EL FÚTBOL DESDE LA DISTANCIA
(LA PASIÓN Y EL ASCO)
POR PEPE GUTIÉRREZ-ÁLVAREZ
Mentiría si dijera
que “paso” de fútbol, sí bien procuro atemperar en lo posible su fascinación.
Nací como quien dice improvisando unas porterías en cualquier lugar –en los pueblos
eran casi cualquiera-, corriendo detrás de la pelota, y con el fútbol en casa y
entre los mayores. Esta pasión no les llegó a mis abuelos, los últimos
taurinos. Pero con la posguerra el fútbol se metió en todas partes, en toda la
comunidad masculina familiar. Incluso en la localidad hubo equipo propio que
conoció una época dorada en la inmediata postguerra, algunos de mis tíos eran
conocidos por eso, y el bar de mi padre era realmente una peña, sevillista por
supuesto. No tardé mucho en meterme en las discusiones, y como leía mucho y
tenía memoria, hasta conseguí un cierto prestigio. Era de lo que de lo que los
varones podían hablar, tanto era así que los que no lo habían hecho tendieron a
hacerlo para no quedarse fuera de las conversaciones, estaba además la pasión
por el deporte, el jugar fuese cuando fuese lo que causó una cierta crisis ya
que según mi padre “no ganaba para botas”, y él solamente podía comprarme unas
de tarde en tarde. Entonces, para hablar de política implicaba cerrar puertas y
ventanas. Era hacerlo con miedo. Otras aficiones como el cine llegaron a
seducir, pero las conversaciones no daban para mucho, sí acaso de lo que se
sufría en el caso de las mujeres que no podían ir solas porque eso estaba mal
visto. Como a mamá le seducían los melodramas –italianos sobre todo-, me
escogió para que le acompañara.
Esto significó que
cultivé ambas cosas, la del fútbol a través de un sevillismo que sufrió una
crisis con la emigración a Barcelona. Llegó un momento en que me sentía
dividido. Con los equipos por supuesto, pero luego entre ir al estadio o
asistir a un programa doble. Ganó esta opción que además me llevó a la pasión
por la cultura. Esto no tardó en significar un problema, comencé a ver el
fútbol como una manera de mantener al pueblo infantilizado. Fue una época en la
que tuve no pocos rifirrafes con muchos aficionados que no aceptaban que un
niñato los tratara de incultos y embrutecidos. Apartado, siempre me quedó el
gusanillo por jugar y por ver un buen partido. Esto a pesar de que el deporte
que había entusiasmado a Albert Camus, a Eduardo Galeano y que Edgar Morin
entendía como una manera de enfrentamiento que con otras pasiones –la
patriotera- podrían tener consecuencias terribles. La presencia de verdaderos
“capos” en las presidencias y en las directivas se hizo práctica repulsiva
común. Ver como gente decente pasaba estas cosas por alto con tal de lo único
que importaba –ganar, estar lo más arriba posible-, me llevó a reducir mi
conexión a la de espectador distante. A alguien que disfruta con el buen juego,
pero al que no le importa apenas quien gana o pierde. Esto vivido con la
sensación agridulce que en este terreno, la impotencia y el asco por el
“entramado” de las gradas me hacen olvidar a veces todo lo que pueda subsistir
de noble esfuerzo y talento.
Cierto es que nunca
existirá un consenso sobre este tema, ni revolución que evite la pasión de los
espectadores. De esos que según decía proclaman “hemos ganado como si hubieran
echado un polvo” cuando ellos se limitan como en el cine “porno” a ver la
jugada. También es cierto que al igual que existen “hinchadas” escalofriantes,
fascistas e incluso seminazis algo por lo visto bastante habitual en lugares de
Italia, también existen ejemplos contrarios. Eso sí minoritarios.
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