DEPORTE PROFESIONAL: UNA LOCURA MODERNA
MARCELO COLUSSI.
“Yo fui medallista campeona en dos Juegos Olímpicos en una especialidad que no viene al caso en este momento. Ahora, algunos años después, mirando para atrás toda esa historia, me pregunto consternada: ¿para qué toda esa estupidez? Fomentar el deporte no es, en absoluto, tener atletas de élite. No, no. Eso es una locura que tuvo lugar durante la Guerra Fría, y que no ha parado. ¿Para qué sacrificar a jóvenes con cinco, ocho, diez horas diarias de rigurosísimos entrenamientos durante los mejores años de su juventud? Parece el entrenamiento de astronautas. Ahí lo creo pertinente, me parece correcto: un astronauta, aunque no se vea inmediatamente, aportará algo a la humanidad.
Es como un artista que ensaya horas y horas y horas, un
virtuoso del violín, una bailarina clásica: algo deja a la gente. Ahí sí vale
el esfuerzo. Pero ¿para qué sirve nuestro esfuerzo de atletas? ¿Parte de la
Guerra Fría? ¿Para demostrar que el país al que represento es “mejor” que
todos? ¿Dónde quedó el amateurismo y el espíritu deportivo? Ahora solo negocios
y competencia. ¿Y para eso hay que tomar drogas supuestamente legales, siempre
a escondidas, someterse a monstruosas dietas, sacrificar el cuerpo? ¡Por favor!
¡Qué estupidez!” Esto comentaba consternada una atleta profesional.
Hablar de
«amateurismo» en el deporte hoy puede ser motivo de risas. Muchos jóvenes ni
siquiera escucharon jamás el término «deporte amateur«. Pronunciarlo en medio
de la fiebre «deportiva» que recorre el planeta (culto a la profesionalización
y al mercado de atletas, así como al sacrosanto fútbol profesional), podría
incluso pasar por un absurdo.
¿Por qué el deporte
debe ser «profesional»? Aparentemente no hay respuestas; sería como preguntarse:
¿por qué tomar Coca-Cola? Son cosas que, en principio, no admiten discusión.
Sin embargo, definitivamente debemos seguir interrogándonos. Las cosas no son
«naturales»; tienen historia (la historia la escriben los que ganan), por eso
hay que seguir interrogándose ante todo («Crítica implacable de todo lo
existente«, reclamaba un decimonónico pensador, hoy pretendidamente superado).
El deporte profesionalizado que hoy conocemos es, también él, un producto
histórico, congruente con lo que es nuestro mundo mercantilizado.
Seguramente la
mayoría de la población mundial, preguntada al respecto, estaría de acuerdo con
mantener la situación actual: agrada «consumir« deportes. O más aún: consumir
espectáculos audiovisuales donde el deporte es la estrella principal, en
general vía televisión, azuzando nacionalismos (y funcionando como antídoto
ante protestas y reclamos varios).
La práctica
deportiva en tanto desarrollo sistemático de habilidades y destrezas físicas,
en tanto recreación sana, ocupa indudablemente un lugar importante entre las
construcciones humanas; pero secundario si se la compara con el peso específico
que ha ido adquiriendo su profesionalización. El deporte, desde hace ya
décadas, y cada vez más, se ha tornado 1) gran negocio, y 2) instrumento de control
político.
En un mundo donde
absolutamente todo es mercancía negociable no tiene nada de especial que el
deporte, como cualquier otro campo de actividad, sea un producto comercial más,
generando ganancias a quien lo promueve (¡eso es el capitalismo!). Esto, en sí
mismo, no es reprochable en la lógica de mercado imperante. Simplemente
reafirma el esquema universal que sostiene al mundo moderno, donde todo es un
bien para el intercambio mercantil: recreación y salud, alimentos y vida
espiritual, educación, pornografía, la guerra, etc.
En este contexto,
del que hoy ya nada y nadie pueden escapar, la práctica deportiva ha llegado a
perder –al menos en buena medida– su carácter de esparcimiento, de pasatiempo.
Esto trajo como consecuencia su ultra profesionalización, con la aplicación de
modernas tecnologías a sus respectivas esferas de acción. Todo lo cual ha
mejorado, y sigue haciéndolo a un ritmo vertiginoso, su excelencia técnica. Día
a día se rompen récords, se logran resultados más sorprendentes, se superan
límites ayer insospechados.
Pero la pregunta
que se abre es respecto al lugar que en todo ello ocupa la población. Nosotros,
los ciudadanos de a pie que no ganamos medallas olímpicas, que en todo caso
podemos practicar un deporte amateur, más bien pasamos a ser meros espectadores
pasivos (consumidores) de un espectáculo/negocio –montado a nivel
internacional– en el que no se tiene ninguna posibilidad de decisión. La
recreación termina siendo sentarse a mirar ante una pantalla. Con el
rompimiento de marcas y fichajes cada vez más multimillonarios: ¿mejoran las
políticas deportivas dedicadas a las grandes masas, a los jóvenes? ¿En qué
medida influye este «circo», convenientemente montado, en la calidad de vida de
los habitantes de la aldea global? ¿Promueve acaso una vida más sana, o no es
más que una nueva versión –sofisticada– del antiguo «pan y circo» romano?
Es aquí donde se
debe profundizar la crítica. El desarrollo del perfeccionamiento deportivo
(«más rápido, más fuerte, más alto») no redunda en una popularización del
ejercicio físico para todos. El lema de «mente sana en cuerpo sano», pese a las
cifras astronómicas que circulan en los circuitos profesionales de los modernos
coliseos, no conlleva forzosamente un mejoramiento de la actitud para con el
deporte (por el contrario, crece mundialmente el consumo de drogas, ¡incluidos
los deportistas profesionales!).
¿Será que mientras
más se «consumen» deportes menos se piensa? ¿No es absurdo que cada vez haya
que perfeccionar más los controles anti-drogas en los atletas? Eso, como
mínimo, debería llevar a cuestionarnos el circo, por no decir a darle la
espalda y a profundizar la crítica de la lógica de mercado que lo propicia. La
Guerra Fría que vivimos por décadas, y que ahora se reaviva nuevamente, tiene
en el deporte profesional también un campo de batalla. Situación absurda, como
lo ejemplifica el relato de la atleta citada arriba.
Junto a ello
–temática para mirar críticamente también– el hecho que existan «estrellas»
deportivas que ganan cifras fabulosas, reafirma el mito que cualquiera, con
esfuerzo, aún saliendo de los lugares más empobrecidos, puede llegar a
«triunfar». «Los pilotos [de Fórmula 1] ganan bien. Y en los otros deportes es
igual, los mejores son los que reciben más dinero» declaró el campeón mundial
Lewis Hamilton, primer piloto afrodescendiente de la historia de este
¿deporte?, reforzando la idea individualista de que «el que quiere, puede«. En
otros términos: se ratifica el mito capitalista que con esfuerzo propio se
puede llegar a ser millonario. Pero la testaruda realidad nos dice otra cosa.
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