOCRACIA
“DEFECTUOSA”
Llevamos
años escuchando a los líderes del PSOE, del PP y de Ciudadanos presumiendo de
que España es una democracia “plena”.
DOMINGO SANZ
La democracia española acaba de ser degradada al nivel de “defectuosa” en un ranking que analiza 167 países del mundo y publica “The Economist”.
La cosa tiene importancia, pues llevamos años escuchando a los líderes del PSOE, del PP y de Ciudadanos presumiendo de que España es una democracia “plena”.
Entrando en detalles, dicen los expertos del ranking que lo de España se debe, en gran parte, a la no renovación del Consejo General del Poder Judicial, pues significa ruptura del papel que deben cumplir los diferentes poderes en cualquier democracia.
Tienen razón, pues
el mandato de los miembros del CGPJ finalizó hace tres años y, en diciembre
pasado, Pedro Sánchez dio por imposible que se pueda renovar antes de finalizar
la legislatura, a pesar de que aceptaron a Espejel y Arnaldo en el TC con la
nariz tapada. Esto significa que Lesmes batirá récords de okupación, pues nada
hace pensar que la particular ética que rige su comportamiento le convenza de
que debe dimitir.
Sobre Marchena,
aunque a muchas personas el cuerpo se lo estuviera pidiendo, quizás habría sido
un exceso convocar manifestaciones exigiendo que dejara de dictar sentencias
después de que un senador del PP, el inolvidable Cosidó, dijera de él que les
aseguraba el control del Tribunal Supremo “por la puerta de atrás”. Pero la vida
sigue y cada día pasan cosas.
Hoy mismo me he
enterado de que el ex diputado canario Rodríguez, cuando se le concedió la
última palabra en el juicio que lo condenó por pegar una patada a un policía en
una manifestación contra los desahucios en 2014, anunció que acudiría al
Tribunal Europeo de Derechos Humanos si era condenado.
No parece que, en
una democracia, incluso defectuosa, anunciar el derecho que a cualquiera le
asiste de recurrir a un tribunal superior, aunque sea europeo, sea algo que
pueda molestar. Por eso, lo que nos trasladó a tiempos franquistas es que los
jueces, en el mismo texto de la sentencia, le reprocharan que estaba intentando
“perturbar al tribunal”.
Se lo reprocharon a
él y, siendo públicas las sentencias, lo convirtieron en aviso a navegantes, y
todos lo somos.
Aquel tribunal
estaba presidido por Manuel Marchena, el mismo juez que después consiguió que
Batet expulsara del Congreso a Rodríguez con un auto en el que ni siquiera
reclamaba expresamente tal acción. ¿Acaso sintió la presidenta del Congreso la
misma amenaza que sienten los independentistas catalanes en su Parlament cuando
desde algún poder judicial les prohíben debatir sobre lo que consideran
conveniente?
Ciertamente, se
quedaba corto el senador Cosidó sobre la capacidad de Marchena para controlar
al Supremo, pues hay que añadirle también el arte suficiente para agarrotar a
los políticos que se atreven a dudar de su poder “ejecutivo”. El de ejecutar
con sentencias a quienes no entienden las leyes como él mismo ordena que se
entiendan.
¿Qué la justicia
europea anula después las sentencias de jueces españoles como Marchena?
No hay problema,
pues, cuando esas sentencias definitivas llegan, nuestro poder judicial más
poderoso ya ha contribuido a degradar la democracia con las suyas.
Y si las sentencias
europeas llegan en momentos inoportunos, se demora su ejecución en España, no
vaya a ser que un Otegui pueda presentarse con EH Bildu a las elecciones en el
País Vasco. Ocurrió con las de 2020, por ejemplo.
Pero el
protagonismo de jueces como Lesmes o Marchena, que quizás lo habrían sido
también durante la dictadura, son menos responsables de la degradación de la
democracia que la corrupción de una clase política que cada legislatura nace de
las urnas con monarquía que reina desde que murió el dictador. Se trata de una
corrupción que los convierte en cobardes y, por tanto, en incapaces a la hora
de abordar los cambios necesarios para consolidar la democracia y conjurar los
peligros que le acechan.
Porque se han
convertido en la parte más interesada para que nada cambie.
Uno de esos cambios
imprescindibles tiene mucho que ver con la noticia más importante del 13 de
febrero. Ha vuelto a ocurrir que unas candidaturas que no consiguen el 50% en
las urnas, sí reciben, en cambio, más del 54% del poder parlamentario que esas
mismas urnas eligen.
Aunque a los del
ranking de democracias de “The Economist” no parezca importarles demasiado si
una ley electoral respeta la igualdad de todos los votantes a la hora de convertir
la voluntad popular en poder parlamentario, a mí siempre me ha parecido que
cualquier edificio, aunque sea el que la sociedad construye para llamarlo
política, debe contar con buenos cimientos. En España no es el caso, y
cualquier día se derrumbará.
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