ATADURAS DE DIAMANTE: UNA HISTORIA SEXUAL
DEL NEOLIBERALISMO
El
individualismo extremista de Milei, inspirado en la turbulenta figura de Ayn
Rand, tiene su reflejo en el carácter supremacista masculino de la no-sexualidad
del nuevo presidente
JOSÉ MANUEL RUIZ BLAS
Javier Milei en el programa
'La Noche de Mirtha', 3 de
diciembre de 2022. / Ilan
Berkenwald (Flickr)
La personalidad de Javier Milei ha desbordado el plano político de las elecciones argentinas, salpicadas por los chismes eróticos del candidato vencedor. Al estrafalario abanico de medidas ecónomicas paleolibertarias propuestas por La Libertad Avanza, la coalición encabezada por Milei, como dolarizar la economía, cerrar el Banco Central, facilitar el acceso a las armas, recortar el gasto en pensiones optando por un sistema pinochetista de capitalización privado o la compraventa de órganos (“puede ser un mercado más”), se han sumado las turbadoras conjeturas sobre su sexualidad.
Él mismo ha relatado su notable debut sexual a
los 13 años. “Andaba con ganas y me fui a un viejo sauna solo”. Así se lo
confesó a Moria Casán en 2018, en el programa de la televisión argentina
Incorrectas. Se ha insinuado que es un hombre casto: en casa de Milei no entran
mujeres porque, según él, ocupan la cuarta prioridad después de, por este
orden, sus perros, la economía y el trabajo. Milei ha declarado también que el
sexo tradicional le parece “espantoso”, que ha participado en tríos (en un 90%
de las veces junto a dos mujeres) y que es profesor de “sexo tántrico”, una
disciplina que le ha valido el apodo de “vaca mala” por la cicatería de sus
eyaculaciones: cada tres meses. Sólo ha convivido con su madre y su hermana,
Karina Milei, tarotista y jefa de campaña, a la que adjudicará el papel de
primera dama cuando se instale en la Casa Rosada.
En casa de Milei no entran mujeres porque,
según él, ocupan la cuarta prioridad después de sus perros, la economía y el
trabajo
Sus “hijos de cuatro patas” son los perros
clonados de Conan, su mastín inglés, al que conserva disecado y con el que se
comunica a través de una médium. Se intuye que su noviazgo, con la bailarina y
comediante de balnearios Fátima Flórez, es fingido. Parece que del euforizante
eslogan que profiere al amparo de su peluca barroca (“¡Viva la libertad,
carajo!”) se han ido cayendo básicos del ideal libertario: Milei ha abandonado
su oposición al matrimonio, como “un contrato que encadena”, por una opción
partidaria de las relaciones familiares conservadoras; está en contra de la
educación sexual en las escuelas; y niega el derecho al aborto de “las pibas”.
Incluso una de sus diputadas por Buenos Aires, la maquilladora y cosplayer
Lilia Lemoine, ha presentado un proyecto de renuncia a la paternidad: un hombre
no tendrá que hacerse cargo de su hijo si no quiere, puesto que “hay mujeres
que pinchan condones para quedarse embarazadas sin conocimiento de sus
parejas”.
Así pues, es tentador indagar sobre el vínculo
entre la sexualidad y las ideas que discurren en su cabeza bajo el palio de su
bisoñé. Un terreno resbaladizo de fácil incursión en la falacia ad hominem, si
no fuera por la propia importancia que los neoliberales dieron a la naturaleza
humana para sostener el edificio intelectual de sus postulados. Si la condición
humana es la base de su teoría, a su través late de forma tácita la idea-fuerza
de que “lo personal es económico”.
Aunque Milei se sienta incómodo con un término
que le gustaría erradicar, el de “neoliberalismo”, porque según él es una
divisoria artificial frente al liberalismo puro, sí designa una época de
contornos precisos donde se restauraron los postulados de la economía
neoclásica. El término fue acuñado por Alexander Rüstow en 1938, durante una
conferencia organizada en París en agosto de ese año, con el fin de galvanizar
un liberalismo alicaído en las dos décadas precedentes. Aquello fue el germen
que dio alas a Friedrich Hayek para convocar a la Sociedad Mont Pélerin en
1947. Fue en el idílico Hotel du Parc, de estilo belle époque y con vistas al
lago Lemán, en la cima misma del monte Pélerin, en Suiza. 36 intelectuales, en
su mayoría economistas e historiadores, discutieron sobre la situación y el destino
del liberalismo. Alertaron de que los valores de la civilización estaban en
peligro (paradójicamente, justo cuando la bota del fascismo había dejado de
afligir el suelo del continente europeo). Quizá el simbolismo de la reunión en
altura inspirara a Ayn Rand para concebir el refugio de montaña de John Galt en
La rebelión de Atlas, desde el que los emprendedores en huelga, escondidos,
podían contemplar la hambruna de millones y el colapso de la sociedad, privada
de “los motores capitalistas” que la hacen funcionar.
El énfasis en la naturaleza humana fue una
constante del renacimiento neoliberal. Propensos a hacer fuertes afirmaciones
sobre la condición humana, los ordoliberales de Rüstow eran optimistas: su
debilidad numérica respecto al comunismo no era desalentadora, puesto que la
naturaleza humana estaba, según ellos, de su parte. La “ciencia del hombre”
soplaba a su favor, en sus propias palabras. Habían creído encontrar un
fundamento científico para su idea. Más que una economía política, les importaba
una política de vida (la propia Thatcher no veía en la economía más que un
método cuyo “objetivo es cambiar el alma”). Las políticas familiares, e incluso
el erotismo, debían estar moldeados por el ideal de lo que significa ser
humano. Puesto que es la naturaleza humana lo que soporta y legitima la idea
liberal, es pertinente abordar la vida sexual de sus teóricos, economistas,
filósofos y pensadores.
El individualismo libertario radical de Milei
se inspira en el que defendió en sus obras Ayn Rand, una filósofa y novelista
rusa, nacionalizada estadounidense, que promulgó un pseudosistema filosófico
conocido como “objetivismo”. Egoísmo, individualismo y capitalismo serían la
trinidad anticívica de su aparato intelectual, que plasmó en novelas como La rebelión
de Atlas o El manantial.
Algunos pasajes de la obra narrativa de Rand
son una síntesis de sus ideas sobre el amor. Lo malo es que sus lectores los
leen como manuales de vida aceptables, sin discriminar la fantasiosa ficción,
por donde desfilan los héroes equiparables a Batman o Superman, de una realidad
tan chata que en el universo randiano sólo consistía en rascacielos, industrias
y ferrocarriles. E ideas: las suyas.
En Atlas, una mujer fría y poderosa es dominada
sexualmente por un hombre aún más frío y dominante. “La pulsera de diamantes en
la muñeca de su brazo desnudo le daba el aspecto más femenino de todos: la
apariencia de estar encadenada”. O: “Francisco se detuvo, la miró y le dio una
bofetada. Ella sintió (...) un violento placer (...) por el dolor intenso y
ardiente en su mejilla y por el sabor de la sangre en la comisura de su boca”.
A continuación, ella se ríe y dice que espera que aumente la hinchazón, porque
disfruta. O: “Ella sintió sus brazos agarrándola en una respuesta violenta, y
supo por primera vez cuánto había deseado que él lo hiciera. (…) Él la abrazó,
presionando todo su cuerpo contra el de ella con una insistencia tensa y
decidida, su mano moviéndose sobre sus pechos como si estuviera conociendo la
intimidad de un propietario con su cuerpo, una intimidad impactante que no
necesitaba el consentimiento de ella. Sin autorización. (...) Sabía que el
miedo era inútil, que él haría lo que deseara, que la decisión era suya, que no
le dejaba nada posible excepto lo que él más deseaba: someterse”.
También en Atlas, el primer encuentro sexual
entre Dagny Taggart y el heroico Hank Rearden, se describe en términos casi de
coacción “como un acto de odio, como el golpe cortante de un látigo rodeando su
cuerpo (...) su pecho doblado hacia atrás bajo la presión de él, su boca sobre
la de ella”. En su narrativa abundan las heroínas que anhelan sexo violento, y
escenas sexuales apenas discernibles de la violación. En El manantial, Roark
toma casi siempre por la fuerza a Dominique Francon: “Lo hizo como un acto de
desprecio. No como amor, sino como contaminación”. Tras el orgasmo, se marcha
sin decir palabra mientras Dominique, por su parte, todavía piensa una semana
más tarde en el acto en términos extasiados: “He sido violada... He sido violada
por un matón pelirrojo de una cantera de piedra”. En la misma novela, una mujer
implora ser abofeteada, y en otra, disfruta hundiendo los dientes en la mano de
un hombre, deleitándose con el sabor de la sangre. No es de extrañar que su
catálogo de abusos le granjeara a Rand las simpatías de la comunidad BDSM.
Muchas de las ideas de Milei provienen sin duda
de las del economista nortemaericano Murray Rothbard
Muchas de las ideas de Milei provienen sin duda
de las del economista nortemaericano Murray Rothbard, el principal teórico del
anarcocapitalismo y fundador del Partido Libertario estadounidense. Iconoclasta
y controvertido, Rothbard era partidario de la total desaparición del Estado,
erigiendo una utopía que reposaba en el derecho natural de cada individuo a
disponer de sí mismo y de lo que adquiriera mediante intercambio o don.
Libertad y propiedad eran indisolubles.
Rothbard era partidario de privatizarlo todo,
hasta las calles. Habría que pagar por acceder a ellas, por lo que sus
propietarios estarían interesados en garantizar su cuidado. Las funciones de la
policía serían reemplazadas por compañías de seguros interesadas en reducir los
índices de criminalidad que incluirían sus servicios en la prima. La
desaparición de los tribunales, que no satisfacen a nadie, se vería compensada,
dentro del mercado, por el arbitraje privado. Según Rothbard, la contaminación
del agua y del aire se deben a que no pertenecen a nadie. De lo contrario, sus
propietarios velarían por su preservación. Privatizar los mares, como propone
Milei, evitaría la extinción de las ballenas. Los problemas medioambientales se
resolverían asignando derechos de propiedad. Cualquiera puede atisbar que
estamos ante la praxis económica de las mafias. “Si pagas, te dejo pasar por mi
calle. Yo te garantizo que nadie te molestará. También que no te rompan el
escaparate”.
Rothbard entró en contacto brevemente con el
círculo de Ayn Rand en 1950. A él le debemos una aguda descripción del mismo,
al que caracterizó como un culto religioso que el acólito debía abrazar de
forma acrítica. El único requisito para ser miembro y avanzar en él era la
absoluta obediencia y adoración a su gurú: Ayn Rand. Los neófitos solían ser
jóvenes y tenían prohibidas ciertas lecturas, en un culto de tintes sectarios que
exigía el juramento de que Rand llevaba siempre razón. El neófito randiano se
unía típicamente al movimiento, atrapado emocionalmente por el Atlas y
sugestionado por los conceptos de razón, libertad, individualidad e
independencia. Una pareja del círculo se casó en Nueva York jurándose lealtad
sobre el Atlas, a manera de Biblia, y leyendo pasajes de este durante la
ceremonia.
Rothbard narra cómo los miembros engullían la
comida sin alegría, como medio de supervivencia. El sexo no debía disfrutarse,
sólo era una reafirmación de los valores más elevados. “Muchos matrimonios
fueron disueltos por los líderes de la secta, que informaron severamente a la
esposa o al marido que sus cónyuges no eran lo suficientemente dignos de Rand”.
Sus miembros tenían terror a incurrir en una herejía, y vivían en un estado de
miedo y asombro. Defendían el tabaquismo. Fumar era una obligación moral, porque
en una frase de Atlas la heroína se refiere a un cigarrillo encendido como
símbolo de un fuego en la mente, el fuego de las ideas creativas. Ayn Rand era
sencillamente una fumadora compulsiva (dos paquetes diarios) que necesitaba
acomodar su adicción a un aparato “racional”. Cuando se le detectó un cáncer de
pulmón, la gran defensora de la “razón” puso en tela de juicio la evidencia
científica.
Ayn Rand, que consideraba la homosexualidad
como una inmoralidad, nunca ocultó que los demás le importaban una mierda
No se puede decir que Ayn Rand fuera deshonesta
en la ficción respecto a la sexualidad que prefería en su vida. Tenía
relaciones fuera de su pareja, a menudo con sus discípulos. La esencia de la
feminidad para Rand era la sumisión al hombre, preferiblemente al héroe al que
entregar su cuerpo y alma. Se casó en 1929 con el actor Frank O’Connor sólo
porque su visado expiraba, y le obligó a abandonar su trabajo como actor para
llevar un rancho y mantenerla económicamente. Luego se lió con su discípulo
Nathaniel Branden, 25 años más joven y casado. Se reunió sencillamente con su
marido, O’Connor, y la esposa de Branden, y les expuso la conveniencia de que
Nathaniel y ella mantuvieran un romance estructurado: debían verse una tarde y
una noche a la semana en su apartamento de Nueva York. Branden salía del
dormitorio conyugal de Rand dando amistosamente la mano al marido de esta, como
parte del humillante ceremonial. Branden abandonó a Ayn Rand en 1964, cuando
ella tenía 59 años, dejándola por la modelo de 24 años, Patrecia Scott. Rand
entró en cólera y Branden tuvo que mudarse a Los Ángeles por el temor a ser
asesinado por algún miembro del culto randiano. Ayn Rand, que consideraba la
homosexualidad como una inmoralidad, nunca ocultó que los demás le importaban
una mierda, aunque disfrazando su filosofía bajo el envoltorio de los “valores
morales”.
Rüstow fue un liberal conservador que disentía
del laissez-faire capitalista cuyas teorías inspiraron la economía social de
mercado, de raíz cristiana. Quizá por ello supo ver que el proceso de
dominación de unas clases sobre otras, de guerreros nómadas sobre el pacífico
campesinado, desembocaron en la feudalización de la vida y de los sentimientos.
La actitud social sádica de la clase dominante en el poder, ya fuera a través
del matrimonio por secuestro o la institución del harén, acabó permeando las
relaciones internas dentro de la propia clase, donde la ternura fue segregada
del erotismo. El efecto de esto fue la elevación del carácter supremacista
masculino de las relaciones amorosas. El ascetismo fue el vehículo de rechazo a
una vida erótica degradada, privada de ternura y humanidad. Rüstow intentó
demostrar que la degradación de la vida amorosa observada por Freud fue
producto de una relación histórica particular entre gobernantes y gobernados.
“Somos superiores moral y productivamente al
zurderío de mierda”, ha dicho Milei. Si hemos de fijarnos en la persona, ni Ayn
Rand ni epígonos suyos como Milei evocan nada que no sea la traslación de una
visión sexual perturbadora a las lógicas de dominación que rigen el mercado.
Ayn Rand acabó sus días empobrecida, solicitando los cheques del seguro social
y el programa de salud pública. Los mismos que se financiaban con los impuestos
arrebatados a los héroes capitalistas por los parásitos de los que terminó
siendo parte.
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