sábado, 11 de mayo de 2019

BESOS ROBADOS


BESOS ROBADOS
JONATHAN MARTÍNEZ
En un pasaje inolvidable de Cinema Paradiso, el sacerdote de un pequeño pueblo siciliano supervisa las películas que van a ofrecerse al público y sacude una campanilla en cuanto los protagonistas se besan. Entonces, la tijera del proyeccionista identifica los fotogramas pecaminosos y los amputa sin miramientos. Estamos en los años cuarenta, la Segunda Guerra Mundial ha terminado y los parroquianos del cine Paradiso montan en cólera cada vez que la censura les roba un beso. “Nos reprimieron el amor, nos cortaron ese trozo de la película”, cantaba Joxe Ripiau a finales de los noventa. También después de la Segunda Guerra Mundial llegaba Gilda al cine Callao de Madrid y el público, muerto de hambre y franquismo, abarrotaba las salas para ver a Rita Hayworth. En la escena más memorable del filme, Gilda canta Put The Blame On Mame mientras se desprende de sus guantes al ritmo de la música. Y claro, el escándalo fue mayúsculo. La Iglesia calificó la cinta como “gravemente peligrosa” y algunos jóvenes falangistas la recibieron cantando el Cara el sol. El caso es que aquella pataleta puritana sirvió para excitar aún más la curiosidad de la audiencia. Incluso llegó a correrse el rumor de que Gilda habría terminado de desnudarse por completo si no hubiera sido por la tijera eclesiástica. Ahí tenemos en precario eso que la era de internet ha llamado efecto Streisand. La censura que se vuelve en contra del censor.


CHAPLIN, QUE EN 1940 HABÍA PROTAGONIZADO EL GRAN DICTADOR, UNA SÁTIRA FEROZ CONTRA EL NAZISMO, ERA OTRO DE LOS AUTORES FULMINADOS. AQUELLA PELÍCULA SOBRE EL ASCENSO DE HITLER NO PUDO ESTRENARSE EN ESPAÑA HASTA 1976

La caza franquista de inmoralidades en el cine ha dejado para la historia algunos episodios siniestros y muchos otros más bien entrañables. En la primera posguerra, algunos nombres de Hollywood como los de Bette Davis o Joan Crawford fueron extirpados de las carteleras. Charles Chaplin, que en 1940 había protagonizado, con El gran dictador, una sátira feroz contra el nazismo, era otro de los autores fulminados. Aquella película sobre el ascenso de Hitler no pudo estrenarse en España hasta 1976. La alteración caprichosa de los diálogos mediante el doblaje también hizo de las suyas. Una de las anécdotas más conocidas corresponde al malabarismo censor de Casablanca. Si la versión original definía a Rick como un tipo que “luchó contra el fascismo en España”, el doblaje franquista lo convertirá en alguien que “luchó con el Anschluss austriaco”. En La dama de Shanghai, el personaje interpretado por Orson Welles se revela como un combatiente de las Brigadas Internacionales que mató a un espía de Franco en Murcia y que no tendría inconveniente en volver a hacerlo. El doblaje franquista nos arrebata esta confesión y Murcia se convierte en la ciudad libia de Trípoli por arte de birlibirloque. Más torpe aún fue la censura de Mogambo. Con la intención de camuflar un amorío adúltero, los centinelas del orden y la ley convirtieron en hermanos a la pareja protagonista y lo que al principio era una inocente historia de cuernos derivó hacia un revolcón incestuoso.

En este clima persecutorio, los creadores más díscolos se vieron obligados a aguzar el ingenio y recurrieron a toda clase de triquiñuelas. Luis Buñuel, por ejemplo, entregó a la censura franquista una versión más bien aséptica del guión de Viridiana. Cuando por fin culminó el rodaje, transportó a escondidas la película a París y la presentó al Festival de Cannes sin el visto bueno del Ministerio. Viridiana resultó ser un filme blasfemo y anticlerical y además se llevó la Palma de Oro. José Muñoz Fontán, director de Cinematografía del gobierno franquista, subió al estrado a recibir el galardón sin ser consciente del berenjenal en el que estaba a punto de meterse. Al día siguiente, en cuanto regresó a Madrid, el ministro Arias Salgado lo destituyó de su cargo. Después, el diario oficial del Vaticano reclamó la excomunión de Buñuel y Franco mandó destruir los negativos. El resto es historia. Ya en las postrimerías del franquismo, el director Carlos Saura y el productor Elías Querejeta conformaron un tándem bien engrasado que aprovechó la atmósfera aperturista para burlar la censura y burlarse del régimen. En 1974, tras el estreno de La prima Angélica, los Guerrilleros de Cristo Rey llegaron a robar el rollo del cine Amaya de Madrid. El Cine Balmes padeció un ataque con explosivos. A la ultraderecha no le gustó ver en la pantalla a un falangista de camisa azul con el brazo escayolado a la romana. El mismo marchamo simbólico tiene Ana y los lobos, donde tres hermanos que representan tres pilares del franquismo –Iglesia, Fuerzas Armadas y represión sexual– asedian a una joven extranjera.


LA LEY GENERAL DE LA COMUNICACIÓN AUDIOVISUAL HA ENTREGADO LA CINEMATOGRAFÍA A LAS CADENAS DE TELEVISIÓN, DE MODO QUE RESULTA BASTANTE IMPROBABLE RODAR UNA PELÍCULA DE ÉXITO SIN HABER PASADO POR LOS DESPACHOS DE MEDIASET, MEDIAPRO O TVE

Ha pasado mucho tiempo desde entonces pero la censura, como la energía, ni se crea ni se destruye. Solamente se transforma. Así lo explica Víctor Erice, que en 1973 consiguió sortear todos los controles con El espíritu de la colmena, una película que mitificaba a los maquis. La censura de nuestros días, dice Erice, obedece a las leyes del libre mercado. La economía es una modalidad atroz de censura porque acude al origen de la cadena y consigue que la película jamás llegue a rodarse. Y si se rueda, consigue que la película jamás llegue a distribuirse. La paradoja está servida. En un mundo donde se ha abaratado el acceso a la tecnología y donde todos nos hemos convertido en creadores espontáneos de contenido audiovisual, parece más difícil que nunca hacer cine contestatario. La Ley General de la Comunicación Audiovisual ha entregado la cinematografía española a las cadenas de televisión, de modo que resulta bastante improbable rodar una película de éxito sin haber pasado por los despachos de Mediaset, Mediapro o TVE. En otras ocasiones, los obstáculos son de distribución. En 2014, Aitor Merino explicaba que la mayoría de exhibidores se habían negado a poner en cartel su obra Aitor eta biok. Todo esto a pesar del éxito que terminó cosechando en los cines donde sí se atrevieron. Han pasado cinco años desde el estreno y ninguna cadena estatal ha querido emitir aún este trabajo. Malos tiempos para la lírica documental vasca. Es fácil recordar la que le montaron en 2003 a Julio Medem cuando quiso presentar su película coral La pelota vasca, la piel contra la piedra.

Por suerte, quedan algunos resquicios para la esperanza. Al menos este año pasado hemos disfrutado de un thriller valiente como El reino, de Rodrigo Sorogoyen, que mete el dedo en el ojo al caso Bárcenas y a la trama Gürtel sin necesidad de mencionarlas. La película es tan flexible que nos permite acomodarla a muchas otras tramas. El propio Sorogoyen menciona los EREs de Andalucía. De hecho, desde que se escribió el guión hasta hoy, tanto Mariano Rajoy como Susana Díaz han pasado a mejor vida. Otra película de 2018 que cruza todas las líneas del atrevimiento es El rey, una pieza que Alberto San Juan, Luis Bermejo y Willy Toledo han llevado a la pantalla grande después de haber arrasado durante dos años en el Teatro del Barrio de Madrid. El formato escénico, la línea argumental demoledora contra la monarquía y la presencia de un actor proscrito como Toledo no han contribuido a que el filme haya tenido una distribución normalizada. Nos quedan, eso sí, algunas salas valientes. Más o menos las mismas que han ofrecido Black is Beltza, el largometraje animado de Fermin Muguruza. No todos los días tenemos la ocasión de ver películas que combinan los Sanfermines con Malcolm X, Angela Davis y las Panteras Negras.

Venimos de una oleada de censura. La persecución contra los titiriteros. Los procesos contra Pablo Hasél, Valtònyc, César Strawberry y los doce de La Insurgencia. La Operación Araña contra tuiteros. El año de prisión para Alfredo Remírez. Cassandra Vera y los chistes de Carrero Blanco. Los estragos indiscriminados de la Ley Mordaza. Parece que el mundo del cine, tal vez más amodorrado y acrítico, se ha librado de la cacería. Es cierto que se han registrado algunos capítulos de boicot ideológico. Existen, por ejemplo, un puñado de películas y series que TVE compró pero que el Gobierno popular nunca terminó de emitir. La cadena pública mantuvo secuestrado desde 2012 El precio de la libertad, biopic inspirado en la vida de Mario Onaindia. Fue necesario esperar a que el PP abandonara La Moncloa para que esta miniserie de Ana Murugarren viera la luz. Siete años después. Un buen puñado de obras han pasado por el mismo trance. Ahí tenemos Volveremos, La Conspiración, La República o Tres días de abril, series históricas que no encajaban en la línea política de los inquilinos de Génova.

En el pasaje más emblemático de Cinema Paradiso, un viejo rollo de celuloide reúne todos los besos prohibidos que la censura sacerdotal se había llevado por delante treinta años atrás. Ojalá todo cambie para que expresar en libertad nuestras ideas deje de salirnos tan caro. Que se carguen de una vez la ley mordaza y los falsos delitos de apología y los de injurias a la corona. A ver si hay suerte y alguien se toma la molestia de empalmar en un solo rollo de película todas las canciones censuradas, todos los tuits fiscalizados, todas las opiniones pisoteadas, para que dentro de treinta años, cuando ya nada importe, podamos reírnos en paz de todo lo que no nos permitieron ser.

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