NADA ES NORMAL AUNQUE LO PAREZCA
JUAN CARLOS ESCUDIER
Ocurren en este país cosas muy extrañas que casi todo el mundo interioriza como normales. Lo anómalo se ha vuelto cotidiano y ya ni siquiera escandaliza porque en este reino de la excepcionalidad el asombro ha desaparecido y, todo lo más, aventa largos bostezos. Decían los presocráticos que había que esperar lo inesperado para reconocerlo cuando llegue, pero es que aquí todo lo vemos venir y nada nos sobresalta.
Como se decía,
hemos normalizado la estupefacción. Da igual que se descubra que hemos tenido
rey manilargo o que un presidente del Gobierno tuviera por costumbre calzarse
las botas de pocero para estar puntualmente informado de los trabajos que
encargaba a las cloacas del Estado, que es la última novedad de la fonoteca
villareja. Somos el agua que se convierte en taza o en tetera. En nuestro
taoísmo infinito todo fluye por nosotros. No retenemos líquidos; los meamos.
En el caso catalán,
por ejemplo, nada de lo que acontece nos parece insólito. Se inhabilita al
presidente de la Generalitat y ni siquiera se pone en cuestión que quizás el
procedimiento no era el adecuado, que no es lógico que la desobediencia a un
órgano administrativo como la Junta Electoral implique un delito si no existe
un requerimiento judicial previo, en cuyo caso la insubordinación si sería
castigable penalmente. De ahí que se diera por supuesto el fallo del Tribunal
Supremo con la única incógnita de la fecha y que el propio afectado, Quim
Torra, se hubiese sentido engañado en el caso de una resolución favorable
porque su propósito era inmolarse en el altar del independentismo y no tenía
previsto que a última hora le birlaran la daga del martirio.
Tan normal como
situación que ahora se abre en Cataluña, que ha de afrontar meses de
interinidad hasta las elecciones porque a los de Puigdemont les convenía ganar
tiempo, está resultando el tira y afloja entre el Gobierno y la Comunidad de
Madrid a cuenta de la gestión de la pandemia, con el agravante de que en este
caso hay gente tan obstinada que no deja de morirse en los hospitales sin
esperar a que la balanza se incline hacia uno de los lados.
Nos toman por
estoicos o por gilipollas, y puede que hasta lleven razón en ambos casos.
Rehenes de Isabel la Caótica, un virus que debería producir reacciones
alérgicas y motines de Esquilache en vez de una pastueña inmunidad de rebaño,
ni siquiera tememos que el Gobierno tenga la tentación de cruzarse de brazos de
la misma manera que la inmensa mayoría se encoge de hombros. Ni la pandemia
puede estar bajo control en lo que ahora es su epicentro, como sostiene la
chiripitifláutica Ayuso pese al alud de contagiados, ni el Gobierno está para
ayudar sino para hacer frente a sus responsabilidades y velar por la
salud de la población. El problema es que los insultos a la inteligencia
han dejado de removernos las tripas.
Por mucho que nos
empeñemos hay cosas que no pueden ser normales. No lo es que un rey robe o que
otro se olvide de que si es parte no puede seguir siendo juez. Ni lo es la
corrupción, ni la guerra sucia, ni que sean los tribunales y no los ciudadanos
los que pongan y quiten a los gobernantes, ni que se siga jugando a la política
de medio pelo en medio de una tragedia nacional, ni que tengamos tantos
dirigentes a falta de diez hervores, ni que las instituciones sean un chiste,
ni que estemos con los Presupuestos de hace tres años. Nada de esto es normal
aunque nos lo parezca
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