PONGAN FIN AL HORROR, SEÑORES OBISPOS
JUAN IGNACIO CORTÉS
Periodista y autor del libro Lobos con piel de Pastor
El presidente de la Conferencia
Episcopal Española, Juan José Omella.- Ricardo Rubio / Europa Press
Señores obispos de la Conferencia Episcopal Española: imagino que estarán viviendo estos días con ansiedad y apuro al ver que su nombre está en boca de toda la sociedad y que su fama, ya maltrecha por otros motivos, declina un poco más cada día.
Les confieso que no me apena, porque eso sería una prueba de que, después de todo, guardan ustedes algo de humanidad y no se han convertido en las estatuas de sal que a veces parecen ser; y porque eso significaría que las víctimas de abusos sexuales a menores dentro de la Iglesia Católica pueden albergar la esperanza de que un día ustedes les faciliten acceder a la verdad, la justicia y la reparación que hace tanto tiempo les deben.
Hay sin duda cierta
justicia poética en el hecho de que ustedes estén experimentando, aunque sea
mínimamente, una presión psicológica que las víctimas de abusos sexuales a
menores llevan años sufriendo. Permítanme que les hable algo de esa ansiedad,
de ese agobio, de esa rabia que no prescribe, que sigue viva, que está ahí, más
o menos presente, todos los días de la vida de las víctimas. Puede que les
resulte útil para ampliar sus conocimientos, ya que ustedes no han tenido la
compasión suficiente para reunirse con ellas, mirarles a la cara, escuchar sus
historias y llorar juntos.
Yo sí lo hecho, y
créanme que no es fácil. No es plato de buen gusto ver cómo una persona como tú
-un hermano o hermana, si prefieren que hablemos un lenguaje más religioso- se
retuerce de dolor psíquico por el recuerdo de actos abyectos perpetrados contra
ella cuando no era más que un niño o una niña indefensa. Actos, además,
cometidos por otra persona que se suponía que debía cuidarla y protegerla, que
representaba a un ser superior que decía que era puro amor y amor preferencial
hacia los seres más débiles y vulnerables como ella.
Sin embargo, el
principal problema -con ser un gran, enorme problema- no es el horror que las
víctimas sufrieron en su infancia. El problema es que, a la mayoría de ellas,
ese horror (horror, asco, miedo, rabia, culpa) no les ha abandonado desde
entonces.
El problema es que
ese horror se reaviva cada día que se dirigen a ustedes para pedirles que les
reconozcan como víctimas y ustedes se niegan; cada vez que acuden a sus curias
diocesanas a solicitarles la documentación de sus casos y ustedes les dicen que
no existe o no se la pueden facilitar; cada vez que piden que abran sus
archivos para conocer la verdadera extensión del problema en nuestro país y
ustedes dicen que no hay casos, o que son muy pocos, o que también hay abusos
en otras instituciones de la sociedad, como la familia o el deporte.
Javier Paz Ledesma
es la primera víctima de abusos sexuales con la que hablé hace ya cinco años.
Desde entonces, nunca hemos dejado de hablar de vez en cuando. Javier me cuenta
cómo van las cosas de su vida, y yo le correspondo. Hay veces que está bien;
hay veces que está mal; hay veces que está muy mal; hay veces que ni me coge el
teléfono porque no tiene fuerzas para hablar.
Javier es buena
gente. Es un tipo sensible, culto, manitas, que sabe de mil cosas y que lo
mismo te cita el Quijote que te habla de cómo arreglar un motor diesel o podar
una finca de olivos. Javier tiene ataques de ansiedad, depresión y rabia que le
han hecho dejar trabajos, parejas, amigos. Siempre que hablo con él me pregunto
cómo sería su vida si un cura de Salamanca no hubiera abusado de él durante
diez años.
Una de las últimas
veces que hablé con él estaba encendido. Incluso a través del teléfono se
notaban sus pulsaciones aceleradas, su estómago revolucionado por los nervios,
su voz tomada por la rabia. La razón: lleva años reclamando acceder a la
documentación de su caso y ustedes se lo niegan. Lleva años esperando que
ustedes reconozcan que es una víctima de la Iglesia y le reparen por ello y
ustedes se niegan.
Muchos de ustedes
fueron responsables en su día de ocultar casos de abusos de los que tuvieron
conocimiento; otros no, sin duda. Pero, ahora, todos ustedes son responsables y
culpables, no de manera general, sino cada día, cada hora que pasa, de
perpetuar el horror de las víctimas.
Creo que, tanto por
su propio bien, por el de la Iglesia a la que dicen amar y, sobre todo, por el
de las víctimas, es hora de que, como les han reclamado estos días colectivos
cristianos; como les llevan pidiendo los periodistas e investigadores que, a
pesar de todos las trabas que ustedes les ponen, intentan aportar algo de luz a
este oscuro rincón de la existencia humana; como les pide el propio papa
Francisco, pasen de las tinieblas a la luz.
Pongan fin a este
horror que suma miles de días de horror para las víctimas en una cuenta que no
deja de aumentar, señores obispos. Abran una investigación independiente sobre
los abusos o colaboren con la que pueda abrir el Gobierno y con las que han
puesto en marcha periodistas e investigadores sociales. Es hora de sanar
heridas. También las suyas.
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