EL REY QUE NO AMABA A LA MONARQUÍA
Con
su soberbia, sus inclinaciones derechistas y sus ataques al Gobierno, Felipe VI
está haciendo más que nadie para acabar con la institución que represent
JOAQUÍN URÍAS
Jurídicamente, el rey es un no-poder. No tiene voluntad propia, más allá de la gestión de su casa y su patrimonio. Políticamente su única función es dejarse hacer. En nuestra norma suprema tiene un estatus de símbolo; parecido al de la bandera. Su papel público no es muy diferente al de una imagen de madera que se paseara para invocar a la lluvia o agradecer el final de un terremoto. Eso es lo que dice la Constitución.
Sociológicamente, sin embargo, el rey es la conexión con los poderes fácticos que controlaban el país a finales del franquismo. Al rey se le mete en la Constitución como garantía de continuidad que tranquiliza a los poderes económicos tanto como a la Iglesia o el Ejército. En el proceso constituyente, esos poderes lucharon por otorgarle unas facultades de mediación que le hubieran permitido tener control sobre el Gobierno y el Parlamento. Afortunadamente, se impuso la razón y en el texto final de la Constitución aparece desprovisto absolutamente de cualquier facultad de decisión. Sin embargo, la carga simbólica como representante de la constitución material del país nunca la pierde.
¿Tenemos ya un
sistema político lo bastante fuerte como para que las normas jurídicas se
impongan por encima de los poderes fácticos? Las acciones del monarca son
siempre un buen termómetro de ello.
En octubre de 2017
el rey Felipe tuvo la intervención más desafortunada de todo su reinado.
Presionado por esos poderes fácticos impuso su voluntad a la del Gobierno de
Rajoy y forzó un discurso belicoso en el que se presentaba sólo como el monarca
de quienes no votan al independentismo.
No se sabe si ese
día decidió que ya se había quitado la careta o, tras aquello, las presiones de
“los suyos” han ido en aumento, pero lo cierto es que desde entonces los actos
del rey parecen guiados por una voluntad irredenta de acabar con la monarquía.
La pésima gestión
de los escándalos de corrupción del rey honorario, ahora huido en el golfo
Pérsico, se ha combinado con los continuos desplantes al Gobierno progresista
de una Casa Real que se siente cómoda en manos de la ultraderecha. Hace poco,
con ocasión del homenaje a las víctimas de la covid, no tuvo reparos en atacar
al Gobierno por su homenaje civil y apostar con descaro por la ceremonia
organizada por el sector más radical de la Iglesia católica.
Estos días el
entorno del rey vuelve a cargar contra una decisión del Gobierno: no se ha
cortado en transmitir a la opinión pública el deseo del monarca de asistir a
una entrega de despachos judiciales en Cataluña a la que el Gobierno había
decidido que no fuera.
Constitucionalmente,
el rey no tiene más voluntad que la del gobierno democráticamente elegido en
cada momento. Es el gobierno, que encarna la voluntad popular, quien tiene la
facultad de dirigir políticamente a la sociedad. Solamente el gobierno salido
de las urnas puede valorar la oportunidad o no de la presencia del rey en uno u
otro acto. Para garantizarlo, la Constitución establece en su artículo 56 la
nulidad de cualquier acto del rey que no cuente con el refrendo gubernamental.
Felipe VI parece
que no está contento con este sometimiento a los poderes democráticos electos.
Maniobra con descaro en apoyo de las tesis más conservadoras minando
deliberadamente la autoridad del Gobierno.
En una actuación
inédita en cualquier monarquía parlamentaria, el propio monarca ha azuzado a la
judicatura y la derecha política contra el Gobierno. Reivindica con ellos que
su papel está en Cataluña, apoyando a un poder judicial cada vez menos
imparcial en su lucha contra el independentismo. Así, nuevamente, quiere
imponer su posición política conservadora sobre las decisiones del Gobierno
progresista.
Es absurdo pensar
que nadie haya advertido al monarca de los peligros para su institución que
conlleva este desafío. Al confrontar al Gobierno, Felipe VI no sólo se echa en
manos de la España más reaccionaria, sino que rompe brutalmente con el papel
constitucional del rey. Si lo hace es porque está convencido de que ya se ha
roto la baraja. La única explicación lógica es que actúa pensando ya en una ruptura
constitucional en la que la izquierda plantee la solución republicana. Parece
creer que le conviene más recabar nuevamente los apoyos del Ejército, la
Iglesia, los jueces y la ultraderecha agresiva para imponer de nuevo la corona
en un escenario de conflicto. Así que se salta las reglas del juego.
Se equivoca. La
monarquía parlamentaria es un sistema democráticamente aceptable, pero sólo si
quien la ejerce se somete a los poderes democráticamente elegidos. Con su
soberbia, sus inclinaciones derechistas y sus ataques al Gobierno, Felipe VI
está haciendo más que nadie para acabar con la monarquía. Tal vez sea un
irresponsable o tal vez simplemente añore el exilio.
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