lunes, 13 de mayo de 2019

LA PARTÍCULA RUBALCABA


LA PARTÍCULA RUBALCABA
GERARDO TECÉ
Un hombre de Estado. Siempre me ha fascinado ese concepto. Esa medalla. Esos hombres que la portan. Un hombre de Estado sería, si uno presta atención a las alabanzas que rodean al término cuando aparece, un tipo que, dedicándose a lo público, antepone siempre los intereses del Estado ante cualquier otra cosa. Cuando la medalla aparece, en ningún caso se especifica –sería de poca clase entrar al detalle– cuáles son esos intereses del Estado que el hombre de Estado defiende. Ni a quién beneficia o perjudica un interés de Estado concreto.



Hace años entrevisté a Manuel Delgado, un tipo que se dedicaba a lo público. Antropólogo en la Universidad de Barcelona. Un hombre empeñado en hacerse preguntas y en poner en duda sus propias respuestas. Delgado, en un momento dado de la charla, me hizo una confesión que lo descartaba totalmente como posible hombre de Estado a pesar de ser un trabajador público. Si la versión oficial y la versión de la prensa coinciden, me dijo, tú desconfía, porque lo que te están contando probablemente sea falso. O, al menos, no del todo cierto. Como para hacerlo ministro de algo. Ni encargado de parques y jardines.


Me caía bien Rubalcaba. No personalmente –no lo conocí– sino como el personaje al que encarnaba. El héroe gris de una novela negra. Un ministro de Interior de cuerpo débil y cerebro musculado que llegaba en coche blindado a la escena de un crimen, porque su ministerio no sólo era el despacho, también un callejón perdido en el barrio de Usera o una finca en Huelva. Frank Underwood a la española que controlaba la dialéctica, la estrategia, el espacio y los tiempos políticos como nadie. Y que, por si le faltaran ingredientes al perfil de implacable jefe absoluto de la policía, decidió no acabar sus días forrándose en un consejo de administración como un Felipe González cualquiera, sino dando clases de Química con su bata blanca, como un opositor cualquiera. Rubalcaba, algún día, tendrá una película y quien tenga que hacer el papel tendrá complicado acercarse al tamaño del personaje real.

Rubalcaba fue un hombre de Estado. En eso coinciden la versión oficial y la prensa y creo que Manuel Delgado se equivoca (a quienes dicen que hay que dudar de todo también hay que ponerlos en duda). No nos mienten. Es así. Rubalcaba fue un hombre de Estado. En lo que el antropólogo acierta es en la necesidad de poner en duda que eso de ser un hombre de Estado sea necesariamente algo positivo. La medalla de hombre de Estado conlleva sombras y Rubalcaba las tenía. Y muchas. Sus mejores servicios a España, repiten los medios y asiente la versión oficial, fueron la disolución de ETA y la sucesión de la Corona. Reviviendo aquella charla con el antropólogo me cuesta no pensar en el Rubalcaba que decía acordarse de Barrionuevo –ministro de Interior condenado por terrorismo de Estado– cada vez que iba al entierro de una víctima de ETA. Tampoco es fácil tragar con las alabanzas que está recibiendo su papel en la sucesión de la Corona. Rubalcaba, con su carrera política acabada y con un socialismo que necesitaba renovarse con urgencia, fue informado de los planes de la Zarzuela: Juan Carlos lo dejaba y el hijo calentaba en la banda. El hombre de Estado decidió que el profesor de Química y la renovación del PSOE esperaran unos meses. No fueran los militantes a verse arrastrados por los nuevos tiempos y poner en la secretaría del partido a un republicano. A alguien sin sentido de Estado alguno, a alguien con ideas transgresoras como que el pueblo decidiera si quería seguir tragando Borbón o no cuando la noticia se supiese. Rubalcaba se retiró contento. Satisfecho porque la operación de Estado se había efectuado sin incidentes. En argot policial, la cúpula de la opinión pública había sido desarticulada con éxito.

Como profesor de Química, Pérez Rubalcaba era fan del principio de incertidumbre de Heisenberg. Ese que dice algo así como que es imposible medir con precisión la posición de una partícula, porque la misma observación para medirla la está condicionando. El papel de un hombre de Estado como Rubalcaba no puede medirse sin que el método de medición y los propietarios de la tabla métrica lo estén condicionando. Al observar las partículas de Estado, como diría el antropólogo, no demos nada por cierto ni absoluto. Pongámoslo en duda porque el personaje lo merece. Y, cuando salga la película, tampoco nos sintamos mal por ir con Rubalcaba a pesar de sus sombras. Es difícil no hacerlo con un personaje tan completo

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