ESCRIBIR DESPUÉS DE GAZA
JONATHAN
MARTÍNEZ
Periodista
Los residentes de los campos de refugiados de Al Nusairat y Al Bureij
comienzan a evacuar tras una advertencia israelí sobre el aumento de las
operaciones militares en los campos de la franja de Gaza, 26 de diciembre de
2023. EFE
En un breve ensayo fechado en 1949, Theodor Adorno llega a la conclusión de que escribir un poema después de Auschwitz constituye un acto de barbarie. Los juicios de Núremberg eran aún un evento reciente y las imágenes de los campos de exterminio permanecían tan frescas en la memoria que era imposible evadir la mirada sin hacer examen de conciencia. No hay cultura que se sostenga al margen de la historia. De poco sirve el arte ensimismado cuando sabemos que la realidad ha sobrepasado todos los límites de lo concebible, y hasta las frases de preocupación o de denuncia corren el riesgo de convertirse en discursos vacíos.
Las palabras de
Adorno resonaron en el tiempo, no tanto como un lamento sobre la ineptitud de
la creación sino más bien como una fórmula solemne que resumía la gravedad del
Holocausto. A partir del Tercer Reich, la historia de Europa se bifurca y echa
a rodar por un camino que nadie nunca jamás debería volver a recorrer. Las
crónicas de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, nos enseñan que las
tecnologías de la muerte sobrepasan los estrechos límites de Treblinka,
Majdanek o Sobibor. Tal vez la historiografía oficial haya sido benévola con
los Estados Unidos, pero no hay mirada posible sobre el alcance del terror sin
mencionar las masacres de Hiroshima y Nagasaki.
Tras regresar de su
exilio estadounidense, el filósofo Günther Anders visitó las ruinas de
Auschwitz y experimentó un escalofrío de pavor y de vergüenza al contemplar las
montañas de maletas, los amasijos de gafas, los sombreros, los zapatos, el
último residuo de tantas otras vidas que pudieron haber sido también la suya. En
algún giro de sus cavilaciones, Anders incubó la convicción de que Auschwitz
era algo más que un episodio del pasado, y todo lo que allí sucedió podría
repetirse cada día, de modo que "también nosotros seguimos tal vez estando
expuestos a la tentación de cooperar en la producción de lo monstruoso, o al
peligro de participar en su padecimiento".
Anders intuyó con
una claridad profética que la industria de la devastación seguiría su curso en
el nombre de la paz y del progreso. La escalada nuclear y el derroche de
armamento no solo no se detuvieron tras la capitulación nazi sino que pujaron
hacia nuevas cimas de desarrollo. De hecho, Anders pudo reafirmar sus peores
intuiciones después de haber viajado a Japón para conocer los estragos del
Enola Gay y escuchar a los supervivientes. El despliegue atómico estadounidense
es paralelo a los experimentos alemanes con uranio, así que Anders ve en
Auschwitz una operación melliza de los bombardeos sobre Hiroshima y Nagasaki.
Cabe preguntarse
una vez más si es posible escribir después de Auschwitz e Hiroshima, aunque en
realidad la pregunta admite ya nuevos topónimos. Después de Vietnam. Después de
Iraq. Después de los Balcanes. Abundan las dudas formuladas a posteriori sobre
masacres lejanas cuyos números definitivos conocemos y cuyos culpables engrosan
con deshonor o gloria los libros de texto de todas las escuelas. No
imaginábamos, quizá, que el avance tecnológico permitiría retransmitir con
tanta inmediatez un exterminio. Ya no existe el privilegio de diferir las reflexiones.
Internet escupe vídeos de muerte a discreción y el genocidio a escala
industrial es cosa de un aquí y de un ahora.
No hay forma de
saber si escribir un poema después de Gaza constituye un acto de barbarie
porque Gaza se desangra día tras día en un presente infinito. Sabemos, eso sí,
que cada vez es más incómodo escribir sobre cualquier otro asunto sin que suene
banal e intrascedente, palabrería hueca de un lujo vulgar y casi ofensivo. Los
idiomas no bastan para explicar las estadísticas y las imágenes fluyen a tanta
velocidad que no tenemos tiempo siquiera para honrar con propiedad a cada una
de las víctimas. Por si fuera poco, ha cundido un sentimiento general de
impotencia, como si cubrir las calles o invocar la diplomacia fueran recursos
desesperados, las últimas brazadas de un ahogado.
Mientras tanto,
nuestros teléfonos arden con un barullo de novedades informativas. Una
excavadora abre una fosa en Rafah y transporta paladas de cadáveres envueltos
en plástico. Sobre la hierba de un estadio gazatí caminan prisioneros
semidesnudos con un aire de desamparo que evoca la degollina del Estadio
Nacional de Chile. El ministro de Defensa de Israel proclama que ha extendido
sus armas hacia Irán, Yemen, Siria, Líbano e Irak, y prolonga sus amenazas
sobre todos aquellos que se atrevan a poner en cuestión su doctrina de campo
quemado. Hay cónclaves internacionales que emiten declaraciones estériles y
salpicadas de sangre. El contador sigue contando.
Ahora es tentador
hacer apelaciones al futuro, creer que la historia juzgará con vehemencia a los
criminales y a los cómplices de los criminales. Podemos aguardar la sentencia
de las nuevas generaciones y mostrarles con todas sus mayúsculas los nombres
imperiales de aquellos que han blindado Israel en beneficio de la codicia
geopolítica. Sabemos de sobra que solo la esperanza nos sostiene, solo la
protesta nos consuela en esta larga narración que no comienza ningún 7 de
octubre sino que hunde sus fundamentos en más de siete décadas de limpieza
étnica, desplazamientos forzados, detenciones arbitrarias, cárceles inmundas,
impunidad y colonialismo.
El poeta Refaat
Alareer no podrá escribir después de Gaza porque murió el pasado 6 de diciembre
aplastado por las mismas bombas de Israel que mataron a otros seis miembros de
su familia. Alareer no podrá escribir después de Gaza pero publicó en Gaza y
desde Gaza unos versos que ahora suenan más a demanda que a epitafio. "Si
tengo que morir, tú tienes que vivir para contar mi historia". Anders
tenía razón: ni Auschwitz ni Hiroshima ni Gaza son meros episodios del pasado
sino jalones de una aniquilación permanente, un espanto sin fin donde unos
matan, otros mueren y otros viven con el deber civil de seguir contándolo.
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