LA PELOTA ENAMORADA DE MARADONA
MIGUEL ÁNGEL ORTIZ OLIVERA
Una foto
inmortalizó al escritor Andrés Neuman, de niño, con la camiseta de la selección
argentina. La instantánea se tomó a principios de los ochenta, en el salón de
su casa. El pequeño Andrés miraba a la cámara un poco cortado, los ojos
escondidos bajo el frondoso flequillo rubio. Se agarraba las manos para
dejarlas quietas. Los pies, en cuña hacia dentro, también parecían
desorientados sin un balón que pisar. Al fin y al cabo, llevar la camiseta del
ídolo es la primera gran responsabilidad que asume un niño. Aunque la suya,
técnicamente, no era la de Diego Armando Maradona: el dorsal 10 se había
agotado en todas las tiendas y su padre le tuvo que comprar un insulso 9. Pero
no importaba; Andrés era muy feliz, y eso que no podía imaginar que lo sería
infinitamente más cuando, un día, se fotografiase con el verdadero Maradona, el
de carne y hueso. Pero eso sucedería a miles de kilómetros del salón de su
casa. Y muchos años después.
Mientras llegaba
aquel momento, Andrés Neuman decidió hacerse de Boca Juniors en contra de la
tradición familiar de hinchar a Chacarita. Y lo hizo asumiendo todas las
consecuencias: «El club que me tocó querer fue el de una década nefasta»,
confesó en Una vez Argentina. «El de la depresión post-Maradona. El de la
interminable sequía de los siete años: la mitad de la vida que pasaría en
Buenos Aires». Neuman aprendió a perder viendo las derrotas de Boca tras la
marcha de Maradona, y creció corriendo tras un balón. «Mi infancia son
recuerdos de un patio con gravilla», recordó. «Y algo más. Qué. Una pelota. De
plástico anaranjado, o de cuero gastado, casi descosida».
Esa pelota se
convirtió en su mejor amiga cuando, con catorce años, su familia se trasladó a
Granada dejando atrás la Argentina militar. Entonces, todavía no tenía del todo
claro su futuro: conduciría helicópteros, sería poeta o delantero de Boca. Tres
oficios completamente diferentes, pero con algo en común: el vértigo. «Yo creía
que tenía más talento para meter goles que para escribir», aseguró en una
entrevista, «pero el tiempo me fue desmintiendo». Ese tiempo lo convirtió en
escritor aunque «mi ideal de vida imaginario», dijo, «era ser futbolista por
las mañanas y escritor al bajar el sol». La literatura, no obstante, le reclamó
exclusividad y, al pasar de las páginas, los libros acumulados fueron
reemplazando a los goles soñados. Y también, a dos que nunca vio pero que
marcarían su vida.
El primero sucedió
la soleada tarde del 24 de enero de 1993. Aquella jornada, Maradona marcó su
penúltimo gol con la camiseta del Sevilla. Controló un centro con el pecho en
el corazón del área y, sin dejarla caer, la empaló de volea al palo contrario.
Aunque Neuman vivió aquella victoria sevillista en las gradas del Sánchez
Pizjuán, no vio aquel gol tempranero por culpa de su padre, a pesar de haber
llegado al estadio horas antes de que empezase el partido. Junto a su amigo
argentino Juanchi, que estaba de visita, había convencido a su padre para
esperar la llegada del autobús sevillista. Para su sorpresa, su padre, un tipo
que siempre había mantenido una relación bastante tibia con el fútbol, había
accedido.
En Una vez
Argentina, Neuman relató cómo su progenitor se había librado del servicio
militar gracias al fútbol. A finales de los sesenta, años de revolución
militar, su padre era un estudiante universitario que esperaba que sus pies
planos fuesen útiles por una vez; pero fue su apellido, junto a una mentira, lo
que le libró de empuñar un fusil. En el reconocimiento físico, el militar
repasó sus datos y le preguntó si conocía al Tanque Neuman. Sin valorar las
consecuencias, su padre aseguró que era el hermano del mítico delantero de
Chacarita. «Acérquese más, la puta madre», le contestó el militar. «¿O acaso
usted y yo no vamos a poder conversar en confianza?».
Cuando los
jugadores sevillistas llegaron en el autobús del club, Neuman tuvo la suerte de
palmear a Maradona y fotografiarse con él. Había cumplido un sueño de infancia.
Su padre, después de que se vaciase el aparcamiento, se cobró el sacrificio:
ahora les tocaba a ellos acompañarlo a ver la bella arquitectura de la ciudad
antes de que empezase el partido. Tenían tiempo de sobra, les dijo, para
perderse por algunos rincones que parecían sacados de un cuento de otro tiempo.
Y así lo hicieron. «Finalmente», me confesó Neuman en un correo electrónico,
«llegamos al estadio un par de minutos tarde, justo a tiempo para escuchar el
rugido de la afición celebrando el gol de Maradona que jamás vimos».
Hubo otro gol de Maradona
que nunca vio, pero que también marcó su destino. Neuman apenas llevaba dos
años viviendo en Granada, y ya había escuchado la historia cientos de veces,
como si de un cuento de la Alhambra más se tratase: el 18 de noviembre de 1987,
Maradona había vestido los colores del Granada Club Fútbol. Aquella tarde, Los
Cármenes lucían engalanados como si se jugase una final europea; aunque, en
realidad, los granadinos disputaban un partido amistoso contra el Malmoe sueco.
Eso sí, no un amistoso cualquiera: Maradona vestía la camiseta rojiblanca
local, secundado por sus dos hermanos, como parte de la promoción del fichaje
de Lato, el pequeño, por el Granada.
Neuman congeló la
magia de aquella tarde en un cuento. Y lo hizo con el narrador por antonomasia
del fútbol: la pelota. Una, obviamente, enamorada de Maradona. La pelota
enamorada contaba cómo el utillero la había lustrado, inflado y pesado para una
cita tan especial. Al iniciarse el partido, esperaba entre rudas patadas a que
la rozase la bota de su amado. Cuando al fin la acaricia, Maradona le pide que
ayude a su hermano pequeño a hacer un gol; pero por mucho que ella se esfuerza,
no lo consigue. Anota el mediano, y también Diego en un magistral lanzamiento
de falta.
«Ahora que soy
vieja, que me desinflo toda y mi cuero está ajado, todavía me parece que he
vivido solamente para rodar esa hora y media», reflexiona la pelota enamorada
de Maradona. «Una pelota no mira el apellido, sino el amor del pie». Y ese
romance que recogió Andrés Neuman en su cuento terminó convirtiéndose en uno de
los más apasionados de la historia. Todo podía mancharse, llegó a decir el
Diego, menos aquella vieja pelota locamente enamorada de su pie.
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