LA CHAPUZA VENEZOLANA
JUAN CARLOS ESCUDIER
Esta vez hay que
dar la razón a Estados Unidos sobre Venezuela. Lo ocurrido ayer no fue un golpe
de Estado, ni siquiera un pronunciamiento o un alzamiento porque todo ello
implica que, al menos, haya un sargento o, cuando menos un cabo furriel en la
asonada. Lo que Washington y sus halcones impulsaron este martes es una de las
chapuzas más memorables de esa acción exterior suya que considera a
Iberoamérica su patio trasero y que, periódicamente, debe ser transformado en
un teatro de marionetas.
De lo visto hasta
el momento y del desconcierto posterior se infiere que existía un plan para
derrocar a Maduro que iba a ser apoyado por varios de sus colaboradores, entre
ellos el actual ministro de Defensa, Vladimir Padrino, y el responsable de la
Guardia Nacional, Rafael Hernández. El primer paso debía darlo el presidente
interino Juan Guaidó, que fue el único en cumplir con el papel liberando al
opositor Leopoldo López con la ayuda de un puñado de miembros del servicio de
inteligencia y llamando a la movilización en las calles. Según se preveía,
Maduro saldría corriendo del país –más bien volando- al comprobar la adhesión
de los militares al pretendido golpe.
El resultado del
apaño es conocido. Lejos de sumarse a la revuelta, Padrino y los altos mandos
militares respaldaron a Maduro; Leopoldo López, tras pasearse un rato por
Caracas, acabó refugiándose primero en la embajada chilena y, más tarde, en la
española, que debe de ser más cómoda; se expuso a los manifestantes que se
creyeron la milonga a un baño de sangre que no fue tal por la contención de los
militares; y Maduro no tomó ningún avión rumbo a La Habana ni por propia
voluntad ni por la de Rusia, tal fue lo declarado por el secretario de Estado
Mike Pompeo para justificar el fiasco.
La llamada
‘operación Libertad’ ha sido o está siendo un intento chusco de restablecer el
control de EEUU sobre su pretendida zona de influencia, que entiende amenazado
por Rusia y por China, un macabro monopoly en el que lo que menos importa es el
bienestar de los ciudadanos y mucho menos aún su libertad. Siendo evidente que
la situación a la que Maduro ha conducido al país es insostenible y que los
venezolanos no se merecen morirse de hambre o verse condenados a emigrar en
masa, es injustificable que se intente derrocar a un gobierno de manera
teledirigida y que buena parte de la comunidad internacional cierre los ojos y
comulgue con lo que no deja de ser un atentado a la soberanía de un Estado.
Para EEUU es
urgente acabar con Maduro, so pena de convertirse en el hazmerreír del club de
las superpotencias. Desde que siguiendo sus instrucciones el entonces
desconocido Guaidó se autoproclamó presidente encargado el pasado 23 de enero
-ese golpe de Estado al revés en el que primero se obtuvo el reconocimiento
internacional y se dejó lo de tomar el poder para más tarde-, la Administración
Trump no ha hecho sino ensayar métodos alternativos al clásico y primitivo
envío de marines, que sólo podría haber justificado si la violencia se hubiera desbordado
hasta niveles alarmantes. De ahí que el emperador del flequillo y sus asesores
se hayan centrado en sanciones económicas, como la congelación de fondos de la
petrolera PDVSA por importe de 7.000 millones de dólares, confiando en que la
debacle económica y humanitaria haría el resto.
Su previsión de que
el estamento militar acabaría dando la espalda a Maduro ha fallado
estrepitosamente. Ya fuera por afinidad ideológica, por su todavía posición
privilegiada en el país o, directamente, por su implicación como cabecillas del
crimen organizado y el narcotráfico, la mayoría del Ejército ha permanecido
fiel al régimen sin atender a las promesas de indultos y leyes del olvido que
Guaidó les ha venido lanzando en los últimos meses por indicación de Washington.
A ello se ha unido
el activo papel de Rusia, siempre dispuesta a colocar piedras de buen tamaño en
el zapato estadounidense, y a los intereses de China en la región en general y
en Venezuela en particular. Ni Moscú, que en la última década ha prestado a
Caracas más de 20.000 millones de dólares, ni Pekín, que acumula créditos por
importe de 60.000 millones y que ve en el petróleo venezolano una de los ejes
de su expansión, están dispuestas a dejar que caiga su protegido sin oponer
resistencia. Maduro, que puede ver a Chávez en las sombras de las paredes o en
los pájaros cantores pero no es del todo imbécil, ha sabido aprovecharlo para
convertir su permanencia en el poder en una cuestión geopolítica.
Lo que está en
juego en Venezuela no es, por tanto, el futuro de sus habitantes, que se
merecen poder decidir su camino en paz y con unas elecciones libres, sino el
liderazgo de EEUU, que no puede permitir el troleo de sus oponentes en el
tablero de ajedrez planetario. Cabe esperar, por tanto, cualquier cosa, desde
una intervención militar directa o alguna operación de guerrilla para
descabezar al chavismo, estrategia en la que encaja el supuesto reclutamiento
de mercenarios a cargo de la siniestra Blackwater. Los venezolanos no importan
a nadie; esa es la cruda realidad.
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