JUECES EN CAMPAÑA A POR ILEGALIZACIONES ENCUBIERTAS
ANA PARDO DE VERA
Con su última resolución, la de enmendar la plana al Gobierno por la eliminación de la sedición y la reforma de la malversación, el Tribunal Supremo y el que llaman su "cerebro en la sombra", Manuel Marchena, ha dejado claro que se presenta de tapadillo mal disimulado a las elecciones por la lista conservadora, ésa que une en la praxis -y en una posible coalición de Gobierno- a PP, Vox y lo que queda de Ciudadanos; ésa que considera que en la democracia española no todo vale, por mucho que los y las ciudadanas votemos lo que nos dé la gana dentro de los partidos legalmente establecidos. Y sí, aunque dentro de estos partidos esté uno en contra de derechos humanos tan decisivos como la igualdad de derechos y oportunidades entre todas las personas, pues como tanto repetimos quienes creemos realmente en la democracia, ella, la (ultra)derecha, cabe en nuestro país -y en nuestro Parlamento-, pero nosotras no cabemos en el suyo. Y en echarnos andan.
Somos muchos y,
sobre todo, muchas las que vaticinábamos lo que ocurriría con dos de los tres
pilares de la estrategia política del Gobierno progresista de coalición para
esta legislatura, condicionada fuertemente por dos crisis muy graves, la pandemia
y la guerra en suelo europeo. Dos de estos tres objetivos cruciales del eje de
gobierno (refuerzo de políticas sociales, pacificación del conflicto en
Catalunya y avanzar en una legislación feminista) chocan estrepitosamente con
la ideología imperante en un Estado que introdujo nada más que la puntita (con
perdón) de una transición democrática, dejando largos flecos que el PSOE
tampoco se molestó en recortar cuando tuvo ocasión y una mayoría muy potente.
El PSOE de Felipe González prefirió tragar y hasta subirse al cómodo carro de
un Estado dominante muy conservador, capitaneado por un rey bendecido por
Franco, un poder judicial que nunca transicionó (jueces que se acostaron
franquistas y se levantaron demócratas) y una jerarquía católica que sigue impregnándolo
todo gracias a privilegios sonrojantes.
La izquierda en
España, y pese a una socialdemocracia titubeante y contradictoria (con el
republicanismo o el laicismo, sin ir más lejos) o unas peleas partidistas que
hacen sangrar ojos y oídos, es tozuda. El desgaste que supone avanzar en
derechos democráticos en este país -no digamos para quienes toman (o intentan
tomar) las decisiones o para quienes denuncian públicamente el bloqueo
antidemocrático del Estado conservador- no ha impedido llegar al poder
ejecutivo a la coalición más progresista de nuestra historia, respaldada en el
Parlamento más plural de la ídem por formaciones de izquierda muy diversas,
incluidas las independentistas vascas y catalanes. Y en ese pecado (sic) lleva
este Gobierno la penitencia.
Cuanto más se
intenta avanzar en la resolución política del conflicto catalán -política como
siempre tenía que haber sido-, cuanto más se va desarrollando el Derecho para
proteger la auténtica igualdad entre hombres y mujeres, así como las libertades
de éstas, más radical y agresiva se vuelve la ofensiva conservadora del Estado,
particularmente, en aquella parte que puede hacerlo sin complejos porque se le
ha permitido durante 45 años: el poder judicial.
Lo más sorprendente
de todo esto es que, como ya he subrayado en más de una ocasión, el PSOE siga
sin asumir que ellos y ellas también son enemigas de ese Estado profundo, y que
lo son desde el momento en que Pedro Sánchez retomó con mayor desafío un camino
ya iniciado por José Luis Rodríguez Zapatero con el Estatut, la ley del aborto
o la del matrimonio gay. Y su degaste considerable y consecuente costó al
propio Zapatero y a sus ministras, con "a", particularmente a Bibiana
Aído y a Leire Pajín, a quien quiero aquí agradecer su valentía y el sufrimiento
que les costó ser políticas jóvenes y feministas.
Estos días
observamos con toda su crudeza qué difícil es gobernar desde un Ejecutivo que
pretende cambiar, aunque solo sea un poco, el sistema; y aún cuando cuenta con
el apoyo del legislativo, cuya representación de izquierdas -tan plural, tan
distinta entre partidos-, está demostrando una responsabilidad encomiable -y la
paciencia del Santo Job- tratando de proteger la unidad de una coalición de
Gobierno muy tocada, primero, por el cansancio de una legislatura que ha ido de
sobresalto (pandemia) en sobresalto (guerra) y, segundo y sobre todo, por la
complejísima tarea que supone gobernar mientras pretenden dejarse bien claras
las diferencias partidistas entre socios.
El momento es tan
crítico que las decisiones judiciales con respecto a las nuevas leyes del
Ejecutivo relacionadas con Catalunya y el feminismo se han convertido en el
material electoral más violento de la (ultra)derecha contra los partidos del
Gobierno y sus socios parlamentarios, al tiempo que el poder judicial -que
sigue ilegalmente en manos del PP y Vox, puesto que se configuró cuando Vox aún
era PP- se ha erigido ya sin tapujos como un actor más de la batalla política;
un actor muy protagonista. Es la guerra, también contra el PSOE aliado de la
izquierda transformadora y el independentismo, y el mensaje, clarísimo, ha
impactado de lleno en la campaña electoral: independentismo y feminismo están
fuera del control conservador -es decir, se han saltado el grado de disidencia
permitida- y hay que devolverlos al redil, si es preciso, con una ilegalización
encubierta que les impida ejecutar sus objetivos pese al aval de las urnas, la
esencia de la democracia. "¿Demo ... qué?".
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