MANIFESTACIÓN A FAVOR DEL NEPOTISMO:
CÓMO HEMOS LLEGADO A ESTO
El
sistema saltó por los aires el 5 de noviembre de 2014. Podemos, una nueva
formación política, se acababa de convertir en primera fuerza en intención de
voto directo según el CIS
GERARDO TECÉ
Pancartas y banderas
abundaron en la concentración
frente a la sede del PP del 20 de febrero.
Calle Génova número 13, Madrid. Sede nacional del Partido Popular. Domingo por la mañana. Unos pocos miles de personas ataviadas con banderas de España gritan contra una fachada pagada con dinero negro en épocas en las que la corrupción arrasó el partido. Entonces no gritaron contra la corrupción y hoy tampoco. En realidad ni siquiera le gritan a la fachada. La fachada es el símbolo que representa a la actual dirección. La dirección del Partido Popular es, a esta hora, Pablo Casado. Esta semana hemos sabido que Casado ordenó investigar un contrato público concedido durante el peor momento de la pandemia por una miembro de su partido. Investigar los contratos públicos concedidos por sus subordinados no debería ser una opción, sino una tarea obligatoria para un presidente del PP dada la historia reciente. Esta misma semana y tras sufrir una emboscada de portadas negativas en los periódicos de cabecera del votante de derechas, Pablo Casado ha reculado dando el asunto por zanjado y ha pedido seguir con su vida anterior. Los manifestantes presentes y millones de votantes de derechas no están dispuestos a aceptar la petición.
Como ya sabemos, la
miembro del PP Isabel Díaz Ayuso contrató, pagando un precio por encima de
mercado, una compra de mascarillas por la cual su propio hermano se llevó al
bolsillo una comisión del 20%. La muchedumbre concentrada grita “Casado,
dimite, el pueblo no te admite” o “Casado traidor a España” o “Amigo de
comunistas”. También lanzan vivas. Son en favor de Isabel Díaz Ayuso. Es,
quizá, la primera manifestación de la historia de España a favor del nepotismo
y la presunta corrupción. ¿Cómo hemos llegado a esto? El nudo es tan grande que
conviene deshacerlo y empezar por el principio: año 1440, el alemán Gutenberg
inventa la imprenta.
Los medios de
comunicación son los guardianes de cualquier democracia. Su función es tan
sencilla como necesaria: vigilar al poder político y al poder económico. ¿Cómo?
Contándole a la sociedad, en papel, internet, radio o televisión, a qué se
dedican estos poderes, cómo ejercen su trabajo. Ser observados y descritos es
una forma efectiva de obligarlos a mantener cierto grado de ética en sus
comportamientos para evitar el rechazo social.
En España los
medios de comunicación nunca vigilaron al poder económico ya que esos medios de
comunicación eran propiedad del poder económico. Sin embargo, sí vigilaban al
poder político en cierto grado. Si un cargo público gestionaba mal o de forma
deshonesta, los medios –cada uno desde su legítima ideología– lo contaban, la
sociedad se daba por enterada y el cargo público sufría consecuencias en forma
de crítica social y castigo electoral. Si, por el contrario, el cargo público
demostraba buena capacidad de gestión o comportamientos éticos, era premiado
social o electoralmente. En España, el poder económico permitía que sus medios
de comunicación hicieran esa tarea por un motivo muy simple: PSOE y PP también
les pertenecían, daba igual cuál saliese mejor parado de esta vigilancia
periodística. Escribiese las leyes uno u otro, los intereses de los grandes
dueños del país estaban a buen recaudo. Cuando estás en lo alto de la pirámide,
la mejor forma de asegurarte el seguir ahí es la paz social y no hay nada como
dejar que la prensa trabaje en esa parcela delimitada consistente en vigilar al
poder político para lograr la sensación de que la democracia funciona.
Todo este sistema
saltó por los aires el 5 de noviembre de 2014. Aquel día, a media mañana, una
noticia hizo temblar los estupendos y eficientes sistemas de defensa montados
por el poder económico: una nueva formación política sobre la que no tenían
control llamada Podemos se acababa de convertir en primera fuerza en intención
de voto directo según la última encuesta del CIS. En ese mismo momento se
iniciaba en España el proceso por el cual el poder económico, dueño de los
medios de comunicación, suprimiría esa pequeña parcela de terreno sobre la que
se les permitía trabajar. Una decisión tomada con razón: si sus medios se
dedicaban a contarle a la sociedad que los miembros del nuevo partido eran
gente normal que se habían comprometido a limitar sus sueldos al tiempo que los
miembros de otros partidos llevaban décadas envueltos en casos de corrupción,
era cuestión de tiempo –poco– que el partido que estaba fuera de su control
acabase escribiendo leyes.
Se decreta entonces
un toque de queda en las grandes empresas periodísticas: este oficio no
consiste ya en contar –cada uno desde su legítima ideología– qué hacen los
políticos, sino en apoyar a fulano y destruir a mengano. ¿Método? Callar o
minimizar los errores de los nuestros y encargarnos, mediante portadas, horas y
horas de tertulias y propaganda en todas sus formas, de demonizar a quienes
resultan amenazantes. Hagan lo que hagan. No importa si es bueno o malo para la
sociedad. Es decir, se produce la muerte de lo que quedaba de periodismo. Como
consecuencia natural, también la muerte de la política entendida como ese oficio
en el que uno es premiado si gestiona medianamente bien y con honestidad y
castigado si gestiona mal o si es deshonesto. Nace el estado de brutalidad en
el que nada tiene consecuencias, excepto para quién eres y para quién trabajas.
De ello dependerá que la bestia te ataque salvajemente con sus cuchillos o te
defienda con su gran escudo. Han pasado los años desde aquella mañana de
noviembre y la bestia no sólo ataca ya a partidos amenazantes fuera de control.
También protege discursos de odio o salta a la yugular de políticos que,
incluso estando controlados, incluso formando parte de partidos en nómina,
pueden ser un recurso menos eficiente que otros compañeros del mismo partido.
La bestia lo devora todo. Periodismo primero, política después y finalmente la
democracia.
Volvemos a la
puerta de la sede del Partido Popular en la calle Génova, donde miles de
personas piden la dimisión de Pablo Casado, líder del PP que ha protagonizado
un escándalo investigando un contrato público que acabó en los bolsillos del
hermano de una miembro de su partido. Comienza un nuevo cántico al son del
ondear de banderas: “Oa, Oa, Oa, Ayuso a La Moncloa”.
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