UN AÑO DE LA GUERRA QUE NUNCA IBA A SUCEDER
INNA AFINOGENOVA
En esta foto de archivo tomada el 30 de septiembre de 2022, se
ve al presidente ruso Vladimir Putin en una pantalla en la Plaza Roja mientras
se dirige a un mitin y un concierto que marca la anexión de cuatro regiones de
Ucrania ocupadas por las tropas rusas: Lugansk, Donetsk, Kherson y
Zaporizhzhia. , en el centro de Moscú.- Alexander NEMENOV / AFP
El 11 de febrero del año pasado la revista estadounidense Político informó, citando sus fuentes, que el presidente Joe Biden avisó a los líderes occidentales de que las tropas rusas entrarían en Ucrania 5 días después, el 16 de febrero. El anuncio se difundió rápidamente por los medios de comunicación y las redes sociales y también por los bares, las cocinas y los salones de cada casa de ambos lados de la frontera.
En los meses previos a la guerra en Rusia de repente se volvió
muy habitual hablar de Ucrania, del Donbás, de los acuerdos de Minsk
incumplidos por todas las partes involucradas en el conflicto. Tras ocho años
de una letargo casi colectiva, la despolitizada sociedad rusa que hasta hacía
poco le prestaba una atención muy limitada al tema estrella de los principales
programas de televisión (el país vecino, su supuestamente payasesca
administración, las carencias de sus ciudadanos, etc...) empezó a interesarse,
finalmente, por lo que estaba sucediendo allí. Pero con un matiz.
Muy pocos se tomaban en serio las informaciones de la
inteligencia estadounidense (y razones para agarrarlas con pinzas no faltaban),
de manera que el seguimiento de este tema se convirtió para muchos en una
suerte de diversión que consistía en esperar a ver cuándo se caía por su propio
peso el relato de la inteligencia estadounidense, mientras comíamos palomitas
contemplando el espectáculo. Las primeras filtraciones advertían de una
invasión en nochebuena, luego se aplazó para la nochevieja, luego se especuló
con que la decisión final no estaba tomada, se habló de las condiciones
climáticas que impedían el avance de los tanques, hasta que finalmente fijaron
la fecha en el 16 de febrero, todo ello frente a nuestras risitas escépticas.
Aquellas semanas me enganché a un canal de Youtube ucraniano
que, entre otros contenidos, sacaba con cierta regularidad, encuestas a
transeúntes en las calles. Trabajaban en todo el país: Kiev, Jarkiv, Mariupol,
Odessa, Lviv. Y en ellas, si algo quedaba claro entre una parte considerable de
la población, era el hartazgo por su propio gobierno y la creencia de que un
acercamiento estratégico a Rusia podría derivar en una mejor situación para el
país. Por supuesto, no todo el mundo pensaba igual, pero sí había un cierto
número de personas que apostaban por ello. Además, la mayoría de la gente se
tomaba también a broma las informaciones sobre una inminente invasión del país
por parte de Rusia. No solo a una gran mayoría de los rusos nos resultaba una
idea descabellada. Sino que los propios ucranianos no parecían verlo como una
posibilidad real.
Dominio Público - Europa está
en guerra
En aquellos días de febrero las principales agencias de noticias
internacionales tenían sus cámaras apostadas en las inmediaciones de la Plaza
de la Independencia, el Maidan, de Kiev, a la espera del inicio de la anunciada
invasión. En medio de una transmisión de 19 horas de Reuters, en la que no
estaba pasando absolutamente nada, alguien muy atrevido, teniendo en cuenta las
leyes ucranianas, rompió la monotonía reproduciendo a todo volumen el himno de
la URSS. En el cuadro de la imagen aérea grabada por una cámara fija también
irrumpió un dron del que colgaba un cartel con un anuncio de un garaje en venta
y el número de teléfono de la embajada rusa en Kiev. Una simple broma que
terminó convirtiéndose en una premonición de lo vacío que se iba a quedar ese
edificio.
El 16 de febrero de 2022 fue el día en el que en Moscú muchos
creíamos haber contemplado el nuevo derrumbe del discurso de la administración
estadounidense. Y se sentía un alivio generalizado en el aire. La mañana
anterior el Ministerio de Defensa ruso anunció la retirada de gran parte de sus
tropas de la frontera con Ucrania, poniendo fin a los supuestos ejercicios
militares que decían estar llevando a cabo en esa zona. Y nos sentíamos
eufóricos: no solo porque finalmente el tiempo nos diera la razón a nosotros, a
los que insistimos en los meses anteriores en que no habría invasión, sino
porque creíamos que se evitaba la catástrofe humanitaria que, obviamente,
sabíamos que se produciría en el caso de un ataque ruso contra Ucrania.
Parecía, además, la decisión más acertada (sino la única racionalmente sostenible)
desde el punto de vista geopolítico y económico, aunque esto fuera un poco lo
de menos. Rusia dejaba de ser observada como una amenaza en el terreno militar,
evitaba más sanciones y además dejaba en evidencia a unos Estados Unidos que
llevaban tiempo advirtiendo sobre su maldad intrínseca e histórica al grito de
"¡que vienen los rusos!".
Cinco días después Rusia reconoció la independencia de Donetsk y
Lugansk luego de una caricaturesca reunión del Consejo de Seguridad nacional,
un acto que ejemplifica la sensación de vergüenza ajena en un formato
audiovisual mejor que muchos reality shows, que ya es decir.
Aunque todo parecía bastante claro (visto a día de hoy), la
"esperanza" que teníamos, el mejor de los males, por así decirlo, es
que entrasen en el Donbás y se quedasen allí.
Esa esperanza la plasmó en un tuit Pablo González: tropas
regulares rusas entran en un territorio que Ucrania de facto no controlaba
desde hacía años y se acaban los bombardeos. En cumplimiento del refrán
propagandístico que reza que "Rusia no inicia las guerras, las
acaba".
Pero Putin y sus subordinados tenían otros planes, que
básicamente consistían en iniciar una guerra a gran escala. Hoy sabemos que el
vídeo que emitieron a las 5 de la madrugada del 24 de febrero, mientras los
tanques rusos se adentraban más allá del Donbás y los misiles de crucero
atacaban infraestructuras por toda Ucrania, se había grabado junto con el que
se difundió el 21, reconociendo la soberanía del Donbás. Todo del tirón, para
adelantar el trabajo e ir publicando los fragmentos por separado.
Se cumple un año de todo esto que creíamos que no iba a suceder.
Un año de guerra, que se inició para supuestamente proteger a un grupo de
civiles maltratados durante los ocho años anteriores, y que en esa
"defensa" borró ciudades enteras de la faz de la tierra, dejó sin
hogar a millones de personas, y sin vida a centenares de miles, tanto en el
territorio que entraron a "proteger", como a unos cuantos kilómetros
más allá. Un conflicto que generó suntuosas ganancias a los que dicen velar por
la paz, pero no hacen otra cosa que avivar la guerra. Doce meses en los que
descubrimos a auténticos caníbales en nuestro entorno más cercano, de los dos
lados de la trinchera: unos, que en honor a la multipolaridad y a un supuesto
antiimperialismo (solo de un lado), están dispuestos a echar en esa cuneta a
cuantos cadáveres sean necesarios, al parecer en la creencia de que su
amontonamiento debilita al imperio; y
otros, que en honor a sus valores de paz y humanismo y para proteger los
"ideales democráticos de nuestra sociedad" se dedican a mandar armas
por valor de miles de millones de dólares para que los ucranianos y los rusos
se sigan masacrando mutuamente.
Un año que también partió las vidas de muchas de nosotras,
aunque no seamos víctimas del conflicto. En esas dos últimas semanas de mi vida
anterior, la única certeza que tenía es que la guerra supondría, además de una
tragedia para Ucrania, una tragedia para Rusia, el país agresor. Llevo doce
meses siendo testigo de esa tragedia: mientras contemplo imágenes de ciudades
arrasadas y me topo de cuando en cuando con refugiados ucranianos en la ciudad
en la que vivo, veo cómo la deriva que toma Rusia adentra al país en una
espiral de conservadurismo, ultranacionalismo y falta de libertades inédita
hasta ahora (por más que estos problemas existieran también antes) y sin
remedio. Tampoco puedo dejar de pensar qué habrá sido de todos esos ucranianos
que hace solo un año apostaban por un acercamiento a Rusia y una normalización
de las relaciones con el país vecino y, al igual que nosotros, se reían de la
mera posibilidad de una invasión. ¿Dónde estarán ahora? ¿Seguirán vivos? ¿Serán
refugiados? De lo que no me cabe duda es de que, en el caso de seguir en este
mundo, su opinión al respecto habrá cambiado radicalmente y para siempre. Igual
que la opinión de las generaciones que les seguirán. El odio instalado ya de
forma profunda en las dos sociedades tardará décadas en sanar, si es que llega
a hacerlo algún día.
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