LAS ESCALINATAS DE MONCLOA
GERARDO TECÉ
Me gusta pensar que
alguien que cayó en coma en octubre de 2016, con Pedro Sánchez recién expulsado
a patadas de la política, despertó esta misma semana y al encender la tele se
lo encontró ahí, en lo alto de las escalinatas de La Moncloa. Sin un rasguño. Sánchez,
el que no arde. Rompedor de pronósticos. Padre de carambolas. Protagonizando,
como Pedro por su casa, la ronda de contactos para la formación del nuevo
Gobierno –su segundo– con la soltura de un Borbón recibiendo en La Zarzuela.
Cualquier día se tropieza, los planetas se alinean y su cara acaba en las
monedas de euro.
El próximo Gobierno
no se decidirá con una ronda de reuniones como la de esta semana, sino con
cenas y llamadas de teléfono que no serán televisadas. La escenificación de
estos dos días de reuniones sólo sirve para eso, para escenificar. Lo cual, por
desgracia, lo es casi todo en política. Escenificar posiciones de poder. Pedro,
encima de las escaleras, el resto buscando su sitio.
La ronda de
contactos se inauguró con Sánchez recibiendo al Pablo equivocado, según
millones de votantes que piden un Gobierno de izquierdas tras el 28A. Casado
llegó a la que estaba convencido de que sería su próxima casa, llamando al
timbre del traidor, felón y okupa, hoy señor presidente Sánchez. Llegó como el
que aparece a medianoche, cabizbajo, pidiendo sofá o cama supletoria donde
resguardarse de una mala racha. Pedro Sánchez se encargó de acogerlo y tratarlo
con un cariño envenenado, el de recordarle al país que es Pablo Casado y nadie
más el líder de la oposición. Su líder de la oposición. Sánchez le ofreció a
Casado tratamiento preferente frente a Rivera. Una reunión más larga, una sala
más grande donde comparecer ante los periodistas, una mejor sonrisa profident
en la escalinata. En política, cuando tu líder de la oposición te funciona, no
quieres cambiarlo por otro. Puesto a gobernar, parece que Sánchez ha decidido
que también va a conducir las posiciones a la derecha.
Casado jugó su
papel, que no era otro que el de aparecer por aquellas escalinatas para
demostrarle al país que no se ha ido a dar clases a Harvard como le pedían
algunos en su partido, sino que sigue dedicándose a lo de la política. Sin la
gasolina y el mechero, únicas herramientas que le conocíamos para manejarse en
el oficio, pero ahí sigue. Agarrado a esa teoría de las segundas oportunidades.
Aznar la tuvo, Rajoy también, yo la merezco ahora, se reivindica Casado al
frente de unas siglas del PP cuya única perspectiva de futuro son Pedro
Presidente.
Con Casado
desarmado, el espacio político de los mecheros y la gasolina se queda para
Albert Rivera. Rivera fue a la Moncloa a disputarle al malherido líder popular
el sillón de la oposición. Pero qué dices, si has quedado tercero, le repiten
desde PP y PSOE sin conocer que a Rivera no lo mueven los números, sino ese
espíritu liberal de libro de autoayuda que te invita a que las matemáticas no
frenen tus sueños. Se puede ser líder de la oposición tras quedar tercero.
¡Vamos! Impossible is nothing, como dijo Churchill. Para vestirse de líder de
oposición Rivera escenificó serlo. De ninguna manera vamos a apoyar la
investidura, repitió una y otra vez Rivera, como si con una vez no bastara,
como si su palabra no tuviera valor en España. Tras la negativa rotunda a
Sánchez, Rivera jugó el papel de hombre de Estado –el otro papel necesario para
parecer un líder de la oposición– ofreciendo los escaños de Ciudadanos para
aplicar el 155 en Cataluña “si fuera necesario, que yo creo que lo es”. Por
algún motivo, en España ya no escandaliza que el argumento jurídico para
suspender una autonomía sea que a Rivera se lo pide el cuerpo.
“Si en algo nos
hemos puesto de acuerdo, es en que vamos a trabajar para ponernos de acuerdo”.
Es el titular que dejaron los cinco minutos de comparecencia de Pablo Iglesias
tras más de dos horas de reunión con Sánchez. La parte contratante de la
primera parte insistió también en que la parte contratante de la primera parte
tendría toda la paciencia, prudencia y buena voluntad del mundo de cara a estas
negociaciones. Se refería sin decirlo –en eso consiste la prudencia– a los
desplantes y maniobras que están por venir por parte de un PSOE dispuesto a
gobernar en solitario. Es decir, Pablo Iglesias sabe que de las estrategias
maximalistas de otros tiempos –me voy a ir pillando esta cartera y esta otra–
sólo saldría beneficiado a un Sánchez que no es el mismo que le confesaba a
Évole la verdadera cara de la política. Ahora tiene de su lado a los poderes
económicos y mediáticos que lo quieren ver gobernando en solitario. Es decir,
gobernando sin darles dolores de cabeza. Esos poderes no han aparecido por las
escalinatas de La Moncloa durante estos dos días porque no necesitan
escenificar nada. La única escena importante en los próximos tiempos será ver
qué tratamiento les dará Sánchez cuando aparezcan por allí sin cámaras ni
fotógrafos. De si les da la mano o si les hace una reverencia, dependerán los
próximos años.
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