EL DÍA DEL MIGRANTE ES TODOS LOS DÍAS
CANAL RED -- EDITORIAL
El mundo está inmerso en una ola reaccionaria
que amenaza con acabar con los elementos más fundamentales de la democracia y
la cuestión migratoria se sitúa en el centro de la batalla
Ayer, 18 de diciembre, se conmemoró el Día Internacional del Migrante, instaurado en el año 2000 por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Como todos los «días de» no sirve para gran cosa, pero sí obliga colocar el tema en el telediario durante algunos minutos y, en este caso, a hacerlo de una forma un poco más analítica y reflexiva que las típicas noticias apocalípticas de llegada de pateras o asaltos a la valla. Porque lo cierto es que este tema en concreto sí ocupa de forma habitual las escaletas de los informativos. Y lo hace no tanto porque la problemática tenga una gran dimensión —la tiene; no para los países de llegada, pero sí para las millones de personas que migran—, sino porque desde hace ya mucho tiempo la extrema derecha ha decidido utilizar este fenómeno social como uno de los ejes fundamentales de la batalla ideológica.
El drama humano que constituyen los grandes
flujos migratorios de nuestra época afecta a millones de personas cada año y
tiene sus causas en el núcleo de la desigualdad económica impuesta sobre el
conjunto del planeta por el sistema capitalista. Millones de personas son
empujadas a migrar cada año debido a la extrema pobreza que se vive en sus
países de origen y que está causada en su mayor parte por las políticas
coloniales e imperialistas de las grandes potencias, que extraen los recursos y
la riqueza de los países del Sur global al tiempo que estrangulan las
posibilidades de desarrollo económico de sus gentes. Pero los flujos
migratorios también son ocasionados por el desequilibrio ecológico —sequías,
hambrunas, destrucción de los ecosistemas— o directamente por las guerras,
ambos fenómenos también muchas veces consecuencia de las actividades y los
intereses de los países ricos allende sus fronteras. Hasta que seamos capaces
de construir un sistema económico global que no condene a miles de millones de
seres humanos a malvivir mientras las sociedades occidentales desarrollan un
nivel de vida medio muy superior muchas veces a costa de los recursos y la
fuerza de trabajo de los países más pobres, los flujos migratorios no se van a
detener. Este es uno de los motivos principales por los cuales la derecha y la
extrema derecha criminalizan política y mediáticamente a las personas
migrantes: porque abordar las causas que las empujan a migrar sería cuestionar
las bases mismas del sistema global de desigualdad para cuyas élites los
reaccionarios trabajan.
El otro motivo principal tiene que ver con el
funcionamiento político del odio. En las sociedades avanzadas, como la
española, los causantes de la precariedad material de amplias capas de la
sociedad no son las personas migrantes sino el 0,1% de personas más pudientes
que, mediante su influencia política y su control del discurso público a través
de los medios de comunicación oligárquicos, impiden la puesta en marcha de
medidas legislativas que sean capaces de alterar de forma significativa la muy
desigual distribución de rentas, de riqueza y de poder existente. Esto es un
hecho lo suficientemente evidente como para que las clases populares
protagonicen un levantamiento contra la élite privilegiada a menos que se las
convenza de que los culpables de sus males son otros. Y ahí es donde aparece el
odio como un discurso político enormemente eficaz para los operadores que
trabajan para dichas élites. Al poner al penúltimo de la sociedad a pelear en
contra del último de la sociedad, el odio es capaz no solamente de desviar la
atención de los verdaderos culpables de los males que aquejan a las clases
populares, sino también de dividir a los de abajo para que, así, sea mucho más
difícil una unión de luchas que sea capaz de desalojar a los privilegiados del
poder.
Al poner al penúltimo de la sociedad a pelear
en contra del último de la sociedad, el odio es capaz no solamente de desviar
la atención de los verdaderos culpables de los males que aquejan a las clases
populares, sino también de dividir a los de abajo
Esta es la funcionalidad política del racismo y
la xenofobia y esta es su razón de ser. Hace algunos años, alguien podría haber
pensado que los que manejaban un discurso duro contra la inmigración a lo mejor
estaban genuinamente preocupados por los efectos materiales y sociales que una
llegada sustantiva de personas migrantes al país pudiera producir. Sin embargo,
esa presunción quedó completamente desmontada después de que los diferentes
países de la Unión Europea acogiesen sin ningún tipo de problema a varios
millones de refugiados ucranianos como consecuencia de la invasión de Ucrania
por parte del ejército ruso. Solamente España proporcionó refugio a más de
150.000 personas provenientes de ese país sin que se produjese ningún incidente
reseñable, sin que nadie articulase un discurso de odio hacia ellos y sin que
la acogida tuviese ningún efecto económico negativo para la población autóctona.
Por comparación, pensemos en el escándalo ultraderechista que se produce en los
medios de comunicación a causa de la llegada de apenas 35.000 personas a las
costas de Canarias.
Es evidente que un país como España —así como
la inmensa mayoría de los países de la Unión Europea— tiene suficientes
recursos económicos no solamente para acoger a cientos de miles de personas
migrantes sino también para, al mismo tiempo, garantizar una vida digna en
términos materiales a las personas que ya viven en nuestro territorio. Poner a
competir ambos objetivos parte de una falacia con una intencionalidad política
clara. Es más, todos los estudios científicamente serios que existen acerca del
impacto económico de la llegada de personas migrantes a un país del primer
mundo hablan indefectiblemente de un impacto positivo. No solamente no nos
viene mal que lleguen personas a España para vivir con nosotros y nosotras y
para trabajar. Es que, de hecho, nos viene bien. Las razones son innumerables y
evidentes: las personas migrantes nos aportan riqueza cultural, una base más
joven a nuestra pirámide poblacional, una potente fuerza de trabajo o todos los
beneficios para los ingresos del Estado que se derivan de sus cotizaciones a la
seguridad social y de su consumo de bienes y servicios.
Por eso, con motivo del Día del Migrante, pero
también todos los demás días del año, hay que denunciar con contundencia que el
PSOE —y la progresía mediática que legitima su acción política— hayan llevado a
cabo durante los últimos cinco años de gobierno una política migratoria y de
extranjería imposible de distinguir de la que desarrollaría un gobierno del PP.
En toda la legislatura anterior, han sido incapaces de aprobar una
regularización masiva de las personas migrantes en situación administrativa
irregular que viven y trabajan en nuestro país —a pesar de que esto ya se hizo
sin problemas bajo los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero y hasta de
José María Aznar—, no han querido prohibir las devoluciones en caliente como
prometieron en campaña —llegando incluso a dejar caer la derogación de la Ley
Mordaza por este motivo, entre otros—, han mirado para otro lado ante hechos
tan graves como la masacre de decenas de personas en la valla de Melilla y,
ahora, en los últimos meses, están utilizando la presidencia rotatoria española
de la Unión Europea para intentar cerrar un acuerdo migratorio que será
rubricado con entusiasmo nada menos que por Giorgia Meloni, una neofacista que
ha llegado al gobierno de Italia precisamente a lomos del caballo del racismo y
la xenofobia. Podríamos enumerar sus puntos más reprobables —como la
intensificación de las detenciones en frontera, el pago a terceros países para
rechazar personas migrantes, la criminalización de las ONG que rescatan en el
mar o la apuesta por la externalización del control migratorio a países que
incumplen gravemente los derechos humanos—, pero viendo quiénes van a ser los
avalistas del pacto, ni siquiera hace falta.
Hace poco, Donald Trump decía que los
inmigrantes ilegales «envenenan la sangre» del pueblo norteamericano. En la
Franja de Gaza, el ejército de Israel está llevando a cabo un genocidio que
reposa sus bases ideológicas sobre el colonialismo y la superioridad étnica. El
mundo está inmerso en una ola reaccionaria que amenaza con acabar con los
elementos más fundamentales de la democracia y la cuestión migratoria se sitúa
en el centro de la batalla. Por ello, desde la izquierda es clave plantar
firmemente los dos pies en los derechos humanos y denunciar a todos aquellos
que —como los Verdes Alemanes, la nueva escisión de Die Linke o el PSOE en
España— alimentan a la extrema derecha aceptando planteamientos que pueden
suscribir Marine Le Pen, Viktor Orban, Georgia Meloni o Santiago Abascal. Nos
va el futuro en ello.
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