ANTISEMITAS
JONATHAN
MARTÍNEZ
Periodista
Benjamin Netanyahu,
primer ministro de Israel, en una imagen del pasado 10 de diciembre durante una
reunión de su Gabinete de guerra. - Ronen Zvulun | EFE
Hace menos de dos meses, en la ciudad de Varsovia, una estudiante noruega asistió a una marcha contra los bombardeos de Gaza con un cartel que iba a desatar una accidentada controversia. La prensa divulgó a voz en grito el rostro de una muchacha pálida y rubia que sonríe sobre un fondo ondulante de banderas palestinas. En el cartel de la discordia, apenas una cartulina blanca, un monigote pintado a rotulador arroja la bandera de Israel a una papelera. Hay un lema escrito en mayúsculas: Mantén el mundo limpio. Los periódicos contraatacaron con una incriminación, más bien un veredicto, en la negrita de todos sus titulares: antisemita.
Fue tan agria la
polémica y tan feroces las acusaciones que el Gobierno polaco lamentó que no se
hubiera disuelto la protesta y el presidente Andrzej Duda emitió un comunicado
de condena entre apelaciones patrióticas y memorias del Holocausto. La Fiscalía
tomó cartas en el asunto. La Universidad de Varsovia, por su parte, suspendió a
la estudiante y despachó el enredo con una declaración solemne contra los
discursos de odio. La muchacha había explicado con paciencia pedagógica que la
pancarta no culpaba a la fe judía sino al Gobierno de Israel y hasta dedicó un
mensaje de amor a los hebreos en un vídeo grabado durante la manifestación. Sus
palabras no la salvaron de la quema.
El percance, sin
embargo, quedó como una anécdota minúscula en comparación con lo que iba a
suceder casi dos meses después en el Parlamento polaco. Fue el pasado martes
durante la presentación del nuevo Gobierno de Donald Tusk. Grzegorz Braun,
diputado de la formación ultra Konfederacja, vació un extintor sobre las velas
de un gran candelabro de siete brazos que conmemoraba la Jánuca en los pasillos
de la sede parlamentaria. En los vídeos del incidente, Braun avanza envuelto en
una nube de humo carbónico como un cazafantasmas vestido de etiqueta y forcejea
con una mujer de la comunidad judía que intenta disuadirlo y que va a terminar
herida.
Aquello había sido
mucho más que un happening o una mera travesura. La Cámara Baja polaca
reprendió con dureza a Braun, que no solo renunció a las disculpas o al
arrepentimiento, sino que además reivindicó su proeza como un acto de
disconformidad contra un culto "racista, tribal, salvaje y
talmúdico". Según Braun, se trata de una provechosa discusión histórica y
teológica. Puesto que la Jánuca recuerda la revuelta macabea contra el Imperio
seléucida, algunos sectores de la ultraderecha polaca sostienen que el judaísmo
celebra la matanza de nuestros antecesores helenos. El diagnóstico mayoritario
es otro: Braun es un antisemita.
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La idea misma del
antisemitismo no es ajena a las disputas. Si uno acude a los diccionarios,
descubrirá que la RAE califica como antisemita a todo aquel que muestre
"hostilidad o prejuicios hacia los judíos, su cultura o su influencia".
No obstante, y con un espíritu más bien contradictorio, la academia incluye en
la definición de semita tanto a los árabes como a los hebreos. Con la
etimología en la mano, cuesta trabajo imaginar cómo encajaría el calificativo
de antisemita en el contexto del conflicto árabe-israelí. Valdría en todo caso
como una forma de reproche mutuo, pues tan antisemita sería quien toma partido
contra una cultura como contra la otra.
El discurso
dominante en Europa, también en Estados Unidos, presenta el antisemitismo como
un juego de suma cero donde el odio racial y religioso se extiende por igual a
ambos extremos del espectro político. En un lado de la balanza, se ubicaría una
izquierda alineada con Palestina que denuncia la ofensiva sobre Gaza y exige
respuestas diplomáticas y comerciales contra Israel. En el otro lado de la
balanza, quedaría una derecha descolgada del árbol genealógico del nazismo y el
supremacismo blanco. El elogio de la centralidad exige esos malabarismos:
equiparar a una estudiante que apela al sentido de la humanidad con un
legislador que actúa como un enajenado.
Gracias a esta
sencilla operación matemática, los dueños de la opinión publicada se ubican a
sí mismos en el justo fiel de la balanza, como árbitros insobornables de un
tablero que no tolera los excesos. El mismísimo Benjamín Netanyahu ocuparía
esos dominios centrales, ya que su altar de privilegio le permite repartir
acusaciones de antisemitismo a diestro y siniestro, y no le tiembla el pulso a
la hora de homologar a las autoridades palestinas con las autoridades nazis.
Nadie está a salvo de la cacería, de modo que un socioliberal como António
Guterres, que hace pocos años denunciaba en Jerusalén el auge del antijudaísmo,
ha ido a parar también a la pica de los ajusticiados.
Mientras tanto, el
Congreso de los Estados Unidos investiga a tres de las universidades más
afamadas del país porque algunos diputados republicanos han deslizado
acusaciones de antisemitismo. A las rectoras de Harvard, Pensilvania y
Massachusetts se las acusa de haber aceptado consignas inaceptables, de haber
tolerado gritos por la intifada, de haber permitido llamadas a un alto el
fuego. Hay inversores que amenazan con retirar sus mecenazgos y en la lista de
agravios se incluye la celebración de un festival de literatura palestina. La
rectora de la Universidad de Pensilvania, que al principio había reivindicado
la libre expresión, ha terminado matizando sus palabras.
No hay debate
público posible allí donde la discrepancia se zanja con autos de fe llenos de
sustantivos gruesos y adjetivos fulminantes cuya única misión es borrar la
opción de los matices. La palabra antisemita, empleada ya a discreción y sin
sentido de la mesura, cae como un sambenito contra formas legítimas de
disidencia que tienen poco que ver con el odio étnico o religioso. Hay quienes
llaman antisemitas a los defensores de los derechos humanos igual que llaman
comunistas o terroristas a todos aquellos que no acompañan las palabrerías
oficiales con aplausos de sonámbulo. Cuántos herejes para tan poca hoguera.
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