INVERTIR EN CEMENTERIOS
DAVID TORRES
La pandemia del Covid-19 ha venido para quedarse y nos da sermones con la misma confianza que esas madres redundantes que advierten que nos vamos a caer no sólo antes de salir a la calle sino cuando ya nos hemos caído, e incluso días y años después de habernos despellejado la rodilla. Nadie hace caso de las advertencias antes, porque es demasiado pronto, y nadie hace caso luego, porque ya es demasiado tarde, lo mismo que aquel ministerio de Rufus T. Firefly que, durante una sesión de gobierno, posponía el tema de los impuestos por tratarse de un asunto nuevo y luego, en la misma sesión, volvía a posponerlo porque ya se había vuelto un asunto viejo. Da igual que sea un huracán, una recesión económica mundial o el deshielo del polo norte: nuestra inimitable pachorra al prestar oídos sordos nos viene de los profetas del Antiguo Testamento, a quienes no escuchaba ni Dios padre.
Así, una de las
grandes ventajas de la pandemia es que llueve sobre mojado y nos confirma cosas
que ya sabíamos de sobra; cosas como que nos sobran políticos mientras nos
faltan médicos y profesores, que los pobres son cada vez más numerosos y más
pobres, o que nuestras residencias de ancianos eran en realidad maquetas de
campos de exterminio. Con la primera oleada descubrimos que teníamos el sistema
sanitario hecho una mierda y con la segunda oleada descubrimos que tenemos el
sistema educativo hecho otra mierda. No obstante, con la cantidad de tropezones
que hemos sufrido a lo largo del 2020 (desde que lo del coronavirus era una
gripe hasta que las mascarillas eran para los carnavales) tampoco resulta muy
seguro que la segunda oleada no sea parte de la primera oleada. O quizá la
parte contratante de la primera parte.
En efecto, no hay
muchas certezas en este pifostio del Covid-19, excepto que los científicos
llevan décadas augurando el riesgo de una pandemia mundial y los drones, los
misiles, los tanques y helicópteros con que alegremente derrochamos millones de
euros en presupuestos militares no van a servir de gran cosa para defendernos de
un bichito minúsculo. También llevan décadas alertándonos de las consecuencias
-letales para la especie humana- del calentamiento global, pero está visto que
Dios nos concedió orejas no para oír a los profetas de la extinción sino para
sujetar las gafas primero y la mascarilla ahora.
A pequeña escala,
la pandemia ha aterrizado para subrayar varias deficiencias y fallas básicas de
nuestro modus vivendi.A saber, que en las últimas décadas deberíamos haber
dedicado más dinero a levantar colegios y hospitales en lugar de construir
aeropuertos, especialmente aeropuertos en ciudades tan reacias al tráfico aéreo
como Ciudad Real, Badajoz, Logroño, Castellón o Albacete. Únicamente con los
1.100 millones del aeropuerto de Ciudad Real, por ejemplo, se podrían haber
contratado un montón de profesores, médicos y enfermeras, pero la verdad, no
luce igual la inauguración de un comedor escolar o de una sala a prueba de
contagios que la inauguración de una terminal sin aviones. La clave está en la
palabra "terminal", porque es el concepto hacia el que nos dirigimos
a toda máquina y, además, un aeropuerto siempre puede reconvertirse en
cementerio: sólo hay que quitar la capa de cemento y contratar excavadoras.
Otro negocio seguro.
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