EL REY NO PUEDE HACER LO QUE
LE DÉ LA REAL GANA
JUAN CARLOS ESCUDIER
La última tormenta que ha descargado sobre el borrascoso panorama político tiene que ver con la ausencia del Rey en el acto de entrega de despachos de la 69 promoción de jueces de hoy en Barcelona, una decisión tomada por el Gobierno en atribución de las competencias que le otorga el artículo 64 de la Constitución, según el cual todos los actos del monarca han de ser refrendados por el presidente y, en su caso, por los ministros correspondientes. El Rey, como bien hemos aprendido gracias a su emérito padre, es inviolable y no está sujeto a responsabilidad, y esto es así formalmente porque dicha responsabilidad recae precisamente en los llamados a refrendar cada una de sus acciones.
No deja de
sorprender que la escandalera se haya producido porque el Ejecutivo cumpla con
su función constitucional y no porque el jefe del Estado se ponga el mundo por
montera y por su cuenta y riesgo y sin encomendarse a nadie, en definitiva,
porque le ha dado la real gana, haya aceptado presidir un acto sin evacuar la
consulta preceptiva a quien debía aprobarlo. Son cosas de este universo
paralelo en el que habitamos.
De las razones por
las que el presidente del Gobierno ha dicho nones ya se hablará después, pero
conviene precisar algunos detalles sobre este refrendo por el que ha de pasar
cualquier iniciativa regia. Esta transferencia de responsabilidad, el
alejamiento del monarca en un Estado democrático del ejercicio del poder, es lo
que fortalece a la institución, que de otra manera se vería envuelta en los
avatares políticos y en el cuestionamiento diario. La función de la Corona es la de situarse por
encima de la lucha política para ser así capaz de representar a todos en
conjunto y no solo a una parte, aunque esta parte pueda parecer muy
mayoritaria. Esa misión es la que Felipe VI se pasó por el forro en su famoso
discurso de 3 de octubre sobre Cataluña, una losa que sigue pesando sobre su
reinado. El Rey debe serlo de todos; también de los independentistas.
En el caso que nos
ocupa corresponde al Gobierno evaluar si conviene que el jefe del Estado acuda
a Barcelona, presencia que puede ser descartada por motivos de muy diversa
índole, como la inminencia del fallo del Supremo sobre la inhabilitación del
presidente de la Generalitat y las protestas a las que pueda dar lugar durante
el desarrollo del acto, por cuestiones de seguridad o, incluso –también por
esto- porque interfiera en la negociación presupuestaria que ahora está
abierta. Dicho análisis corresponde al Ejecutivo, cuya misión es gobernar y no
complacer al Rey, y la de este no es la de ejercer poderes propios de los que
constitucionalmente carece sino asumir el papel moderador y arbitral que tiene
asignado y que, respeto a Cataluña, incumplió de manera flagrante.
Tan llamativo como
considerar humillante el veto a la presencia del Rey en Barcelona en vez de
censurar la intención del jefe del Estado de hacer de su capa un sayo, es
atribuir al Gobierno la intención oculta de laminar a la monarquía
parlamentaria e instaurar en su lugar esa "republiqueta
plurinacional" que tanto disgusta a Felipe González, consumado concertista
a la hora de dar la nota. González es un monárquico impetuoso al que el
campechano padre del actual rey ganó para la causa en esas interminables
jornadas en La Mareta, cuando ambos se presentaban allí de sopetón y, con la
excusa de hablar de política, procedían a beberse hasta el agua de los floreros
en una estancia muy retro, con sus maderas y ojos de buey, a la que por razones
obvias se conoce como ‘El bar’. De ahí, posiblemente, su indulgencia con el ‘fugado’.
Sin embargo, en la
actitud del Ejecutivo ante este episodio
–o, mejor dicho, de la parte socialista del mismo- está la prueba de que dicha
intención oculta es más falsa que los billetes de siete euros. Es más, no se
conoce precedente en el que un Gobierno haya colaborado de manera semejante en
poner a salvo la jefatura del Estado de los presuntos desmanes de su anterior
inquilino, prestándose incluso a ocultar su paradero y sufragando a costa del
contribuyente el lujoso tren de vida de su comisionista enormidad. Si esta no
es la prueba de ‘lealtad’ a la Corona no se sabe bien qué puede serlo.
Más sorprendente
aún es la rabieta que los señores jueces, por boca del presidente del CGPJ y
del Tribunal Supremo, quieren hacer constar por haber sido privados del
contacto con la realeza. Sorprende, en primer lugar, porque sus togadas
excelencias deberían ser los primeros en conocer el texto constitucional y
aceptar sus disposiciones. Pero sorprende más aún que sea esto y no la
vergonzante situación del Consejo, cuya renovación sigue bloqueada y con sus
miembros en funciones –lo que no les impide proceder a nombramientos que bien
podrían ser tildados de ilegítimos- lo que ocupe sus desvelos. Está visto que
en los universos paralelos no existe la vergüenza torera.
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