REPORTEROS DE CRISTO REY
JONATHAN MARTÍNEZ
Un periodista pregunta a Espinosa de los Monteros por el bulo
de que Ione Belarra "quiso despenalizar la zoofilia"
El otro día, navegando a la deriva por el lodazal de las redes sociales, apareció en mi pantalla un hombre de largos cabellos rubios que divagaba acerca de la atracción sexual hacia los animales. Internet, ya se sabe, es una ruleta rusa y uno nunca puede predecir hacia dónde le conducirán las fuerzas secretas del algoritmo. El tipo llevaba un letrero en la pechera pero las solapas de la chaqueta cubrían las primeras letras, de modo que solo se leía "ENSA" y por un instante llegué a pensar que nuestro héroe hablaba en nombre de la asociación internacional de superdotados MENSA.
Si mi primera conjetura
parecía aventurada, mis ojos se encargaron de corregirme con un sopapo de
realidad. El caso es que el afectuoso amigo de los cerdos, los macacos y los
manatíes no era un cerebrito ni un prodigio del cubo de Rubik sino un
periodista mondo y lirondo. O mejor dicho, alguien que ha conseguido la
acreditación de prensa del Congreso de los Diputados. Lo comprobé con asombro
en la chaqueta de una trabajadora que tuvo la cortesía de colocarse la tarjeta
de identificación por encima de las solapas: "PRENSA".
Después, en medio
del jolgorio tuitero, aparecieron algunas fotografías que ayudaban a comprender
el contexto. Dice la hemeroteca que el periodista animalista ha arropado
siempre a los ultras que asaltaron la librería Blanquerna y en una ocasión
hasta ejerció de maestro de ceremonias en un acto de desagravio auspiciado por
una macedonia de siglas falangistas y neonazis. Así se explica mejor que
Espinosa de los Monteros recogiera el guante de la zoofilia para zumbarle a la
ley del consentimiento. Resulta que la ultraderecha era al mismo tiempo el
ventrílocuo y el muñeco.
Casi sin darnos
cuenta, la sala de prensa del Congreso se ha convertido en una suerte de parque
zoológico donde los profesionales de la información comparten espacio y tiempo
con una nueva especie protegida de mamíferos que no practican el periodismo
sino que lo deshonran. Mamíferos porque maman con avidez de la misma teta
pública que desprecian. Protegidos porque llegan con carta de recomendación.
Sus padrinos son los mismos que cerraban las puertas de sus actos electorales a
todos los medios de comunicación que no les ríen las bromas.
En 2021, la mayoría
de los equipos de comunicación del Congreso reclamaron a Meritxell Batet que
pusiera coto al festival de insultos y ofensas contra el decoro parlamentario.
Batet dijo tararí y puso la pelota en el tejado de la Dirección de
Comunicación. La Asociación de la Prensa de Madrid, siempre tan ecuánime y
cabal, pidió a periodistas y a políticos que se profesaran "respeto
mutuo". Ni insultadores ni insultados: igualdad. Unos meses después, uno
de los acreditados llamó hija de puta a la portavoz Mertxe Aizpurua en plena
rueda de prensa. La APM no dijo ni mu.
Podría parecer que
esta bacanal de degradación mediática corresponde a una mera crisis del oficio
o, como mucho, que la gresca y el bulo forman parte de las exigencias de la
viralidad. Dirán que hay que subir el volumen del debate y estimular la cosecha
de clics porque la dictadura del hashtag, damas y caballeros, no entiende de
izquierdas ni de derechas. Algunos, encaramados en el justo fiel de la balanza,
clamarán contra la polarización y dirán que tan malos son los unos como los
otros porque los extremos ya se sabe cómo se las gastan. Ni nazis ni no nazis:
igualdad.
Pero existe una
hipótesis más razonable. Y es que la clase dominante ha interpretado la
comunicación política como una guerra híbrida que exige cubrir todos los
frentes y empuñar todas las armas, desde el pincel más fino hasta la brocha más
despeluchada. Así, la agenda de la derecha avanza con tanques Leopard en los
platós del duopolio televisivo mientras su legión de Minimoys cibernéticos se
echa al monte con la guerrilla. La artillería escupe proyectiles de alto
calibre que no dejan títere con cabeza. Los monigotes del like, en cambio,
libran una lenta guerra de desgaste.
El periodismo
macarra de las gacetillas ultras no es un fenómeno adscrito a la marginalidad
de la extrema derecha sino que participa de una estrategia común junto a la
derecha hegemónica. Con esa misma apuesta anfibia se adueñó el franquismo de la
Transición: mientras los próceres encorbatados dirigían ministerios y
embajadas, la patulea parapolicial propinaba palizas a militantes obreros y
asesinaba a disidentes políticos con balas del SECED. Por algo Manuel Fraga
toleró que los Guerrilleros de Cristo Rey camparan a sus anchas en la matanza
de Montejurra.
Los grandes eventos
y personajes de la historia, dice Marx, aparecen dos veces: primero como
tragedia y después como farsa. En la farsa de nuestros días, los gobiernos del
Partido Popular han dopado con miles de euros a los Reporteros de Cristo Rey
para que manufacturen noticias falsas y desvíen la agenda mediática hacia los
intereses de las élites y de la derecha populista. Tanto monta, monta tanto.
Nunca la fabricación de fake news fue un negocio tan rentable y tan ruinoso.
Ruinoso para las arcas públicas. Rentable para los mentirosos.
El pasado fin de
semana, en Madrid, una camarilla de nazis rindió homenaje a la División Azul
entre cruces gamadas y saludos a la romana. Como había que rascar noticias de
algún lado, los lechones de VOX la tomaron con Fermin Mugurza porque la
película Black is Beltza II: Ainhoa estaba nominada a los Goya. Hasta pagaron a
un reportero de Cristo Rey para que montara el circo mientras Muguruza firmaba
cómics. No buscan las noticias; las crean. A la verbena nazi de Madrid, eso sí,
no fueron a meter bulla. Esa es la verdadera ley animal: perro no come perro.
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