DERECHA ESPAÑOLA, TENEMOS
QUE HABLAR
GERARDO TECÉ
Preguntado a la
salida del Congreso por una periodista, el secretario general del Partido
Popular, Teodoro García Egea, fue incapaz de repetir a la luz del sol lo que su
jefe, Pablo Casado, acababa de asegurar dentro del hemiciclo: que el presidente
al que acababa de nombrar la mayoría de la Cámara era ilegítimo. Una sonrisa
pícara de García Egea, ante la pregunta, buscaba, sin encontrarla, la
complicidad de la periodista –joder, que ahora estamos en la calle, no me hagas
repetir aquí lo de ahí dentro y parecer un friki–. Mientras, la boca del
secretario general se iba por los cerros de Úbeda para evitar repetir –que si
amigos de ETA, que si amigos de los golpistas– la burrada institucional:
presidente ilegítimo. Es el efecto bambalinas. A ningún actor, a no ser que
esté mal de la azotea, le apetece seguir interpretando el personaje cuando el
telón ha bajado y la tensión del escenario ha desaparecido.
El espectáculo
ofrecido por la derecha española durante las jornadas de investidura, ya fuese
en modo actuación o sincero, pasará a la historia. No solo por los gritos, los
insultos y la mala educación, que también, sino por la brutal pasada de frenada
institucional. Negar la legitimidad de un presidente elegido en las urnas es
algo histórico y raro en la Europa de hoy. Gritar “Viva el Rey” o “Viva España”
como forma de ataque al rival político también es novedoso. Quien, enfurecido,
grita “Viva España” en la cara de otro no está haciendo otra cosa que intentar
quitarle el carnet de español a quien, a su juicio, no lo merece. Está
diciendo, a gritos, que solo hay una forma de ser español y que esa forma es la
que dictan las derechas. Algo a lo que podemos estar acostumbrados en las
barras de los bares del país cuando la cosa se alarga y los camareros ya están
barriendo, pero no en el Congreso.
Derecha española,
tenemos que hablar. Tarde o temprano, la derecha española tendrá que entender
–le vendrá muy bien y se ahorrará muchos disgustos– que España no le pertenece.
Que España, sin la derecha nacionalista en el poder, sigue siendo España. Quizá
esta confusión, que tan malos ratos hace pasar a la derecha, le venga por los
símbolos. Quizá la derecha haya confundido –es un error común– unos símbolos
que sí le pertenecen, porque se los ha apropiado, con España en sí.
A la derecha le
pertenece una bandera desgastada de vivas que vienen a significar en la mayoría
de los casos –el receptor habitual de este grito y banderazo lo sabe bien– que
viva esa España uniforme, esa en concreto, la cerrada a cambios sociales, la de
la gran meseta a la que le incomodan las periferias, idiomas, costumbres o
tradiciones que no entiende o no quiere entender. Viva España no se grita en la
intimidad de casa, sino contra otro español. A la derecha le pertenece también,
por tradición, una Corona que, como bien explicaban Aitor Esteban y Pablo
Iglesias, desde 1975 hasta ahora ha hecho todo lo posible por soltarse de ese
abrazo mortal –últimamente sin mucho éxito–. Si la Corona, que no tendría
ningún problema en ser identificada con la derecha si eso le asegurase la
supervivencia, evita la identificación, es precisamente porque, al contrario
que la derecha, tiene claro que España es mucho más que cuatro panderetas
gritando que viva. A la derecha le pertenecen, también por historia, unas
Fuerzas Armadas que hace demasiado poco tiempo sirvieron para proteger los
privilegios de un régimen dictatorial que masacró a la otra España. De un
tiempo a esta parte, ya en democracia, las Fuerzas Armadas y los vivas gritados
a la Guardia Civil o al Ejército –por no hablar del “a por ellos”– suelen
servir en demasiadas ocasiones para recordarle a los malos españoles –esos que
le gritarían antes viva a un médico o un profesor– que, si las cosas se
complican, la derecha tiene las armas.
La derecha ha
confundido símbolos con España y es normal. Si en la transición la izquierda
tragó con un rey a cambio de libertad, la derecha tragó con la libertad a
cambio de que sus símbolos, los que le pertenecen, siguieran significando
España, siguieran proporcionándoles esa sensación de propiedad en las
escrituras del cortijo. Quizá ya vaya siendo hora –miro el reloj y es 2020, se
ha hecho tardísimo– de explicarle a la derecha –siéntate, tenemos que hablar–
que si en el día nacional hay un desfile del Ejército en lugar de un desfile de
enfermeros de la sanidad pública, no es por derecho divino, sino por privilegio
simbólico. Quizá, si la derecha no entiende la diferencia entre los símbolos y
el país real, sea hora de que pase a ser fiesta nacional el día del
profesorado. Con su desfile y su profesora de biología, una chica lesbiana que
acaba de aprobar las oposiciones, abanderando la columna de funcionarios de la
educación. Un desfile tan español y numeroso como el encabezado por Juan el de
la Legión. Quizá sea hora de que la derecha, cabreada siempre con quien no
abraza locamente la bandera, deje a la bandera –y a todos– respirar. Que deje
de golpear con ella a esa mayoría de españoles que entienden que su país es
plural. Quizá sea hora de que la derecha y sus representantes entiendan y hagan
entender que quizá los símbolos que le gritan sí le pertenecen, pero España no.
Que la derecha entienda que si un diputado de Teruel tiene que ir con escolta
como en tiempos de ETA, es que algo están haciendo muy mal. Es hora de que la
derecha entienda que la convivencia no la aseguran las Fuerzas Armadas, ni la
Corona, ni la bandera, sino políticos responsables capaces de usar los vivas
para su disfrute y no contra otros. Que España no la rompe un gobierno de
izquierdas, sino una derecha pirómana que, cada vez que pierde el poder, juega
al límite con el riesgo de partirla por la mitad. Que viva la España de todos y
que vivan los bomberos.
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