POESÍA Y GENOCIDIO
SANTIAGO ALBA RICO
Filósofo, escritor y ensayista
Cientos de personas se manifiestan en Zaragoza con el
lema "Detened el genocidio del pueblo palestino". EFE/JAVIER BELVER
El viernes pasado participé en la presentación de Palestina estrangulada, un poemario del esperantista Jorge Camacho que reedita la editorial Cantarabia y cuya primera edición tuve el honor de prologar en 2018. La presentación de un libro suele ser una fiesta; la presentación de un libro sobre Palestina, mientras las bombas siguen cayendo sobre Gaza, es solo un humildísimo acto de luto y resistencia. Y una ocasión quizás para reflexionar sobre la poesía y sus misterios.
Son
días malos para la lírica. ¿O todo lo contrario? Las grandes emociones, las
grandes bellezas, las grandes tragedias nos desbordan de tal manera que
intentamos atraparlas a fuerza de acumulación; creemos que nos faltan palabras
y añadimos una detrás de otra, sin medida y sin satisfacción: palabras y
palabras que, sin embargo, dejan atrás la experiencia nombrada tanto más
deprisa cuanto más las multiplicamos. No hay vocabulario suficiente
para los abismos. Por eso es mejor siempre pronunciar pocas y bien
ceñidas. Eso es lo que hace la poesía, que no es, como se podría creer, una
proeza de la abundancia lingüística sino un ejercicio disciplinado de
inhibición fecundadora.
Una
imagen vale más que mil palabras, sí, pero no que -pongamos- treinta y cinco:
dos o tres palabras elementales albergan siempre en su seno más imágenes que
cualquier pantalla de ordenador o de televisión. La impotencia y la propaganda,
lo sabemos, son parlanchinas. La poesía, en
cambio, es atinada y contenida: contiene en sus verbos contados la dimensión
exacta del mundo. "De lo que no se puede hablar es mejor callarse",
decía el filósofo Wittgenstein. De lo que no se puede hablar aún podemos hacer
poesía, la única sustancia más expresiva que el silencio. Los que en estos días
terribles hemos vuelto a leer a Mahmoud Darwish, el poeta nacional palestino,
los que hemos leído el poema estremecedor de Refaat Alareer, asesinado por los
israelíes, lo sabemos muy bien: "si debo morir/ debes vivir/ para contar
mi historia". Esa historia nos atañe a todos.
Es
la segunda vez que leo Palestina estrangulada.
Las dos veces, mientras leía sus páginas, Palestina estaba siendo estrangulada.
Ningún libro debería ser actual por ese motivo y aún menos anticipar un futuro
de repetición ampliada, porque toda repetición del mal es precipicio y degradación. Jorge Camacho nos cuenta
en pocas palabras la historia entera de un dolor de 75 años que aún no ha
acabado, que se reproduce encarnizado al tiempo que escribo estas líneas, que
se intensifica implacable bajo cada uno de los escombros que Israel
desmigaja desde el cielo de Gaza. Un dolor todavía presente
que, en cualquier caso, no es el resultado de un desastre natural, como un
tsunami o un terremoto, sino que recoge y narra, para quien quiere oírla, una historia: esa historia: la historia de la
Ocupación de Palestina. ¿De qué historia se trata? De la historia paradójica,
terrible, incriminatoria, de la prolongación en Oriente Próximo de dos de
nuestros crímenes favoritos: el antisemitismo cristiano y el colonialismo
europeo. Israel, en efecto, clavó su Estado en el costado de la región después
de que Europa matase o expulsase a buena parte de esos judíos que habían
contribuido decisivamente a la construcción de los mejores valores del
continente; lo hizo además mientras la ONU, empujada por las luchas de los
pueblos, promovía la descolonización del mundo.
La ONU acusa a
Israel de cometer ejecuciones sumarias en Gaza
Israel
es una transferencia y una anomalía. Tras siglos de persecuciones y pogromos,
los judíos fueron finalmente integrados en Europa (incluidas las competiciones
deportivas y Eurovisión) a condición de que aceptaran su expulsión de Europa y
de que, como europeos subrogados o adoptivos, se convirtieran en perseguidores
de otros pueblos: ese doble proyecto (de expulsión y colonización) es lo que se
llama "sionismo". A los judíos sionistas se les concedió el título de
europeos honoríficos a condición, es decir, de que convirtieran en
"judíos" a los habitantes de Palestina, pues "judío"
identifica, así lo creo, el dolor universal de la eterna
víctima excluida, perseguida, despreciada, expulsada,
maltratada, herida, asesinada. Israel no constituye solo un proyecto de
criminal colonialismo contra el pueblo palestino; es también una traición esencial, radical, a la historia de los judíos,
de sus valores culturales y de su sufrimiento secular. Como ha dicho muchas
veces el escritor libanés Elias Khoury, hoy los palestinos son los
"judíos" de los israelíes; como ha dicho el escritor judío e israelí
Shlomo Sand, ningún Estado que haga lo que está haciendo Israel puede sobrevivir ni ética ni políticamente a su
degradación moral. Como escribí en una ocasión hace muchos años: qué importa
que no sean nazis si son unos asesinos.
Uno de los poemas de Jorge Camacho nos
recuerda lo siguiente:
Terrorismo
es
hacer estallar
en un
autobús de Tel-Aviv
una
bomba
pero
destruir con misiles edificios enteros en Gaza,
a eso
la gente culta ha de llamarlo
operación
quirúrgica
en
defensa propia.
Estos
días hemos oído hablar mucho del "terrorismo" de Hamás y del
"derecho a defenderse" de Israel. Estas nociones fraudulentas irrigan,
a veces de buena fe, la mayor parte de las noticias y los discursos. No voy a
defender a Hamás por la misma razón por la que no puedo defender a la brigada
Azov en Ucrania: soy laico, demócrata y de izquierdas.
Pero, por la misma razón, en ninguno de los dos casos puede
hablarse tampoco de "terrorismo", con independencia de la sangre
vertida y el dolor infligido; no es esa la palabra adecuada cuando
se está defendiendo el propio territorio de la ocupación y la colonización.
Cuidado.
Esto no quiere decir que, hagan lo que hagan los palestinos, todo les esté
permitido como víctimas de una Ocupación militar.
Eso sería asumir la lógica de Israel y apostar por un eterno Talión entre dos fuerzas que se sentirían
igualmente legitimadas a cualquier desmán sangriento contra el derecho
internacional y la ética elemental: empujadas a un potlach de violencia en el que, por lo demás, la
fuerza más débil siempre sufriría los peores
daños. No es eso. El 7 de octubre los milicianos de Hamás cometieron sin
duda crímenes de guerra; y un crimen de guerra es una cosa
tan atroz, desde un punto de vista jurídico y humano, como un atentado
terrorista. Pero importa mucho utilizar bien las palabras allí donde son las
palabras las que revelan u ocultan ese poder asimétrico y desigual cuya
historia nos pide Alareer que no perdamos de vista. Cada vez que describimos a
Hamás como una organización terrorista y no como una organización resistente o
combatiente estamos sencillamente ocultando la historia de
Ocupación en la que se inscriben los crímenes de guerra que cometió Hamás el 7
de octubre. Solo ignorando esta historia de Ocupación colonial podemos
calificar de "terroristas" los ataques de Hamas; solo si calificamos
de "terroristas" los ataques de Hamás -y de ahí la insistencia trilera
de Israel- podemos reconocer a Israel el "derecho a
defenderse". No lo tiene. Las fuerzas
ocupantes solo tienen obligaciones. Un Estado
tiene derecho a protegerse de terroristas nacionales o extranjeros, pero no de
las poblaciones cuyos territorios ocupa por la fuerza.
En
uno de sus poemas, Jorge Camacho recuerda a esos resistentes que combatieron en
Europa la ocupación nazi; únicamente eran considerados
"terroristas" por los nazis. Jan Kubis y Jozef Gabcik, los
resistentes checos que dispararon, por ejemplo, contra Heydrich, son recordados
y homenajeados como héroes. Disparar contra Heydrich nunca es un delito;
disparar contra civiles siempre. Según Naciones Unidas, según la legislación
internacional, allí donde hay Ocupación el derecho a la defensa solo
corresponde a las víctimas de la misma. Puede ocurrir, desde
luego, que las víctimas de la Ocupación cometan condenables
crímenes de guerra, que deberán ser juzgados como tales. Pero sus
acciones, por horrendas que nos parezcan y por mucho que empaticemos con el
dolor de sus víctimas, nunca podrán ser calificadas de "terroristas".
¿Cuál es la conclusión? Que si existe la Ocupación de Palestina, como reconocen
las NNUU, y solo sus víctimas tienen derecho a defenderse, entonces la única solución para todos los dolores (el dolor
que la Ocupación, ahora abiertamente genocida, inflige a sus víctimas y el que
sus víctimas infligen a los ocupantes) es el fin de la
Ocupación.
Las
palabras, como hemos visto, suelen ser engañosas.
Las que menos engañan son las de la poesía. Un poemario, es verdad, no va a
acabar con la Ocupación de Palestina, pero de usar una u otra palabra depende
el curso mismo de la historia, como saben muy bien las que las disputan y
manipulan desde el poder. "Genocidio", manoseada hasta la náusea
desde la izquierda, era hasta hace poco una palabra anti-poética;
hoy comienza a ser una palabra exacta; Ocupación siempre ha sido estrictamente
poética.
En
el prólogo de 2018 al poemario de Camacho, recordaba yo la imagen de un soldado
israelí que, armado hasta los dientes, robaba la bicicleta a una niña de
Al-Jalil, que huía despavorida. Las imágenes más banales son siempre las más
duras. Casi me parece más difícil quitarle la bici a una niña que quitarle la
vida. Las dos cosas, por lo demás, son inseparables. Cuando se es capaz de
matar a ocho mil niños, se es capaz incluso de robar a una niña su bicicleta,
esa metonimia feliz de todas las infancias. La guerra de Israel no es hoy una guerra contra Hamás; tampoco una guerra
contra Gaza; es una guerra contra los niños, los
cuales tienen peso, pelo, dientes, color, ganas de vivir, pero no nacionalidad.
"El que vence a un niño no es un vencedor", escribía yo entonces,
"es alguien que ha derrotado su propia humanidad".
Esto
es lo que pienso y lo que vengo diciendo desde hace años. Algunos me han
reprochado, con indignación razonada, que haya firmado un manifiesto, publicado
el pasado viernes por El País, en el que se hablaba del "terrorismo"
de Hamás y del "derecho a la defensa" de Israel. Lo firmé con desgana
y no sin exponer mis objeciones en privado a los responsables de la iniciativa.
Lo hice, en todo caso, con convicción porque ahora no se trata de acabar con la
Ocupación. No estamos en esas. Lo único que quiero es que
Israel deje de matar niños. ¿Se conseguirá con una firma? No lo
creo. Ahora bien, lo que es seguro es que no se conseguirá desmarcándose de
acciones colectivas - por pequeñas y simbólicas que sean- para defender nuestro prestigio izquierdista radical. En ese
manifiesto mucha gente inesperada ha aceptado, junto al fraude del
"terrorismo" y el "derecho a la defensa", el enorme y
exacto concepto de "genocidio". En términos de presión y de
conciencia, a la más humilde de las escalas, eso me parece mucho más importante
que mi propia coherencia. No pierdo la esperanza, por lo demás, de que algún lector extraviado pase de ese manifiesto a
este artículo y, después de aceptar el término "genocidio", acabe
contando bien, como Jorge Camacho, la historia que Refaat Alareer, antes de
morir, nos pidió que contáramos. En prosa, en verso y en imágenes.
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