A contracorriente
POR QUÉ NOS ODIAMOS TANTO
Enrique
Arias Vega
De entrada, no es culpa nuestra, en el caso de que
nos odiemos. Lo que pasa es que vivimos en universos tan distintos, tan
paralelos unos a otros, que propendemos a pensar que los demás son idiotas, o
algo peor, ya que no logran ver lo que para nosotros es del todo evidente.
Eso antes no pasaba porque todos teníamos entonces
los mismos referentes culturales: leíamos los pocos libros que en aquellas
épocas se publicaban, oíamos la misma radio, veíamos la misma tele y no
conocíamos otros idiomas que nos abriesen el mundo a culturas diferentes. ¿Cómo
no pensar lo mismo cuando el universo se nos representaba a todos de la misma
manera?
Pero el mundo comenzó a cambiar a una velocidad de
vértigo, multiplicando los medios de acceso a la comunicación,
diversificándolos, adaptándolos a nuestros gustos e intereses, ahorrándonos el conocer
cosas que nos importaban un comino, haciéndonos la vida más fácil, eso sí, pero
al mismo tiempo separándonos y aislándonos de los puntos de vista de otras
gentes.
El asunto se desquició del todo con la aparición
exponencial de redes sociales y la aplicación de algoritmos cibernéticos que
escogían y adecuaban la información de acuerdo con nuestras creencias, nuestra
ideología y nuestros prejuicios.
Y aquí hemos llegado: a ver las cosas de manera tan
diferente unos de otros, que empezamos a ser irreconciliables con nuestros propios vecinos: tan evidente es que España le roba, para
el separatista catalán radical, como las ventajas de la unidad del país para el
constitucionalista; tan cierto es que vivimos en una sociedad sin derechos ni
libertades, para el rojo extremista, como que estamos en el mejor país del
mundo, para el nacionalista más extremo. Así, todo.
Y cada vez vamos a más. Hasta en la
manera de vestir, en las prácticas sexuales o en el antes inmutable significado
de las estadísticas. Como no hagamos pronto algo por pararlo, por detenernos a
reflexionar, por buscar puntos de contacto, vamos a vivir en mundos tan
distantes que entonces sí que resultarán irreversiblemente antagónicos,
Entonces sí que acabaríamos odiándonos con saña y, lo que es peor, llevando ese
odio hasta sus últimas e inevitables consecuencias.
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