LA TIRANÍA DE LAS TELEVISIONES
JONATHAN MARTÍNEZ
Una reportera entrevista al
okupa al que defienden
sus vecinos en 'Espejo
Público'.- ATRESMEDIA
Cada vez que una controversia jurídica salta a las cabeceras de prensa, intento dibujar mi propio mapa del territorio pero soy incapaz de formarme un juicio sin consultar primero a mis juristas de referencia. En realidad es algo que me ocurre a menudo. Por ejemplo, conozco los síntomas de la gripe pero prefiero escuchar una opinión médica. Sospecho que viene lluvia pero consulto el parte meteorológico y cada vez que se avería la nevera siento la tentación de abrir la caja de herramientas pero siempre termino pidiendo sopitas al servicio técnico.
A cambio de mi
torpeza en la mayoría de campos del conocimiento, he desarrollado algunas
astucias menores que me invitan a poner bajo sospecha los simulacros de la
esfera comunicativa. Por ejemplo, creo que sabría distinguir una tormenta
mediática a ojos cerrados e incluso meses antes de que nos salpique. Las huelo
a la legua. Cuando suenan los tambores de guerra, mi nariz de lebrel despierta
y comienza a tantear el terreno igual que las antenas de un insecto en busca de
comida. Me dirán que estoy exagerando y es cierto. Pero a veces las hipérboles
pueden ser muy pedagógicas.
Las tormentas
mediáticas huelen a oficina mal ventilada y desprenden el suave rumor de las
máquinas contadoras de billetes, que es como sonaría un millonario frotándose
las manos. En el reservado de un restaurante de extrarradio, durante los
entremeses, el capo de una televisión susurra titulares sobre un gobierno en
apuros y seduce a esos periodistas frustrados que vieron a Robert Redford en Todos
los hombres del presidente y fantasearon con destapar el Watergate pero
tuvieron que foguearse entrevistando a la reina de las fiestas patronales.
Los grandes medios
de comunicación, como cualquier empresa de bien, contemplan dos objetivos
primordiales. Su primer cometido es moldear la opinión pública y condicionar la
discusión política. Es decir, acumular poder e influencia. Su segundo cometido
es vendernos bienes y servicios en los descansos publicitarios. A primera
vista, tal vez parezcan dos metas sin relación pero la maquinaria funciona con
una armonía implacable: cuanta más influencia política demuestre un grupo de
prensa, más productos será capaz de despachar. Y viceversa.
Imaginemos una
hipótesis tan remota y disparatada que jamás ocurriría en el mundo real.
Imaginemos, por ejemplo, un quimérico país llamado Nunca Jamás donde las tasas
de criminalidad son menores que en otros países. Esto quizá represente el ideal
de cualquier ciudadano decente y sin embargo, amigas y amigos, resulta ser la
pesadilla de los vendedores de periódicos. Las noticias felices no encuentran
compradores, así que las televisiones comienzan a emitir reportajes de pavor
sobre un fenómeno del que no existen datos perturbadores. Digamos la okupación.
En el país de Nunca
Jamás, los espectadores comienzan a ignorar las cifras y empiezan a vivir con
la extraña sensación de que en cualquier momento cualquier desconocido podría
entrarles hasta el salón de sus casas. Los pequeños propietarios protestan y le
piden al Gobierno, por el amor de Dios, que haga algo. El Gobierno, que ya
tiene bastante con guerras y pandemias, decide no ganarse más antipatías y
redacta una nueva ley que apacigua las quejas. En suma, las cadenas de
televisión han conseguido legislar desde sus platós y las empresas de seguridad
han vendido alarmas por un tubo.
Las tormentas
mediáticas cambian de decorado pero conservan el mismo guion de sesión de
tarde. Vídeos manufacturados con cámara al hombro y musiquilla de thriller de
bajo presupuesto. Contertulios que repiten una y otra vez las mismas consignas
de saldo con un entusiasmo unánime y un ceño fruncido de irritación impostada.
¿Dónde estaba la inquietud social cuando excarcelaron a Eduardo Zaplana? ¿Dónde
estaban los indignados cuando Ignacio González abandonó Soto del Real? ¿Por qué
nadie cuestiona el Reglamento Penitenciario que autorizó la liberación de Luis
Bárcenas?
En algún momento
del show, la bolita del trilero cambió de vaso y el debate jurídico sobre la
ley del consentimiento se convirtió en un teatro de variedades. Ahí tenemos a
los actores políticos, judiciales y periodísticos de toda la vida. La misma
histeria alentada por las televisiones en el caso Wanninkhof. El mismo
populismo punitivo, que es el cenagal donde más a gusto chapotea el gorrino de
la ultraderecha. El pensamiento mágico nos lleva a creer, sin datos, que
endurecer las condenas permite zanjar de un manotazo cualquier deliberación por
intrincada que sea.
Los estribillos que
tanto suenan estos días se asemejan a las arengas que gritan el PP y VOX cada
vez que sale en libertad un preso de ETA. Hasta Covite ha tenido que saltar a
la palestra para recordarles que no son los gobiernos sino los jueces quienes
ordenan las excarcelaciones. Hoy los grandes medios de comunicación hablan con
la misma saña desquiciada que emplearon hace cinco años, cuando utilizaron el
asesinato del niño Gabriel Cruz para abogar por la cadena perpetua mientras la
madre de la víctima pedía que no se extendiera la rabia.
El regate de última
hora en las filas de Pedro Sánchez también está más visto que el tebeo. Es el
PSOE reculando frente a la reforma laboral por presiones de la patronal. Es el
PSOE reculando frente a la ley mordaza por presiones de las asociaciones
policiales. Es el PSOE reculando ante la prisión permanente revisable por
presiones de la crónica de sucesos y del padre de Diana Quer. A día de hoy, ni
siquiera sabemos cómo pretende el Gobierno mantener la centralidad del
consentimiento mientras exige a las víctimas que exhiban las heridas de la
violencia.
Los argumentos
jurídicos son sutiles y llenos de matices pero el periodismo necrófago tira de
brocha gorda. Lo reconocemos cuando un niño cae a un pozo y las cámaras de Ana
Rosa sobrevuelan el rescate. Lo distinguimos cuando Ferreras desempolva el Ferrerómetro
para convertir en marcador deportivo cualquier acontecimiento monetizable. El
viejo truco del miedo como dispositivo de control social. De qué sirve votar si
nos gobierna con tanto celo la infatigable tiranía de las televisiones.
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