AUSCHWTIZ PARA NADA
DAVID TORRES
Theodor W. Adorno
dijo que, después de Auschwitz, si la educación tiene algún sentido es evitar
que Auschwitz se repita. Hoy, cumplido el 75 aniversario de la liberación del
campo y más de medio siglo después de la frase de Adorno, podemos concluir en
el fracaso pleno de nuestro sistema educativo, de cualquier sistema educativo.
Auschwitz, es decir, el exterminio sistemático de cientos de miles de personas,
se ha repetido a diferentes escalas y desde diversas ideologías en diversos
puntos del planeta, desde el genocidio de Camboya -donde los jemeres rojos de
Pol Pot torturaron y exterminaron sistemáticamente a casi un tercio de la
población del país por delitos tan fútiles como tener estudios o llevar gafas-
a las innumerables masacres promovidas por la CIA en Iberoamérica, con miles de
víctimas y desaparecidos en Paraguay, Argentina, Chile, y pueblos enteros
reducidos a cenizas en El Mozote, Rancas, Huayllacancha, Cerro de Pasco y
cientos de nombres más, dignos de una Historia Universal de la Infamia, aunque
no tan conocidos como Auschwtiz.
Una de las
principales lecciones de Auschwtiz, la de la tecnología aplicada al arte de la
matanza, fue ampliamente rebatida en Ruanda, en 1994, cuando los carniceros
hutus emprendieron el aniquilamiento masivo de sus vecinos tutsis casi
exclusivamente a base de machetes. Entre medio millón y un millón de personas
fueron asesinadas en un periodo de tiempo asombrosamente breve, evocando
episodios sanguinarios del Holocausto como el fusilamiento masivo de
prisioneros en Majdanek, lugar en el cual, en una sola jornada, el 3 de
noviembre de 1943, más de 18.000 hombres, mujeres y niños judíos fueron
ametrallados en lo que los verdugos denominaron “el Día de la Cosecha”, al
tiempo que los médicos nazis achacaban en los concienzudos informes cada una de
esas muertes a tres únicas causas naturales: gripe, paro cardíaco o
tuberculosis. Las escabechinas sanguinarias de Ruanda también evocan el
encarnizamiento de los ustacha de Pavélic en el campo de Jasenovac, donde
murieron alrededor de 700.000 personas bajo métodos de tortura y ejecución tan
depravados que provocaron la protesta de algunas autoridades nazis.
Auschwitz
representa el epicentro del mal en la historia humana no sólo por el número de
víctimas ni por la ideología criminal que articuló el genocidio, sino también
porque las cámaras de gas y los hornos crematorios fulminaron de una vez por
todas la suposición de que barbarie y civilización eran fuerzas opuestas. Antes
bien, lo que demostró Auschwitz es que la barbarie crece en la placenta misma
de la civilización, que la nación más culta y adelantada del planeta, la que
contaba con mayor porcentaje de universidades, academias, conservatorios,
hospitales y laboratorios, era capaz de montar una carnicería de unas
dimensiones y una vesania jamás vistas, una implacable maquinaria de
aniquilación que hundía sus raíces en el centro mismo de nuestra especie. A
finales del siglo XIX Joseph Conrad viajó al Congo sólo para dar fe del
infierno que la codicia y el racismo habían plantado en las tierras del rey
Leopoldo II de Bélgica, pero el corazón de las tinieblas -el tenebroso imperio
del horror que se cobró entre diez y doce millones de vidas indígenas- no se
detuvo en África sino que se reprodujo décadas después en la médula misma de Alemania.
En mi segunda
visita a Auschwitz, hace ya doce años, había un profesor con un grupo de
alumnos explicándoles en uno de los barracones de Birkenau cómo uno de los
jefes de la milicia serbia tenía un cubo lleno de ojos humanos a sus pies y,
cuando uno de los soldados le preguntó si quería que le trajeran hielo para
conservarlos, el jefe se encogió de hombros: “Da igual, me traen un cubo de
ojos nuevos cada día”. Creíamos que Auschwitz no iba a repetirse, al menos en
Europa, que mientras las ondas concéntricas de la masacre llegaban a sitios tan
remotos, como Indonesia, Guatemala, o Palestina, en Europa estábamos a salvo.
Pero el cambio de siglo nos sorprendió con una espantosa guerra en los Balcanes
que reprodujo los fusilamientos masivos, las torturas y las matanzas étnicas,
todo a menos de una hora de vuelo de la capital de esa burda pantomima de
banqueros llamada Unión Europea y mientras la Unión Europea se lavaba las
manos. Sí, lo más terrible de la lección de Auschwtiz es que no hemos aprendido
nada.
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